Peregrinación a Roma en el día dedicado a Nuestra Señora, en el año jubilar de la Misericordia, 8 y 9 de octubre de 2016
Por Ángel Moreno de Buenafuente
(Vicaría para la Vida Religiosa)
Es difícil expresar la emoción que se siente cuando, sin previo aviso, te embarga la presencia de María, al sentir el cariño maternal de la Virgen, y percibir como el mundo entero está bajo su manto entrañable y materno.
Al participar de la Vigilia de Oración en honor de la Virgen y ver desfilar a tantas naciones con diferentes imágenes y advocaciones de Nuestra Señora, pude palpar el amor que inspira la Madre de Jesús en todos los pueblos.
No es explicable, ni lógico, el sentimiento íntimo por el que se llega a percibir de manera personal que Ella, la Virgen Madre, te conoce, te quiere, intercede por ti, ha comprometido su palabra de ser compañera de camino.
En la misa del domingo, presidida por el papa Francisco, escuchábamos atentamente sus palabras, cómo hay que ser agradecidos, a la manera del leproso samaritano, pero sobre todo como lo fue María con el canto del Magnificat.
Entono mi acción de gracias al Señor, porque me ha dejado sentir la seguridad de que estoy en manos de su Madre, y lo he sentido en pequeñas florecillas del camino, como han sido los encuentros con amigos, que no imaginaba verlos, y sobre todo por el momento en el que después de la Eucaristía, cuando el Papa, de manera inesperada se ha puesto a saludar a los sacerdotes, y al pasar a mi altura, nos hemos quedado los dos mirándonos, y sin decir palabra, me ha extendido su mano, que he abrazado sumergido en el privilegio del don que estaba recibiendo.
Y al salir del Sacrato, y pasar delante del icono más venerado de la Virgen en Roma, he podido obtener una rosa blanca, que llevaré de obsequio a las monjas de Buenafuente.
Sé que lo importante es el día a día, y la permanencia en el deseo de seguir a Jesús, pero no puedo silenciar la Providencia divina, que me hace sentir históricamente su acompañamiento.
A la manera del samaritano del evangelio proclamado este domingo XXVIII, le pido a Dios quedar limpio, y a la vez le agradezco las veces que ha derramado sobre mí su misericordia.