Nuestra parroquia, la que tengamos más cercana, quizá la de nuestro barrio, o donde vayamos habitualmente a misa. ¿Qué vemos? Una construcción más o menos reciente, o que puede tener varios siglos, y con un determinado valor artístico.
Pero ese lugar, ese edificio, es la casa del Señor y de su Pueblo, que se congrega para celebrar los misterios de la fe y experimentar la fraternidad cristiana. Las piedras de antaño o los ladrillos de hoy son exponentes de una gran cantidad de historias personales y comunitarias.
Allí se han dado y se continúan realizando multitud de acontecimientos de fe, esperanza y caridad que se viven a diario durante todo el año. Se celebra el gozo de las uniones esponsales, las reuniones de las familias cristianas cuando alguno de sus miembros recibe un sacramento. También cuando despiden con esperanza a los seres queridos. Asimismo, son espacios eucarísticos, de oración y encuentro para todos. Igualmente es referencia para tantos jóvenes y adultos que buscan una respuesta al sentido de sus vidas.
Pasamos de lo visible a lo invisible porque los edificios, las iglesias, nos descubren el rostro de los que forman parte de ella. Nuestras parroquias deben ser, por eso, lugares de acogida, de creatividad, siempre como una madre de brazos abiertos para recibir a todos y no excluir a nadie. La Iglesia no es una historia pasada, sino un acontecimiento vivo.
Vamos a cuidar nuestra parroquia, siendo lo que somos, «piedras vivas del templo de Dios», unidos a nuestra diócesis. Como dice el papa Francisco: una diócesis es una familia dentro de la gran familia que es la Iglesia.
Fuente: www.conferenciaepiscopal.es