Juan Bosco, santo del Evangelio de la alegría

Jesús de las Heras Muela

(Sacerdote y periodista)

 

 

“Conocí” a san Juan Bosco en mis años de seminarista, cuando íbamos al Colegio Salesiano de Guadalajara a representar las obras de teatro que, llenos de ilusión y de más ganas que oficio, hacíamos por santo Tomás en el seminario seguntino y un domingo por la tarde, de comienzos o mediados de febrero, era una tradición ir a Guadalajara a volver a escenificar la obra en cuestión.

“Conocí” a san Juan Bosco a través de lo que veía y me contaban de lo bien que trabajan los salesianos en su parroquia de Guadalajara –hasta me daba y nos daba un poco de sana envidia su “gancho” con los jóvenes- y en sus colegios.

“Conocí” a san Juan Bosco cuando, de 1984 a 1989, fui profesor de Instituto de Formación Profesional, primero en Cifuentes y después en Azuqueca y entonces –creo que ahora ya no o como si no lo fuera…- él era el patrono de los estudios de Formación Profesional, y, claro, el 31 de enero, no teníamos clase, teníamos fiesta y eso de la fiesta se agradece tanto, o más, siendo profesor como siendo alumno...

 Y, sobre todo, “conocí”, “descubrí” y quedé fascinado por este simpático santo italiano cuando en 1988, con ocasión del primer centenario de su muerte, en el mismo salón de actos donde años atrás representábamos nuestras obras de teatro del viejo, entrañable e inolvidable seminario seguntino, los salesianos pusieron en escena un preciso musical, titulado “Don Bosco. Comedia musical”, del que, además, me hice con su disco –un casete de la época-, que devoré y desgasté, sobre todo, en los siempre tan frecuentes viajes en coche.

Entretanto, en los llamados Quinquenios de Formación Permanente de los curas jóvenes, varios salesianos vinieron a hablarnos de catequesis, de pastoral juvenil y hasta de moral. Creo que fueron Álvaro Ginel, Alfonso Francia y Eugenio Alburquerque y quizás algún otro, cuyo nombre no logro recordar ahora.

 Ya en Madrid, entablé buena amistad con el segundo de ellos, con Alfonso Francia, que, siendo superior de la comunidad salesiana de calle Alcalá (la de la Librería) hasta me invitó un año a que les presidiera y predicara la misa de la fiesta del santo, el 31 de enero. ¡Qué osadía la mía! Recuerdo el sonrojo que aquella invitación me produjo: “¡Pero, qué les voy yo a decir a los salesianos de su don Bosco!”. Bueno, creo que salí airoso o, al menos, como pude del trance…

Y me volví a “encontrar” con don Bosco en Roma, durante mis años de estudios superiores y de la mano de algunos amigos y compañeros que eran alumnos de su dinámica Universidad, el mal llamado PAS…

Y hará un par de años que vi una preciosa y completa película sobre su vida, gracias a los oficios y la gentileza de otro salesiano, amigo y casi paisano, José Antonio Santos, de Barahona y antiguo seminaristas nuestro.

Un santo de la “Evangelii gaudium”

Ya era papa Francisco cuando vi esta película, “San Juan Bosco, la misión del amor”. Recordé que el adolescente Jorge Bergoglio había sido alumno salesiano y, sobre todo, pensé que precisamente en él, en don Bosco, se habría inspirado el actual Santo Padre para escribir y para testimonio su emblemática y programática exhortación apostólica “Evangelii gaudium” (“La alegría del Evangelio”). No solo él, claro, porque pensaría asimismo en san Felipe Neri, por ejemplo, pero seguro que también él, san Juan Bosco, fue uno de los inspiradores de tan hermoso e interpelador documento papal, verdadera brújula de su ministerio apostólico petrino y carta de navegación para toda nuestra Iglesia.

Sí, la alegría del Evangelio. San Juan Bosco la vivió desde niño, a pesar de las penurias de su familia, de la muerte su padre y de su humilde origen. Y la conservó, la alegría, durante toda su vida, que no estuvo exenta, ni mucho menos, de contrariedades, complejidades y dificultades.

 Esa alegría que era vitalidad, que eran ganas de darse a los demás, que era sensibilidad hacia los marginados y los preteridos. Esa alegría que aprendió también de su buen cura que le llevó al seminario.

Esa alegría que le hacía y le hace sintonizar como nadie entre los chavales y los jóvenes, singularmente entre los más necesitados, abandonados y rebeldes con causa o sin ella. Esa alegría que le acompañó durante toda su vida. Una alegría sin canas ni arrugas y sin marchitarse jamás que solo es posible para quienes han descubierto, viven y se nutren de la alegría de Dios, de la alegría del Evangelio. Esa alegría que ha hecho y hace –como rezó el himno del reciente bicentenario de su nacimiento- que, con el paso de los años, don Bosco sea más fuerte, más vivo, más vital y más alegre.

Con el paso de los años, más alegre y vivo todavía

A los santos, a estos santos de una pieza como él, a estos auténticos gigantes y de la mejor humanidad –pensemos también y como nuevos ejemplos en san Francisco de Asís y en nuestra santa Teresa de Jesús-, les suele ocurrir lo mismo: que siempre son jóvenes, frescos y lozanos, que siempre están –si queremos, si nos dejamos- entre nosotros, que siempre tienen algo nuevo y bueno que decirnos y que aportarnos, que siempre su vida, su mensaje, su legado, su presencia actual llega a nosotros como bocanada fresca, como soplo del Espíritu, como gracia renovada.

A nuestros actuales tiempos eclesiales, marcados por la impronta postmoderna, relativista, secularista y descristianizada, ¡qué bien le vienen testimonios y gente como Juan Bosco, santo de la alegría del Evangelio!

¡Buenos días, alegría!, ¡buenos días, Evangelio!

Nuestro ministerio, nuestras personas y nuestras mismas iniciativas pastorales parecen muchas veces responder a aquel existencialista, quejumbroso y conformista  “Buenos días, tristeza”, emblemática novela de hace más de medio siglo de François Sagan y que ha acompañado a tantas y tantas generaciones. ¡Qué mejor antidepresivo que santos como Don Bosco!

¿Qué nuestros tiempos son duros y recios? Sí, pero en absoluto son peores que los suyos.

¿Qué mejor inyección en vena que el Evangelio y la fuerza irradiadora y expansiva de su alegría y la verificación y comprobación, con testimonios como el de Juan Bosco, de que ni Evangelio ni alegría son utopías?

Respiremos hondo y fuerte. Respiremos don Bosco. Respiremos y exhalemos la alegría del Evangelio. Su onda expansiva, además, comenzará a difundirse. Y, poco a poco, aunque, eso sí, no sin esfuerzo –nada se logra sin esfuerzo, que se lo pregunten al santo de hoy-, el resto se nos dará por añadidura.