Por Jesús de las Heras Muela
(Sacerdote y periodista)
«Capivaras es uno de los treinta poblados o “capelas” que atiende Práxedes Santos García desde su misión de Maracás, en Bahía, Brasil, acompañado por otros dos sacerdotes, Cualquiera de estas “capelas” alberga una población mayor a la de cualquiera de nuestros anejos. En Capivaras, hay en torno a un millar de habitantes. No hay luz eléctrica y sus caminos y calles están sin pavimentar. Hay, sí, una maestra, a quien adeudan el salario de varios meses. Capivaras es un pueblo de palmeras, de tierra y de estrellas.
Novena en honor del Bom Jesús de Capivaras
Es la noche del viernes 28 de julio pasado (1995). A las 20:30 horas, Práxedes tiene citados a los habitantes de Capivaras, poblado distante de Maracás a casi una hora en coche, tras un serpenteante camino de curvas y de baches, hacia la montaña. Es el primer día de la novena del patrón del poblado, de la novena al Bom Jesús de Capivaras, con fiesta el 6 de agosto.
Todos estos pueblos hacen preceder sus fiestas de un solemne novenario, bien preparado y bien celebrado, cantado y predicado. Este año, la vida y los sacramentos son los temas principales del novenario.
Llegamos, por fin, a Capivaras. La tarde hace ya tres horas que ha caído y la noche ofrece su faz inconfundible, mientras que el poblado expande una tibia y tenue luz: no hay luz eléctrica y un generador de gasoil “hace” la luz todos los días hasta las 21 horas, pero hoy, como estamos de novena, habrá luz hasta las 11 de la noche.
En el centro del poblado, en el corazón, pues, de Capivaras, emerge la capilla, el templo, la iglesia. Está recién encalada y pintada de azul. Es el regalo anual que el pueblo hace para la novena y fiesta de su Bom Jesús. Práxedes nada más aparcar el coche –un verdadero, aunque modesto y hasta vetusto, todoterreno- se dispone a tocar la campana, la única campana del pueblo y de la capilla. Es una campana exterior, manual y algo desafinada, pero todavía con la suficiente fuerza cómo para convocar a la comunidad. Varias palmeras rodean el pequeño templo, mientras la noche se viste de estrellas.
Práxedes toca la campana y acuden prestos, presurosos y risueños los primeros niños. Pronto descubro que Práxedes quiere a los niños y los llama por sus nombres y que estos niños le quieren a él y le llaman padre. Esta imagen es la que tantas había imaginado de la misión y mientras siguen llegando gentes, revestidas de humildad y de alegría, y compruebo, de nuevo, que hay “feeling” (filin) entre el pastor y su grey.
Comienza la celebración. Pasan algunos minutos de la nueve de la noche, pero todos tienen claro que, aunque no hay prisa, esta ha de concluir antes de las 11 de la noche, cuando la luz del generador del gasoil se apague y se “haga” de nuevo la noche.
Sigo pensando que esta es una imagen de la misiones que tantas veces imaginé, impresión que queda corroborada durante las casi dos horas de gozosa, festiva y piadosa celebración. El padre, Práxedes, desgrana todo el amor, toda la paciencia, toda la persuasión de la que es capaz –que avala después con su vida y testimonio- para hacer comprender lo que es un sacramento, lo que significa y las responsabilidades que contraemos ante ellos, ante este contrato de gracia de Dios que es siempre un sacramento.
Su celo pastoral, el del padre, el de Práxedes, me causa honda impresión (y su recuerdo perdura en mí en el tiempo, como ahora, casi 22 años después, en la hora de su muerte).
Acaba la celebración. Son cerca de las 23 horas. Vuelve la noche a Capivaras. Ya solo las estrellas y las luces del coche del padre Práxedes alumbran el horizonte. ¿Solo? También aquella comunidad y el testimonio de aquel pastor, de aquel misionero. Regresamos a Maracás, mientras el sonido de la campana de Capivaras sigue resonando en mi corazón como una de las mejores enseñanzas de mi estancia en Brasil».
Veintidós años después
Escribí, hace veintidós años, este texto para EL ECO (fue publicado con fecha de 26 de noviembre de 1995, dentro de una serie de otros nueve artículos sobre un viaje mío a Brasil), del que ahora apenas he hecho otra cosa que transcribirlo. Fue a mi vuelta de un viaje a Brasil de casi un mes de duración. Durante aquellos días compartí la misión de Práxedes y las de sus compañeros Leandro Sánchez y Miguel Torres. A partir de entonces, se cuentan con los dedos de la mano las veces que me he vuelto a encontrar con Práxedes. Pero el recuerdo permanece inalterable y agradecido.
Práxedes Santos fue un cura de cuerpo entero, de enjuto y extremadamente delgado y débil cuerpo, pero con un corazón de oro. Fue un misionero de raza y la Providencia le acaba de regalar morir en la misión y ser enterrado en ella.
Práxedes vivió su sacerdocio misionero de opción preferente por los pobres sin alharacas y sin ideologías baratas. Optó por los pobres, siendo él pobre. Y hasta casi vestía y vivía como ellos. No sé si predicaba habitualmente de la humildad, de la austeridad y de la cercanía, pero él era humilde, austero y cercano. Antes de demandar ser querido, él quería sin buscar recompensar. Quienes lo conocieron más de cerca, avalan su piedad y su caridad y cómo era capaz de entregarse a los demás a cambio tan solo de poder así hacer un hueco en sus vidas al mensaje del Reino y del Señor, el Bom Jesús.
¡Descansa en paz, amigo y maestro Práxedes! Las campanas de Capivaras, de Maracás, de Jequié, de Abaetetuba (singularmente de tu parroquia en Tailandia do Pará, donde has sido enterrado), de tu natal Santovenia del Esla, de tus queridos Huertahernando, Escamilla y demás pequeños que serviste en nuestra diócesis y hasta de Sigüenza (donde vive un sobrino tuyo) tocan por ti, tañen por ti. No es a lamento o a clamores. Es a gratitud, a acción de gracias, a plegaria y a misión. ¡Y ojalá que también resuenen en nosotros para entregarnos a la misión, a la misión nuestra de cada día, con el amor y la sencillez que tú nos testimoniaste durante tus casi 50 años de sacerdocio!