Por Alfonso Olmos
(director de la Oficina de Información)
Al poner titular a estas palabras que escribo a primeros de julio, no pienso solo en los fuegos que ya han asolado parte de nuestra geografía peninsular, ni a los que dejarán, por desgracia, arrasadas grandes extensiones de terreno por culpa de malas gestiones políticas, intereses económicos de algunas personas y descuidos imperdonables.
La palabra incendio hace referencia a lo que arde, interna y externamente. Internamente podemos sentir fuego cuando tenemos una pasión impetuosa como el amor o la ira. Externamente, por culpa de esas mismas pasiones, podemos provocar conatos de incendio que, en ocasiones, pueden ser sofocados rápidamente o, por lo contrario, perdurar en el tiempo.
Además hay fuegos incontrolables. Los que se provocan a altos niveles. Los que mantienen “sofocada” a gran parte de la población de nuestro país. Algunas declaraciones de representantes de diversas instituciones o partidos políticos son incendiarias: les avala la libertad de expresión. Pero cuando vemos que esas manifestaciones se convierten en hechos visibles, lo que algunos califican de simples hechos reivindicativos, otros constatamos, con inquietud, que son agresiones a la libertad de conciencia y de expresión de la fe. Nos estamos acostumbrando a que así sea.
Nos queda poner, de nuevo, la otra mejilla. Los cristianos, temerosos de ser tachados de intolerantes, tímidamente alzan la voz. Ahí andamos, entre la pasión que nos pide una respuesta enérgica a los hechos vandálicos (o a los ataques continuos de corrientes ideológicas inmersas en nuestra sociedad, que embisten frontalmente a la fe cristiana), y el apagar fuegos con serenidad, y buscando la concordia, para que el incendio no se extienda más de lo necesario. Será bueno, si llega el caso, recordar tantas palabras de Jesús invitando al sosiego, la misericordia y el perdón.