Jesús de las Heras Muela
(Deán de la catedral de Sigüenza, sacerdote y periodista)
Es la luz de la oración, la penitencia, la eclesialidad, la sacramentalidad y la misión
He peregrinado a Fátima en, al menos, ocho ocasiones (1976, 1988, 1993, 1994, 1996, 1998, 2005 y 2009). Siempre lo he hecho acompañado de peregrinos. Y siempre he sentido la reconfortante intuición y hasta la certeza de que Dios está aquí, en Fátima.
En estas peregrinaciones, he podido comprobar como través de la oración, la penitencia, la eclesialidad y los sacramentos, Fátima es un faro de luz y de esperanza en medio de la noche.
Cinco mensajes en uno
Evocando Fátima e hilvanando mis recuerdos de la historia y significado del lugar y mis anteriores experiencias de peregrino “fatimista”, creo que el mensaje central de Fátima y de su íntima conexión con el Evangelio, en su reiterada y siempre nueva llamada a la oración y a la penitencia, los dos primeros y claves elementos y aspectos de Fátima, recién citados: oración y penitencia.
Hay un tercer elemento capital de Fátima. Es la eclesialidad en todas sus dimensiones, tanto como icono de la Iglesia peregrina, de la Iglesia pueblo, de la Iglesia de sus pastores. En cuarto lugar, Fátima es “mesa de gracia”, caudal de gracia, especialmente por su prolífica y constante administración de los sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía.
Y, por último y englobando los aspectos anteriores, Fátima cuenta como símbolo dominante y aglutinador, la idea de la luz, expresada, ante todo, en el llamado rosario de antorchas que todas las noches surcan el santuario, se eleva como el mejor incienso en la presencia del Señor.
¿Qué es la luz de Fátima?
La luz de Fátima es una luz que traza, en medio de la noche, un reguero luminoso de vida y de esperanza y se erige como un potentísimo, consolador y esperanzador faro en medio de las derivas y de las tinieblas del secularismo galopante y de la apostasía práctica o militante.
El simbolismo de la luz, de Fátima, en el que cabe todo su mensaje evangélico, es, dicho queda, oración, es penitencia en medio de la noche siempre fresca en Fátima, es eclesialidad —¡y de qué modo: imagen de la Iglesia peregrina, imagen de la Iglesia Pueblo Santo de Dios, imagen de la Iglesia camina junto a sus pastores, imagen de la Iglesia que tiene su fuente y su cumbre en el Señor de la Eucaristía y de la Pascua!—, es sacramentalidad y vida sacramental, al menos en anticipo y en promesa…; es testimonio, apostolado y transmisión. Era, es sí, luz, luz de Fátima.
Pensemos los peregrinos de Fátima, por ejemplo, cada gesto que realizamos en la procesión de las antorchas. Desde que encendemos nuestra vela, junto a los otros peregrinos que la encienden también a la par que nosotros. Cuando se nos apaga y necesitamos la ayuda del otro para volver a encenderla. Cuando comprobamos como, al comienzo, nuestra sola vela apenas alumbra, pero como junto a las demás forma una gran llamarada y cómo juntos se ve más, se ve mejor, se aclara y se acelera el camino.
Y sigamos evocando y recordemos lo que la luz es y significa cuando se nos cae de las manos cualquier gota de cera, que el camino y el viento inevitablemente hacen esparcir, al igual que siempre acontece en el camino de la vida con la vida misma…
Hagamos también memoria cómo cuando, concluida la celebración, marchamos al lugar preparado en la explanada del santuario para consumir las velas y entonces nuestras velas se juntan con cientos de velas más de cientos de anónimos peregrinos y nuestras plegarias se unan a las de ellos y se consuman en ofrenda de alabanza y de impetración al Dios que es amor… Y cuando descubrimos así que esta es una hermosita forma y símbolo de verdadera solidaridad.
La antorcha, la luz que llevamos en Fátima es una antorcha, pequeña, sencilla, humilde, además en las manos débiles y hasta temblorosas y en las vasijas de barro de nuestra humanidad. Sí, pero, al fin y al cabo, una antorcha. Y la antorcha habla siempre de relevo y de anuncio. Del relevo recibido y del relevo a dar. Nosotros hemos recibido este relevo, esta antorcha. Y nosotros hemos, a su vez, de entregarlo, de devolverlo a las próximas generaciones.
Un relevo, que es anuncio, que es transmisión, que es gozoso deber evangelizador y que nos corresponde realizarlo con el amor y la vigorosidad con que lo hemos recibido de las generaciones que nos precedieron.