Misa Crismal 2019

 

En esta celebración eucarística, además de proceder a la consagración del Santo Crisma y a la bendición de los óleos que, si Dios quiere, utilizaremos durante el próximo año en la celebración de los sacramentos, los sacerdotes somos invitados a profundizar en el sentido de nuestra consagración al Señor mediante la renovación de las promesas hechas ante el Obispo y ante el pueblo de Dios el día de nuestra ordenación.

En las lecturas, que hemos proclamado, contemplábamos a Jesús, que se presenta como el ungido por el Espíritu para evangelizar a los pobres, curar los corazones desgarrados, anunciar la liberación a los cautivos, poner en libertad a los oprimidos, devolver la vista a los ciegos y proclamar el año de gracia del Señor. Cuando contemplamos la vida y la obra del Maestro, vemos que este programa lo ha cumplido a la perfección.

Con la misma efusión del Espíritu Santo en los sacramentos del bautismo, de la confirmación y, posteriormente, en la ordenación sacerdotal, los presbíteros hemos sido también ungidos y enviados al mundo para mostrar y ofrecer con obras y palabras a Jesucristo como el Señor de la historia y como el único salvador de los hombres. Sólo Él pueden ofrecer liberación y plenitud de sentido al ser humano en todas las circunstancias de la vida.

El papa Francisco, en la homilía de su primera misa crismal, nos recordaba a los sacerdotes que la unción no era para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardásemos en un frasco ya que se pondría rancio el aceite…y amargo el corazón. “Hemos sido ungidos, para servir al Pueblo de Dios; nuestro sacerdocio es, por tanto, ministerial, en el sentido más auténtico de la Palabra. El sacerdote es, ante todo, el ser para los demás. Por eso, la Iglesia y, de forma especial, el ministerio ordenado, vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusora”.

Ahora bien, la experiencia nos dice que sólo podremos ser para los demás y brindarles misericordia, si antes descubrimos que Dios nos precede con su amor eterno, un amor que se manifiesta ante todo en la muerte salvadora de Jesucristo. Sólo desde este amor primero, al que hemos de volver siempre, podremos desarrollar el ministerio presbiteral y experimentar la dicha de ser pastores que viven y actúan con el gozo de saberse amados, sin angustiarse ante el futuro.

Volver a este amor primero del Señor hacia cada uno de nosotros por medio de la oración, de los ejercicios espirituales y de la participación fervorosa en los sacramentos, tiene que ser nuestra constante preocupación para no olvidar nunca que somos llamados y enviados por Jesucristo. La conciencia de misión, el celo apostólico y el ardor misionero los pone El en nosotros. Nunca son el fruto de nuestros esfuerzos personales.

Las primeras manifestaciones de este encuentro con el amor de Dios han de ser la alegría y la paz que brotan en el corazón de quien se sabe querido, amado y perdonado por Él. Cuando la tristeza, el desánimo y el miedo se apoderan de nosotros es porque nos buscamos a nosotros mismos o confiamos más en los propios conocimientos y esfuerzos que en la fuerza sanadora de la gracia y en la acción constante del Espíritu Santo.

Jesús, que nos ha llamado a cada uno al ejercicio del ministerio, ha de ser siempre la referencia obligada para descubrir la voluntad del Padre, su querer para nosotros y para nuestro mundo en medio de las dificultades y oscuridades del momento presente.

Esto nos obliga a vivir y actuar con la convicción de que el mundo no lo salvan nuestras acciones o nuestros proyectos pastorales, aunque estos sean muy buenos, sino la fidelidad a la voluntad del Padre. Por lo tanto, hoy no basta tener fe, sino que es necesario vivir de la fe. Desde esta fe en Jesucristo, muerto y resucitado, quisiera compartir con vosotros el profundo dolor y la pena insoportable que produce en cada uno y en toda la Iglesia la ola de escándalos provocados por sacerdotes y obispos, de los que los medios de comunicación nos ofrecen noticias.

