Homilía Misa Crismal

La celebración del quinto centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús y del año de la vida consagrada, convocado por el papa Francisco para dar gracias a Dios por el tesoro de la vida consagrada para la Iglesia y la sociedad, ocupan una buena parte de las reflexiones y actividades de la Iglesia universal.

 

En comunión con los consagrados y con los cristianos laicos de nuestra diócesis, los miembros del presbiterio renovamos hoy los compromisos sacerdotales y participamos también en la oración de consagración del santo crisma y de los óleos, que cuidaremos con especial esmero en nuestras parroquias para utilizarlos en la celebración de los sacramentos, mediante los cuales el Señor derramará de un modo especial su gracia sobre nosotros y sobre los restantes miembros del Pueblo de Dios.

 

Al renovar un año más las promesas sacerdotales, asumidas con gozo ante Dios y ante la Iglesia el día de nuestra ordenación sacerdotal, es justo y necesario que volvamos nuestra mirada y nuestro corazón al pasado con la finalidad de agradecer a Dios el don del ministerio y para dar gracias también por las infinitas gracias recibidas y derramadas por nuestro medio a los hermanos a lo largo de estos años.

 

En estos momentos, con la concelebración de la Eucaristía expresamos la unidad del sacerdocio de Cristo con la pluralidad de sus ministros, así como la unidad del sacrificio y del único Pueblo de Dios. La concelebración eucarística nos ayuda a consolidar y dinamizar la fraternidad sacerdotal existente entre los presbíteros en virtud de la ordenación y nos abre también a la vivencia y celebración de la comunión fraterna con los restantes miembros del Pueblo de Dios.

 

Cada presbítero, unido a sus hermanos en el presbiterio diocesano por particulares vínculos de caridad pastoral, de ejercicio del ministerio y de fraternidad apostólica, está llamado a colaborar en la construcción de una verdadera familia entre todos los miembros del presbiterio y de  la Iglesia. En esta familia, como nos indica el apóstol Pablo, los vínculos que nos unen no proceden de la carne ni de la sangre, sino del amor de Dios y de la gracia recibida en el sacramento del orden.

 

Desde la vivencia consciente de esta comunión eclesial, los presbíteros, actuando en nombre de Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, no debemos regatear esfuerzos por la extensión del Evangelio, entregando cada día la vida en el servicio generoso a la comunidad cristiana y amando a cada hermano con toda la mente y con todo el corazón. Este amor, que ha de identificarse con el de Cristo a su Iglesia, exige de cada uno capacidad de perdón y disponibilidad para ver lo positivo de cada hermano, sabiendo disculpar sus errores y sus contradicciones.

 

Desde la vivencia de la fraternidad entre nosotros y desde la preocupación por edificar la comunión con los restantes miembros del Pueblo de Dios, los sacerdotes y los demás bautizados debemos vivir en tensión misionera. Como nos recuerda el Papa Francisco, la intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante y la “comunión esencialmente se configura como comunión misionera”. Fieles al mandato del Maestro, es vital que los hombres y mujeres de Iglesia salgamos a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo”. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie.

 

En nuestro Plan Pastoral Diocesano, partiendo de las enseñanzas evangélicas y de los documentos de los últimos Papas, planteamos también la necesidad de planificar la actividad pastoral en salida misionera contando con todos los miembros de nuestra Iglesia diocesana. Con ello pretendemos que la fe en Jesucristo y su amor incondicional se difundan por toda la diócesis para que todos encuentren plenitud de sentido en sus vidas y se incorporen con gozo a la misión evangelizadora de la Iglesia.

 

Ahora bien, para permanecer en tensión misionera, cada uno debe discernir los caminos que Dios le pide recorrer y, además, debe vencer los miedos, los cansancios y desánimos con la fuerza del Espíritu para llegar de este modo a todas las periferias que necesitan ser iluminadas con la luz del Evangelio (EG 19-20). Cada uno de los miembros de la comunidad cristiana, profundizando en el origen de la misión y avanzando hacia la meta de la misma, debe permanecer en actitud de verdadera conversión al Señor y a los hermanos. Es más, desde la conversión a Dios, debe dar pasos también para avanzar en la conversión pastoral para superar las rutinas pastorales, para no caer en la indiferencia misionera y para buscar con ahínco nuevos métodos y nuevos caminos para la presentación de la Buena Noticia a nuestros semejantes.

 

En el recorrido del camino hacia las periferias humanas, morales y espirituales, en las que viven y sufren tantos hermanos nuestros, será preciso que de vez en cuando detengamos el paso para mirar a los ojos a los tristes, desanimados y cansados; en otros casos, nos tocará dar la mano a quien está tirado al borde del camino y espera ayuda para levantarse de su postración. No hay misión verdadera sin caridad pastoral.

 

La experiencia nos dice que, en nuestros días, son muchas las personas malheridas, desorientadas, angustiadas, cansadas de la vida y dominadas por el relativismo. Todas necesitan ser bien acogidas, escuchadas y acompañadas para encontrar una verdadera orientación de su existencia. Pero, sobre todo, necesitan que les ayudemos a ponerse en contacto con Jesucristo, el único camino que conduce a la verdad y que colma la vida de sentido y de esperanza.

 

Al contemplar esta realidad de sufrimiento, tristeza y desolación, el papa Francisco nos recuerda que la Iglesia hoy debe ser como un hospital de campaña, en donde sea posible diagnosticar las enfermedades y brindar curación a los heridos. Por eso, acaba de convocarnos a la celebración de una año jubilar, en el que sea posible ahondar en la misericordia de Dios y en la práctica de las obras de misericordia espirituales y corporales. La Iglesia,  contemplando la infinita misericordia de Dios, manifestada especialmente en la relación con los pecadores, enfermos y marginados, debe practicar la misericordia y la compasión con todos los hombres.

 

Sé que todos vosotros estáis desempeñando el ministerio con tesón y con alegría, con entrega generosa y sacrificio. Un año más quiero agradeceros vuestra colaboración y vuestra entrega a la misión evangelizadora que es fascinante y ardua, que exige como nunca confianza en quien nos envía y fidelidad a sus promesas. No olvidemos nunca que en la comunión con Cristo reside el secreto de la fecundidad espiritual, de la fecundidad del discípulo que quiere ser misionero.

 

Para afrontar los desafíos y los retos del momento presente, hemos de dar primacía a la vida espiritual que nos permita estar siempre con Cristo y nos ayude a vivir la caridad pastoral desde la comunión con los hermanos y desde la vivencia gozosa de la fraternidad sacerdotal. En el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros de la Congregación para el Clero se nos dice: “La relación con Cristo, el coloquio personal con Él es una prioridad pastoral fundamental, es condición para nuestro trabajo con los demás. La oración no es algo marginal: precisamente rezar es “oficio” del presbítero, no sólo por sí mismo, sino como representante de la gente que no sabe rezar o no encuentra el tiempo para rezar”.

 

Invoquemos sobre nosotros, sobre todos los miembros de nuestras comunidades y, especialmente, sobre los cristianos perseguidos la especial protección de la Santísima Virgen. Que Ella nos muestre siempre a Jesús, como camino para el conocimiento y para la vivencia de la misericordia y de la compasión de nuestro Padre Dios.