La Iglesia, con amor entrañable, ha colocado en los domingos siguientes a la Pascua de Pentecostés, celebraciones especiales, en honor de la Santísima Trinidad, y del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, además de la invocación al Sagrado Corazón de Jesús, Sacratísima Humanidad, que diría Santa Teresa de Jesús.
Creo que el calendario litúrgico introduce estas celebraciones como pedagogía de acompañamiento, para que afrontemos el largo camino del Tiempo Ordinario con las provisiones necesarias.
El ángel del Señor, cuando se acercó al profeta Elías, que estaba tendido en el suelo, desanimado y sin ganas de vivir, lo despertó y le mostró pan y agua, para que lo comiera, tomara fuerzas, y siguiera por el largo camino del desierto.
La Iglesia nos ofrece, como el ángel del Señor, la provisión de los sacramentos, el agua regeneradora del perdón y de la misericordia, y el pan de la Palabra y de la Eucaristía, provisiones que fortalecen y posibilitan avanzar por el camino de la existencia.
La presencia real de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía es la concreción más sobrecogedora de la promesa de Jesús a los suyos, cuando les aseguró: “Yo estaré con vosotros, todos los días, hasta la consumación del mundo”. El tabernáculo, presente en las iglesias, señalado con lámpara encendida, como faro de puerto, se convierte para tantos cristianos en referencia y acompañamiento espiritual.
Necesitamos estar en adoración, y necesitamos la oración silenciosa y la visita personal al Santísimo Sacramento, de manera especial en momentos de soledad, de angustia, de quiebra de la salud, de conflictos familiares, de necesidad de misericordia.
Adorar la Eucaristía es el signo más noble del creyente.
Adorar la Eucaristía es la forma más expresiva de amor al Señor.
Adorar la Eucaristía concede la experiencia de saberse mirado por el Señor.
Adorar la Eucaristía concentra la expresividad creyente en la presencia real de Cristo.
Adorar la Eucaristía de manera habitual es un hito de camino seguro.
Adorar la Eucaristía es tiempo en el que se deja modelar el corazón en las manos del Señor.
Adorar la Eucaristía es privilegio de la fe, por el que se experimenta la cercanía histórica de Cristo resucitado.