Pero, al mismo tiempo, como nos recordaba el Santo Padre recientemente: “¡No nos desanimemos! El Señor está purificando a su esposa y está convirtiéndonos a todos. Nos está haciendo experimentar la prueba para que comprendamos que sin Él somos polvo. Nos está salvando de la hipocresía y de la espiritualidad de las apariencias”.

La invitación a una nueva evangelización o a una nueva etapa evangelizadora es siempre actual en la misión de la Iglesia y, por tanto, en la misión de los presbíteros. Pero no podremos llevarla a cabo, si no nos identificamos y seguimos al Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas y que nos recuerda que sin Él nada podemos hacer, porque sólo Él es el camino, la verdad y la vida para llegar al Padre.

Pertenecemos a un Iglesia, que debe estar siempre en estado de misión para no enfermar por encerrarse sobre sí misma, buscando la comodidad o la seguridad. En esta salida constante al mundo para encontrarnos con los hermanos, especialmente con quienes viven en las últimas periferias existenciales, tenemos que revisar siempre la vivencia de la comunión entre nosotros y con los restantes miembros del Pueblo de Dios.

Sabemos muy bien que la comunión es un don que hemos de pedir confiadamente, pero sin olvidar que, para nosotros, los presbíteros, la comunión y la vivencia de la íntima fraternidad sacerdotal, tienen su origen y fundamento en el sacramento del orden y que, como todas las actividades ministeriales son, al mismo tiempo, “don” y “tarea”.

Si hemos recibido el encargo de cuidar de cada persona, con mucho más motivo hemos de cuidar de aquellos hermanos, a los que, en virtud de la ordenación, nos une un mismo vínculo sacramental. Hoy, más que nunca, es preciso que nos cuidemos unos a otros y que nos acompañemos para no caer en el individualismo, en la apatía y en el desánimo. No hemos sido ordenados para actuar como llaneros solitarios, sino como miembros del único presbiterio de la diócesis congregado en torno al Obispo.

Para acrecentar la comunión y para concretar la íntima fraternidad sacerdotal, hemos de favorecer mucho más las formas de vida común: la oración, el trabajo pastoral e, incluso, el tiempo libre. El Señor nos llama a todos los bautizados a hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión. El mismo ora por nosotros y con nosotros para que seamos uno con Él, como Él lo es con el Padre y solo a partir de este testimonio de comunión, el mundo podrá creer en Él como el enviado del Padre.

San Juan Pablo II nos recordaba en su día que esta vivencia de la comunión es imposible sin una espiritualidad de la comunión que, a partir de la contemplación del misterio trinitario, nos impulsa a acoger a cada hermano, no como un competidor, sino como alguien que nos pertenece. Sin esta espiritualidad y vivencia de la comunión, los organismos de comunión y las programaciones pastorales pueden ser máscaras que incapacitan para el cumplimiento de la misión evangelizadora.

Estamos celebrando el año Jubilar con motivo de los 850 años de la apertura al culto católico de nuestra Catedral y, al mismo tiempo, estamos dando los primeros pasos en la realización del Sínodo Diocesano. Estos dos acontecimientos eclesiales son un regalo de Dios para nuestra diócesis y para cada uno de nosotros, si actuamos desde la humildad, desde la comunión entre nosotros y desde la corresponsabilidad pastoral con todos los miembros del Pueblo de Dios.

Al pensar en el desarrollo de estos dos acontecimientos eclesiales, ante todo hemos de contemplarlos como espacios para escuchar la voz del Espíritu, para la búsqueda de la voluntad de Dios, para el discernimiento pastoral y para la vivencia de la fraternidad entre nosotros y entre los restantes miembros del Pueblo de Dios.

En el ejercicio de nuestro ministerio y en cualquier actividad eclesial, no debe faltar una mirada tierna y agradecida a la Santísima Virgen, la Madre de la misericordia, para aprender de Ella a ser misericordiosos con todos, comenzando por los que tenemos más cerca, por los fieles de nuestras comunidades y por los hermanos en el ministerio. Que María interceda por nosotros ante su Hijo y nos conceda abundantes vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.

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