Cementerios llenos y el sepulcro está vacío

Rafael Amo Usanos

(Delegación de Ecumenismo)

 

 

Las mujeres dan la noticia: habían ido de mañana al sepulcro y encontraron la tumba vacía. Pedro y Juan corren hacia el lugar donde habían enterrado el cuerpo de Jesús y encuentran solo la sabana y el sudario, pero el cuerpo no está. Por la tarde, Cleofás y su acompañante se presentan en el Cenáculo diciendo que han reconocido a Jesús, vivo en un peregrino que los ha acompañado, cuando ha partido el pan. Y Jesús mismo se presenta en el Cenáculo, donde los apóstoles estaban escondidos por miedo a los judíos, y les enseña las manos y el costado. El cuerpo del crucificado es el mismo del resucitado. Dos mil años hace que esto ocurrió. 

Hoy, abril de 2020, los cementerios del mundo se llenan de cuerpos de personas fallecidas por efecto del covid-19. Familias enteras con tristeza y dolor no pueden ni siquiera despedirse del cuerpo de su ser querido que, en el mejor de los casos, es inhumado o incinerado con la única compañía de un par de familiares y el ministro que celebra. 

Es un tremendo contraste, un doloroso contraste, sin embargo, es el mensaje de la Pascua: los cementerios están llenos de cuerpos y el sepulcro está vacío. Cristo ha resucitado y su cuerpo ha vuelto a la vida, el mismo cuerpo que sufrió la pasión y fue sepultado. También los cuerpos que hoy enterramos abandonarán el sepulcro el día de la resurrección final. Esta es la verdadera esperanza, que la vida no termina con la muerte. Que la muerte que asola el mundo por el covid-19 no va a ganar la batalla porque la muerte ha sido vencida en la resurrección de Cristo. 

Las demás noticias son esperanzadoras: que hay menos muertos, que hay más recuperados, que la pandemia se va controlando, etc. Pero ESPERANZA, así escrito con mayúsculas, es que Dios resucitó a su Hijo de entre los muertos y lo hará con los que fallezcan por el covid-19 o por cualquier causa. Los que han muerto a lo largo de la historia y los que lo harán en el futuro hasta el fin de los tiempos. 

Esta situación nos deja de forma paradójica, al menos y a mi juicio, cuatro lecciones relacionadas con el cuerpo. 

El confinamiento, al que estamos sometidos miles de millones de personas, nos enseña que necesitamos tocarnos, abrazarnos, besarnos. Que necesitamos sentirnos cerca unos de otros y eso es posible gracias a nuestro cuerpo. Somos esencialmente cuerpo con espíritu. El cuerpo nos une a la tierra de la que venimos y a la que volveremos, y nos diferencia de los ángeles, que son espíritus puros, seres que no se pueden abrazar. 

Vivimos la solidaridad con el moribundo con el cuerpo de quien está con él y le acaricia para que no muera solo. La amistad y el amor se expresan con el cuerpo, de ahí que una video-llamada nunca se equiparará a una comida juntos, en la misma mesa, rozándonos, escuchándonos y viéndonos sin una cámara y unos altavoces que hagan de intermediarios. Pero, al mismo tiempo, el amor a nuestros hermanos se expresa, en este tiempo de confinamiento, renunciando al contacto físico por medio del cuerpo. Si no contacto, no contagio. 

La oración compartida, la celebración de la Eucaristía, tampoco se suple por una misa celebrada a kilómetros por la televisión o a pocos metros y retransmitida por internet. Estimulan nuestra oración y se agradece, pero no es lo mismo que una celebración en la que nos vemos, nos oímos, nos tocamos y comulgamos. Dios, que nos ama, ha querido necesitar de la espesura de la mediación de un cuerpo: el físico que anduvo por Galilea, la eucaristía que comemos y el resucitado que tocaron los apóstoles y que nos abrazará cuando lleguemos al cielo. 

Todos estamos en la misma barca. Toda la humanidad se puede comprender con la imagen de un cuerpo en el que todos los miembros se necesitan. Ningún órgano se opone al otro, se complementan. Y estos días nos han enseñado la lección del bien común, que no se opone al bien de cada individuo. Para que a mi me vaya bien le ha de ir al conjunto de la humanidad. Para que a la humanidad le vaya bien, todos sus individuos han de estar bien. 

Cuando todo esto acabe, me gustaría comer con mi familia y mis amigos, celebrar la eucaristía con una comunidad de cristianos en el mismo templo, me gustaría avanzar hacia Dios junto con toda la humanidad a la que pertenezco. Y, aún con dolor, visitar los cementerios donde responsan los cuerpos de las personas a las que quiero, y decir con ESPERANZA: nos abrazaremos en el cielo.