José Ramón Díaz-Torremocha
(Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)
Leía en el Evangelio que Dios vendrá a por ti “como un ladrón” nos dice el Sagrado texto. Evidentemente, el Buen Dios quiere que estemos preparados pues no sabemos ni el día ni la hora en la que nos llamará a Su presencia.
Será el momento de dar cuenta de lo que hemos hecho de nuestra vida, después de haber conocido e intentado vivir, los consejos que Él mismo nos dejó a lo largo de su vida pública y recogidos en el propio Evangelio.
¿Qué será de nosotros llegado ese momento? ¿Qué será de mí? ¿Qué habrá sido de todos aquellos que he querido y que me han precedido en esa última y definitiva comparecencia?
He tenido la enorme gracia de haber sido educado en el Amor de Dios y no sólo en su temor como les ocurrió a la mayoría de mis amigos de la niñez. Recuerdo bien cómo en el Colegio, sorprendía mi sorpresa cuando al hacer alguna trastada, alguien muy serio y también con enorme seriedad y convencimiento, nos decía aquello de: “Dios te va a castigar y ya verás la que te espera” La sorpresa de mis amigos era mi afirmación, en secreto a los más amigos, sin saber muy bien lo que decía, que aquello “no era lo que decía mi madre” y que no me lo creía. No sabía, no tenía entenderas para poder ir más allá.
Un día, la madre de uno de aquellos de mis compañeros a quién recuerdo perfectamente por su nombre y apellidos, “me pilló” en la puerta del Colegio y me sometió a un implacable tercer grado. Siempre he creído que me estaba esperando. Que no fue por casualidad el encuentro.
¿Pero niño que le estás metiendo en la cabeza a mi hijo? me dijo. Me sentí con el azoramiento que el buen lector puede suponer, pero cuando me explicó el motivo, no dudé un solo segundo en contarle lo que me decía mi querida madre.
Cuando hago algo, algo malo, comencé a explicarme como pude, mamá me lleva ante el Cristo de su habitación y me pregunta si deseo hacerle sufrir más a Aquel que desde la cruz del sufrimiento, parecía mirarnos fijamente. Jamás me habló de aquellas “tenebreces” que oía en el Colegio o aún peor. Me hacía ver como mis “trastadas”, aumentaban al sufrimiento de Aquel que ya estaba sufriendo. Pero según fui creciendo, había dudas y temor en mi corazón cada ver que pensaba en mis postrimerías: muerte, juicio, infierno y gloria tal y como se presentaban entonces. ¿Qué haría el Buen Dios conmigo?
Años después, el temor fue cediendo en principio cuando conocí lo que San Hilario, Padre de la Iglesia, nos dejó escrito sobre el temor de Dios y que no me resisto a dejar de recoger. Decía San Hilario:
“¡Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos! Hay que advertir que, siempre que en las Escrituras se nos habla del temor del Señor, nunca se nos habla de él solo, como si bastase para la perfección de la fe, sino que va siempre acompañado de muchas otras nociones que nos ayudan a entender su naturaleza y perfección; como vemos en lo que está escrito en el libro de los Proverbios: Si invocas a la inteligencia y llamas a la prudencia, si la procuras como el dinero y la buscas como un tesoro, entonces comprenderás el temor del Señor.
Vemos, pues, cuántos pasos hay que dar previamente para llegar al temor del Señor. Antes, en efecto, hay que invocar a la inteligencia, llamar a la prudencia, procurarla como el dinero y buscarla como un tesoro. Así se llega a la comprensión del temor del Señor. Porque el temor, en la común opinión de los hombres, tiene otro sentido.
El temor, en efecto, es el miedo que experimenta la debilidad humana cuando teme sufrir lo que no querría. Se origina en nosotros por la conciencia del pecado, por la autoridad del más poderoso, por la violencia del más fuerte, por la enfermedad, por el encuentro con un animal feroz, por la amenaza de un mal cualquiera. Esta clase de temor no necesita ser enseñado, sino que surge espontáneo de nuestra debilidad natural. Ni siquiera necesitamos aprender lo que hay que temer, sino que las mismas cosas que tememos nos infunden su temor.
En cambio, con respecto al temor del Señor, hallamos escrito: Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Así, pues, el temor de Dios ha de ser aprendido, ya que es enseñado. No radica en el miedo, sino en la instrucción racional; ni es el miedo connatural a nuestra condición, sino que consiste en la observancia de los preceptos, en las obras de una vida inocente, en el conocimiento de la verdad.
Para nosotros, el temor de Dios radica en el amor, y en el amor halla su perfección. Y la prueba de nuestro amor a Dios está en la obediencia a sus consejos, en la sumisión a sus mandatos, en la confianza en sus promesas. Oigamos lo que nos dice la Escritura: Ahora, Israel, ¿qué es lo que te exige el Señor, tu Dios? Que temas al Señor, tu Dios, que sigas sus caminos y lo ames, que guardes sus preceptos con todo el corazón y con toda el alma, para tu bien.
Muchos son los caminos del Señor, aunque él en persona es el camino. Y, refiriéndose a sí mismo, se da a sí mismo el nombre de camino, y nos muestra por qué se da este nombre, cuando dice: Nadie va al Padre sino por mí.
Por lo tanto, hay que buscar y examinar muchos caminos e insistir en muchos de ellos para hallar, por medio de las enseñanzas de muchos, el único camino seguro, el único que nos lleva a la vida eterna. Hallamos, en efecto, varios caminos en la ley, en los profetas, en los evangelios, en los apóstoles, en las distintas obras mandadas; dichosos los que, movidos por el temor de Dios, caminan por ellos”.
Pero, si a pesar de lo transcrito más arriba, a algún querido lector le sigue preocupando el temor de Dios, temor a lo “humano” le aconsejaría que con calma y saboreando cada una de sus ricas enseñanzas, leyese de la Encíclica del Santo Padre Benedicto XVI, “Spe Salvi” la parte titulada “El Juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la Esperanza” (SS 41-48).
Si además, medita sobre la cercanía de María, “Estrella de la Esperanza” la llama el Papa, capítulo con el que el Santo Padre cierra su Encíclica, seguro que entenderá todo mucho mejor y procurará ser mejor por el Amor. No solo por un temor tantas veces irracional y puramente de características humanas y en absoluto espiritualmente transcendentes.
José Ramón Díaz-Torremocha
de las Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara