Laicos para la nueva evangelización

Por el cardenal Stanislaw Rylko

(Presidente del Consejo Pontificio para los Laicos)

 

«La Iglesia tiene que dar hoy un gran paso adelante en su evangelización; debe entrar en una nueva etapa histórica de su dinamismo misionero»1. Esta afirmación de la Christifideles Laici sigue siendo muy actual y continúa siendo insustituible el papel que juegan los laicos católicos en este proceso. La invitación de Cristo: «Id también vosotros a mi viña» (Mt 20, 3-4) ha de ser entendida por un número cada vez mayor de fieles laicos – hombres y mujeres – como un llamamiento claro de asumir la propia parte de responsabilidad en la vida y la misión de la Iglesia, es decir en la vida y en la misión de todas las comunidades cristianas (diócesis y parroquias, asociaciones y movimientos eclesiales). El compromiso evangelizador de los laicos, de hecho, ya está cambiando la vida eclesial2, y esto representa un gran signo de esperanza para la Iglesia.

La vastedad de la mies evangélica de hoy le da un carácter de urgencia al mandato misionero del Divino Maestro: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15). Lamentablemente hoy, también entre los cristianos, se impone y difunde una mentalidad relativista que genera no poca confusión con respecto a la misión. Veamos algún ejemplo: la propensión a reemplazar la misión con un diálogo en el que todas las posiciones son equivalentes; la tendencia a reducir la evangelización a una simple obra de promoción humana, con la convicción de que es suficiente ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a la propia religión; un falso concepto del respeto de la libertad del otro hace que se renuncie a cualquier llamamiento a la necesidad de conversión. A estos y otros errores doctrinales han contestado primero la encíclica Redemptoris Missio (1990), después la declaración Dominus Iesus (2000) y sucesivamente la Nota doctrinal sobre algunos aspectos de la evangelización (2007) de la Congregación para la Doctrina de la Fe – todos documentos que merecen ser objeto de un estudio más profundo. Como un explícito mandato del Señor, la evangelización no es una actividad accesoria, sino la misma razón de ser de la Iglesia sacramento de salvación. La evangelización, asegura la Redemptoris Missio, es una cuestión de fe, «es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros»3. Como dice san Pablo «el amor de Cristo nos apremia» (2 Cor 5, 14). Por ello, no está fuera de lugar subrayar que «no puede haber auténtica evangelización sin la proclamación explícita de que Jesús es el Señor»4 mediante la palabra y el testimonio de vida, porque «el hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías»5. Quien conoce a Cristo tiene el deber de anunciarlo y quien no le conoce tiene el derecho de recibir tal anuncio. Esto lo ha entendido muy bien san Pablo cuando escribía: «El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» ( 1 Cor 9, 16). A un bautizado siempre tiene que acompañarle tal inquietud misionera.

El futuro Papa Benedicto XVI, en una conferencia pronunciada en el año 2000, nos ha dejado en relación a esto indicaciones muy valiosas que nos invitan a retornar a lo esencial. Hablando de la evangelización, el cardenal Joseph Ratzinger partía de una premisa fundamental: El «verdadero problema de nuestro tiempo es “la crisis de Dios”, la ausencia de Dios, disfrazada de religiosidad vacía […]. Todo cambia dependiendo de si Dios existe o no existe. Por desgracia, también nosotros, los cristianos, vivimos a menudo como si Dios no existiera (si Deus non daretur). Vivimos según el eslogan: Dios no existe y, si existe, no influye. Por eso, la evangelización ante todo debe hablar de Dios, anunciar al único Dios verdadero: el Creador, el Santificador, el Juez (cf. Catecismo de la Iglesia Católica)»6. E insistía una vez más: «Hablar de Dios y hablar con Dios deben ir siempre juntos»7. De aquí parte el papel insustituible de la oración como seno de donde nace toda iniciativa misionera verdadera y auténtica. Entonces el tema de Dios se concreta en el tema de Jesucristo: «Sólo en Cristo y por Cristo el tema de Dios se hace realmente concreto: Cristo es el Emmanuel, el Dios con nosotros, la concretización del “Yo soy”, la respuesta al deísmo»8. Partiendo de esta premisa-base, el cardenal Ratzinger formuló tres leyes que guían el proceso de evangelización en la Iglesia que vale la pena recordar. La primera es la que llama ley de expropiación. Nosotros los cristianos no somos dueños, sino humildes siervos de la gran causa de Dios en el mundo. San Pablo escribe: «Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Cor 4, 5). Por ello, el cardenal Ratzinger subrayaba con fuerza que «evangelizar no es tanto una forma de hablar; es más bien una forma de vivir: vivir escuchando y ser portavoz del Padre. “No hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga” (Jn 16, 13) […] dice el Señor sobre el Espíritu Santo. […] El Señor, y el Espíritu construyen la Iglesia, se comunican en la Iglesia. El anuncio de Cristo, el anuncio del reino de Dios, supone la escucha de su voz en la voz de la Iglesia. “No hablar en nombre propio” significa hablar en la misión de la Iglesia»9. Por ello, la nueva evangelización jamás es un asunto privado, porque detrás siempre está Dios y siempre está la Iglesia. El cardenal Ratzinger añadió: «No podemos ganar nosotros a los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos son ineficaces si no están fundados en la oración. La palabra del anuncio siempre ha de estar impregnada de una intensa vida de oración»10. Esta certeza es para nosotros un gran sostén y nos da la fuerza y el valor necesarios para asumir los desafíos que el mundo presenta a la misión de la Iglesia.

