Peregrinación a Tierra Santa

Por Ángel Moreno de Buenafuente

 

 

 

“Con los ojos abiertos”, este es nuestro lema de estos días en Tierra Santa. Con los ojos iluminados, capaces de captar la belleza y la verdad, el misterio y la presencia de Quien se hizo Palabra, Carne, entrega, amor, y recreó el universo. 

Hemos orado en Caná de Galilea, cantado en Nazaret, hemos subido al Monte Alto, donde se nos entregó la clave para interpretar lo más oscuro de la vida, el dolor, la cruz, cuando experimentamos algo adverso. La Transfiguración de Jesús nos ha adelantado el método para saber discernir el sentido de la realidad. Solo desde la luz transfiguradora del rostro del Señor es posible esperar y mantener la confianza en el momento de la cruz. 

La belleza de las piedras hechas mosaico, que plasmaban la transparencia del Misterio de Dios hecho hombre, niño pequeño, convertido en pan, nos ofrecían de manera tangible la clave de la belleza transformadora. 

Al llegar la noche, nos envolvió la brisa sobre el barco, en las aguas del Lago de Galilea, y se hizo canción el viento; mensaje, el silencio, bañados con la claridad de la luna amanecida. 

Y hemos comprendido otro proceso, el que acontece del paso vespertino hacia la noche, del sosiego a la tormenta, de la alegría al miedo, y cómo el secreto es esperar en el límite del desespero el paso del Señor, al alba. 

No es arqueología, ni mítica memoria el caminar por Galilea. Hoy acontece en el corazón aquella brisa amiga, aquella voz recia, aquel reproche del Maestro, por absolutizar el riesgo y creer que ya no hay remedio, cuando la clave es la espera, porque en el límite pasa el Señor, hecho luz, tierra, brasas encendidas, pan partido, promesa. Tan solo hay que esperar a que amanezca a la cuarta vigilia el día.