Jesucristo Rey del Universo, fundamento de la fe cristiana

La solemnidad de Jesucristo Rey del Universo es pasado mañana, domingo día 22 de noviembre de 2020, trigésimo cuarto y último domingo del tiempo litúrgico

 

Por Jesús de las Heras Muela

(Periodista y sacerdote. Deán de la catedral de Sigüenza)

 

 

 

 

 

 

 

 

Jesucristo Rey del Universo es una fiesta, ya en el final del año litúrgico, que recapitula el misterio cristiano y presenta a  Cristo como rey, alfa y omega, redentor universal, camino, verdad y vida para todos los hombres.

La celebración fue originalmente establecida como fiesta de Cristo Rey por el Papa Pío XI el día 11 de diciembre de 1925 a través de su encíclica Quas Primas,​ al conmemorar un año Jubilar, el XVI centenario del I Concilio Ecuménico de Nicea (que definió y proclamó el dogma de la consubstancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de incluir las palabras...y “su reino no tendrá fin”, en el Símbolo o "Credo Apostólico",​ promulgando así la real dignidad de Cristo) y estableciendo para su celebración el último domingo de octubre, es decir el inmediatamente anterior al día de Todos los Santos (1 de noviembre).

Tras el Concilio Vaticano II y la reforma litúrgica de Pablo VI en 1969, la fiesta amplía su significado y cambia de nombre, llamándose Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, y pasa a celebrarse al último domingo del año litúrgico.

 

 

 

La imagen del Pantocrátor

 

Y antes de proseguir con el desarrollo de este artículo, bueno es indicar que la imagen que lo ilustra es el Pantocrátor de la catedral de Sigüenza, una figura en piedra en la clave de bóveda de la capilla mayor catedralicia, que data del siglo XIII y que representa a Jesucristo Todopoderoso (Pantocrátor), en actitud benedicente en una mano y en la otra con el libro de la Palabra, rodeado por los símbolos de los cuatro evangelistas. Pantocrátor significa también Jesucristo Rey y es una representación válida de la fiesta mañana.

Y al estar situado, como en el caso de nuestra catedral en su clave de bóveda expresa asimismo que Jesucristo es la piedra angular de nuestra fe, tema que ahora glosan ampliamente estas líneas.

 

Inicio, seguimiento y culmen de la fe

 

El autor de la Carta a los Hebreos (12, 2) nos llama a tener la mirada fija en Jesucristo, “que inició y completa nuestra fe”. Esto significa, en primer lugar, que Jesucristo es el quicio fundamental de nuestra fe.

“No hay fe cristiana sin encuentro, adhesión y seguimiento a Jesucristo. En Él, encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor (pensemos en estos durísimos meses de la pandemia del coronavirus), la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de Jesucristo. En su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. Y en Él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación”.

En el primer párrafo de su primera encíclica, Deus caritas est (DCE), del 25 de diciembre de 2005, el Papa Benedicto XVI escribe la siguiente frase, que es esencial para entender, vivir y transmitir la fe: «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».

 

Decálogo de la fe cristiana desde Jesucristo, su fundamento

 

(1) La fe cristiana necesita y es inseparable del encuentro personal con Jesucristo. Es una fe esencialmente cristológica. Y Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14).

(2) La fe cristiana en creer en Jesucristo, con Jesucristo y como Jesucristo, Dios y hombre verdaderos, en Dios Padre y en Dios Espíritu. La fe es, de este modo, una fe trinitaria.

Es creer en Dios uno y trino: en Dios Padre creador, providente y misericordioso; en Dios Hijo, hermano, hombre, salvador, redentor, buen pastor, amigo, camino, verdad y vida. Y en Dios Espíritu Santo, Señor y Dador de vida que con el Padre y el Hijo, de quienes procede, recibe una misma adoración y gloria. Para mayor abundamiento y glosa, Dios Padre es la Sabiduría, Dios Hijo es la Palabra y Dios Espíritu Santo es la acción, el motor incombustible. Y Dios Padre, Hijo y Espíritu en su unidad y trinidad (tres personas distintas y uno solo Dios verdadero) es el Amor.

(3) La fe cristiana completa su profesión y simbólico de cada una de las tres personas de la Santísima Trinidad con otro conjunto de verdades de fe, esenciales e inherentes también a la misma.

Estas verdades de fe la expresa del siguiente modo el Credo Apostólico (o Símbolo de los Apóstoles, el más antiguo símbolo bautismal): “Creo en la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna”. Y en el Credo Nicenoconstantinopolitano (siglo IV, tras los Concilios de Nicea, año 325, y de Constantinopla, el primero de ellos, del año 381) con la siguiente formulación: “Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos, y la vida del mundo futuro”.

(4) La fe cristiana se nutre indispensablemente de su búsqueda y nutrimento en la Palabra de Dios.  De modo que “debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos” (Benedicto XVI).

Una Palabra de Dios tal y como en el depósito de la fe nos custodia y transmite siempre viva la Iglesia y su magisterio auténtico.

(5) Por todo ello, la fe cristiana es asimismo inseparable e indisociable de fe en, con y como la Iglesia. La fe nace, crece y se difunde y testimonio en, con y desde la Iglesia. La fe necesita de la Iglesia misterio, comunión y misión. Y ello se traduce a que no hay fe o la fe se volatiza sin profesión, celebración, vivencia y testimonio en la comunión de la Iglesia y desde la comunión de la Iglesia, principio básico e imprescindible para la verdadera misión.

(6) Y una de las derivadas y consecuencias del quinto punto recién glosado es la dimensión pública de la fe, también esencial a la misma.

El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con Él. Y este “estar con Él” nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree.

(7) La fe cristiana necesita continuamente alimentarse, nutrirse, reciclarse de su verdad e identidad para saber dar razón de ella misma y de su esperanza (I Carta del Apóstol San Pedro, 3. 15).

Y para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. Todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia.

A la profesión de fe, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos.

Así, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.

(8) La fe cristiana es siempre indisociable e inseparable de la caridad y viceversa. La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino.

(9) La fe cristiana crece creyendo y se fortalece mediante las pruebas y dificultades que la aquilatan y robustecen.

Y las dificultades (pensemos de nuevo en la experiencia que vivimos con ocasión de la pandemia del coronavirus) ponen a prueba la fe para aquilatarla y para robustecerla.

El apóstol Pedro proyectan otro rayo de luz sobre la fe: “Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas” (1 P 1, 6-9).

La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también hoy por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que Jesucristo ha vencido el mal y la muerte».

(10) La fe cristiana encuentra en María Santísima y en los santos su modelo, su cumplimiento, su viabilidad. Un santo canonizado es aquel cristiano que, antes de ser examinado en su intercesión posible en un milagro, ha recibido el reconocimiento oficial de la Iglesia de haber vivido las virtudes cristianas de modo eminente y heroico.

«Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15)». «Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4)».

 

Artículo publicado en 'Nueva Alcarria' el 20 de noviembre de 2020