La segunda ley de la evangelización es la que surge de la parábola del grano de mostaza, «al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después de sembrarla crece, se hace más alta que las demás hortalizas» (Mc 4, 31-32). «Las grandes realidades tienen inicios humildes»11, subrayaba el entonces cardenal Ratzinger. Es más, Dios tiene una especial predilección por lo pequeño: el “pequeño resto de Israel”, portador de la esperanza para todo el pueblo elegido; el “pequeño rebaño” de los discípulos a que el Señor exhorta a no temer porque el Padre ha tenido precisamente a bien darles el reino (cf. Lc 12, 32). La parábola del grano de mostaza dice que quien anuncia el Evangelio tiene que ser humilde, no tiene que pretender de obtener resultados inmediatos – ni cualitativos ni cuantitativos. Pues la ley de los grandes números no es la ley de la Iglesia. Porque el dueño de la mies es Dios y es él quien decide los ritmos, los tiempos y las modalidades de crecimiento de la siembra. Esta ley nos protege del dejarnos llevar por el desánimo en nuestro compromiso misionero, sin por ello dejar de eximirnos de hacer todo lo posible en nuestro esfuerzo, tal como nos lo recuerda el Apóstol de las gentes, «quien siembra tacañamente, tacañamente cosechará; el que siembra abundantemente, abundantemente cosechará» (2 Cor 9, 6).

La tercera ley de la evangelización es, por último, la ley del grano de trigo que muere para dar mucho fruto (cf. Jn 12, 24). En la evangelización siempre está presente la lógica de la Cruz. Decía el cardenal Ratzinger: «Jesús no redimió el mundo con palabras hermosas, sino con su sufrimiento y su muerte. Su pasión es la fuente inagotable de vida para el mundo; la pasión da fuerza a su palabra»12. Aquí vemos el peso que el testimonio de los mártires de la fe tiene en la obra de evangelización. Con razón escribe Tertuliano: «Segando nos sembráis: más somos cuanto derramáis más sangre; que la sangre de los cristianos es semilla»13. Frase más conocida en la versión: “La sangre de los mártires es semilla de los confesores”. El testimonio de la fe sellada con la sangre de tantos mártires es el gran patrimonio espiritual de la Iglesia y un signo luminoso de esperanza para su futuro. Con el apóstol Pablo los cristianos pueden decir: «Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados; llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 4, 8-10).

El alcance de las tareas que la Iglesia tiene que enfrentar al inicio del tercer milenio de la era cristiana hace que a menudo nos sintamos ineptos e incapaces. La gran causa de Dios y el Evangelio en el mundo es constantemente obstaculizada y contrarrestada por fuerzas hostiles de diferentes signos. Pero nos alientan una vez más las palabras de esperanza de Benedicto XVI. En una homilía sobre los “fracasos de Dios”, que pronunció ante los obispos suizos en visita ad limina, decía: «Al inicio Dios fracasa siempre, deja actuar la libertad del hombre, y esta dice continuamente “no”. Pero la creatividad de Dios, la fuerza creadora de su amor, es más grande que el “no” humano. […] ¿Qué significa todo eso para nosotros? Ante todo tenemos una certeza: Dios no fracasa. “Fracasa” continuamente, pero en realidad no fracasa, pues de ello saca nuevas oportunidades de misericordia mayor, y su creatividad es inagotable. No fracasa porque siempre encuentra modos nuevos de llegar a los hombres y abrir más su gran casa»14. Esta es la razón por la que nunca debemos perder la esperanza. El Sucesor de Pedro nos asegura que Dios «también hoy encontrará nuevos caminos para llamar a los hombres y quiere contar con nosotros como sus mensajeros y sus servidores»15.