Recibid el Espíritu Santo
Queridos hermanos en el Señor: Os deseo gracia y paz.
“Esta es la hora en que rompe el Espíritu el techo de la tierra y una lengua de fuego innumerable purifica, renueva, enciende, alegra las entrañas del mundo”. Así rezamos en un himno litúrgico.
La solemnidad de Pentecostés nos invita a reconocer y agradecer la presencia y el protagonismo del Espíritu Santo en la vida y en la misión de la Iglesia.
Jesús había anunciado: “Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn 15,26). Y también: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena” (Jn 16,13).
Al anochecer del primer día de la semana, Jesucristo resucitado sopló sobre sus discípulos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22). Así queda de manifiesto que es preciso “recibir” el Espíritu Santo. No se trata de una conquista, ni de la consecuencia de un esfuerzo, sino de un don, una gracia.
Entre las últimas instrucciones de Jesús a sus discípulos antes de la Ascensión está: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra” (Hch 1,8).
En la narración de Pentecostés, ante la dificultad de expresar adecuadamente lo sucedido, san Lucas utiliza en dos ocasiones el término “como”: “De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos” (Hch 2,2-3).
Las palabras no logran expresar adecuadamente la magnitud del acontecimiento. La consecuencia es decisiva: “Se llenaron todos de Espíritu Santo” (Hch 2,4).
El Espíritu Santo que, viniendo del cielo, llenó invisiblemente el corazón de los apóstoles, sigue llenando por dentro a los creyentes, acrecienta su fe e inflama sus corazones.
El Espíritu Santo impulsa la vitalidad misionera de la Iglesia, cualifica a los cristianos para ser testigos. Su presencia no es superficial, ni momentánea, ni siquiera intermitente. Él da consistencia al universo.
El Espíritu Santo habita en nosotros, vivifica nuestros cuerpos mortales, viene en ayuda de nuestra debilidad, intercede por nosotros con gemidos inefables, derrama abundantemente sus dones. Hemos de esforzarnos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz.
“Nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!", sino por el Espíritu Santo” (1 Cor 12,3). Quienes se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios.
Recibid mi cordial saludo y mi bendición.
+ Julián Ruiz Martorell
Obispo de Sigüenza-Guadalajara