La funda

José Ramón Díaz-Torremocha

(Conferencias de San Vicente de Paúl de Guadalajara)

 

 

Quienes tuvimos la suerte de entrar en una Conferencia desde muy jóvenes, hemos recibido multitud de ejemplos de los consocios  mayores que nos han servido para nuestro caminar, primero como muchachos y más tarde, ya como adultos. Hemos recibido mucho bien. Nos han ayudado a formarnos. A ser mejores. He escrito en otras ocasiones, también sobre la responsabilidad de los consocios mayores, en la propia educación de los que se incorporan a una Conferencia. Ya sean jóvenes o mayores. La Conferencia, no es sólo darse a los que sufren es, antes de cualquier otra cosa, darse a los consocios y vivir con ellos una cierta, vivida y firme espiritualidad en comunidad. 

Igual que aquellos doscientos consocios, que se dieron entre ellos fraternidad y amistad y a los que los historiadores más modernos, señalan como los verdaderos fundadores colegiados de las Conferencias de San Vicente de Paúl. Aquellos consocios que nos precedieron, no solamente nos enseñaron cómo debíamos comportarnos moralmente con los que sufrían y a los que intentábamos llevar personalmente, el consuelo con nuestra acción colegiada. También y como base fundamental de la pobre ayuda que pudiéramos ofrecerles, era fundamental primero el encuentro fraterno, entre los consocios de cada Conferencia. Sin ese encuentro, sin que exista esa verdadera comunidad cristiana que reza unida y se entrega unida, creo poder afirmar que no existe Conferencia de San Vicente de Paúl. 

Volviendo al principio y como una prueba de todo lo que aprendíamos en la Conferencia, allá en aquellos tiempos casi remotos de mi juventud, me va a permitir el querido lector, contarle la historia de Don Joaquín y su “funda”. 

Primero una pequeña descripción de la Conferencia que nos acogía. Todos eran profesionales de prestigio con alguna excepción: la de Don Joaquín y la mía. Era un grupo vicentino de una gran solera. Que vivía, conjuntamente, comunitariamente, una gran espiritualidad. Pero en cuanto a atender a las necesidades materiales de nuestros amigos en necesidad, eran tantas entonces, que a duras penas alcanzábamos a atenderlas. Cuando las alcanzábamos, cuando podíamos hacer frente a casi todas, era gracias a la “funda” de Don Joaquín. 

Este consocio, que jamás ocupó ningún servicio destacado en la Conferencia, de esos que a veces llamamos pomposamente cargos y que no deben ser otra cosa más que cargas, jamás ocupó ninguno por pura modestia. Profesionalmente, era nuestro consocio Don Joaquín, un simple representante de esos que tantas veces vemos en los comercios, intentando vender las mercancías que representan. Vivía con lo justo. A veces, estirando sus magros ingresos con esfuerzos cercanos al milagro. Todos en la Conferencia, tenían una mejor posición económica que él. Sin embargo, he indicado más arriba, cómo en muchas ocasiones llegábamos a poder ayudar a los que carecían de todo gracias a él. Mejor dicho: gracias a su “funda”. 

Me parece estarlo viendo al llegar a la reunión y también las caras del resto de los consocios esperando el “milagro” de cada semana. Sin la menor pretensión, casi a escondidas, depositaba su “funda” sobre la mesa de la reunión e iba a ocupar su sitio para desde él, unirse a la oración, lectura espiritual y consiguiente meditación en común, compartida. Compartida en fraternidad. Después de todo ello, el Tesorero de la Conferencia casi con devoción, iba vaciando la “funda” en medio de la expectación de todos. Nunca llegué a acostumbrarme al “milagro”. De la funda salían billetes que podían triplicar, cuadruplicar o aún más, el contenido de la colecta secreta que realizábamos. La funda, era una viejísima funda de gafas. ¿Cómo era posible aquel ritual repetido una y otra semana, en alguien que vivía muy modestamente? 

Teniendo ya más confianza con él a través de los años, un día le pregunté cómo lo lograba. Me miró y con una media sonrisa que recuerdo perfectamente, me dijo casi textualmente: “El amor hace maravillas. Las hace donde menos las esperas”. 

Don Joaquín, profundizando en su explicación, contaba que en cada sitio en el que entraba a vender sus marcas representadas, hablaba siempre de las personas a las que atendía la Conferencia y de sus necesidades. También de la falta de fuerzas de la Conferencia, para poder llegar a cubrirlas todas. A la vez y con la misma discreción con la que la depositaba en la mesa de la Conferencia, dejaba sobre el mostrador del comercio o de la industria que visitase aquel día, su vieja funda de gafas y siempre, siempre, sus clientes, comprasen o no, algo dejaban en la vieja funda para los pobres. Para los que sufrían. 

Contaba Don Joaquín que a veces, muchas, se iba sin vender nada, pero nunca sin nada en la funda. Siempre “caía” algo, decía de manera muy castiza. También contaba que en ocasiones, cuando tardaba en pasar por algún comercio de su recorrido o de alguna de sus empresas clientes, alguno le llamaba echando de menos la vieja funda más que a él mismo. Continuamente hablaba de Dios a todo el mundo y comentaba cómo notaba que aquellos que le escuchaban, lo hacían siempre con atención. Decía que el hombre tenía necesidad en los ambientes comunes, de que se introdujera al Señor en las conversaciones. Introducirlo con naturalidad, sin excesos. Humildemente.  Que no era sólo en la Iglesia donde había que hablar del Buen Dios. Que había que llevarlo a todos los ambientes pues “siempre nos acompañaba” decía con el mayor convencimiento. Y como es natural, también comentaba sobre los preferidos del Señor a los que teníamos la obligación de atender. Era una llamada a la ayuda que siempre era escuchada. No podía dejar de recordar mientras le oía, aquella orden del Deuteronomio (6,7) Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y diligentemente las enseñarás a tus hijos, y hablarás de ellas cuando te sientes en tu casa y cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes”. Alguno de aquellos amigos que le ayudaban, que nos ayudaban, se unieron a la Conferencia arrastrados por el genio y el carisma de Don Joaquín. Por su ejemplo. 

Hace unos años, leyendo la “Deus Caritas Est”, recordé aquellas conversaciones con Don Joaquín, cuando el benemérito Benedicto XVI nos recuerda: 

“Con frecuencia, la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios. Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor”. (“Deus Caritas Est 31C) 

Hay que hablar de Dios. Hay que hablar de quienes mejor lo representan: los que sufren. No podemos hablar de Dios de una forma descarnada. Él está muy presente entre nosotros. Hasta puede usarse una vieja funda de gafas, para hacerlo presente. Para recordarlo. 

María, sin duda, ayudará siempre a los grupos de cristianos que quieren encontrar a su Hijo, al Hijo de Dios, encarnado en los hermanos que sufren. Como, con sus palabras y sus actos, lo “predicaba” Don Joaquín a los consocios de mí Conferencia de juventud.

 

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