San Benito, padre del monacato de Occidente

Por Ángel Moreno

(de Buenafuente)

 

 

Se levanta el monje muy temprano, a la hora en la que el hombre tantas veces llora, aún de noche. No es la razón ascética la que manda en el claustro madrugar, sino el trato de amistad con Aquel por quien se vive: “Oh Dios tú eres mi Dios por ti madrugo”. Y suena la salmodia matutina, no obstante que la ciudad aún duerme su afán, a tiempos, violento. 

El monje ora por todos, aunque nunca sepas que alguien eleva las manos por ti. Siempre hay en la Iglesia brazos levantados, suplicantes, para que no falte en el mundo la esperanza. 

Y, a manera de danza sagrada, deja el monje el coro para emprender la tarea cotidiana, rítmica, consciente, atenta y sensible; bien hacer, liturgia doméstica, sagrada, pues para él todo es bendito y hasta los útiles más humildes son tratados como vasos del altar. 

Tiene el monacato la virtud de no entregarse de manera obsesiva al labora, e interrumpe el hacer para el orar, y así la jornada se lubrica de alabanza, se unge con la Palabra, y se atraviesa la jornada con la presencia amiga del que atrae el corazón enamorado, Jesucristo. 

No faltan en la abadía momentos de familia, de acogida y encuentro fraterno. Pues son de la misma naturaleza que todos los humanos quienes viven al tañido de la campana, sienten también, quizá más que nadie, la necesidad del perdón, magnanimidad de Dios y de los próximos. 

Discurre la jornada discreta, silenciosa, para no estorbar el susurro interior de quien habita tan dentro, y sin que quizá nadie se entere, vive el monje abierto al universo, aunque sus pies discurran por las mismas estancias, a diario. 

El secreto está en el don. No se inventa la fuerza que sujeta estable el corazón, ni la razón por la que habitar todo el tiempo en el yermo. No es lógica la vida de quien lo deja todo para permanecer en unos pocos metros sin holganza. Más el monje encuentra anchísima su celda, de horizonte infinito su tránsito, como si se le diera comprender ya en este mundo lo que es huidizo, y lo eterno. 

Solo el amor hace lógica la estancia en la clausura. Solo el don permite permanecer en el desierto, sin locura. Y en tiempos de pandemia, resulta profecía la manera de vivir  en el eremo. Forma de vida sobria, austera, ecológica, fraterna, orante, trascendida, abierta al infinito, asida a la oración y a la tarea solidaria. 

Hoy, aquí, en Buenafuente, después de 775 años de presencia blanca, se nos brinda ser testigos de una forma de vida milenaria. Pidamos al Señor que consolide el signo visible de quienes nos muestran, sin palabras, que merece la pena no tener otro amor mayor que Jesucristo, a la vez que nos ofrece un modo de convivir con lo creado de forma trascendente, amorosa y hospitalaria.

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