José Ramón Díaz-Torremocha
(Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)
Dentro de poco y gracias a que los años van pasando en las Conferencias al servicio de los consocios y de los que sufren, se acercan tiempos en los que algunas de las Conferencias de mi querida Diócesis de Guadalajara, deberán plantearse las renovaciones necesarias entre aquellos que las sirven en la tutela de las mismas: de las Presidencias, las Secretarías o las Tesorerías. Unas continuarán renovando la confianza en los consocios que lo hacen en estos momentos. Otras, se permitirán renovar la savia buscando seguir su caminada con renovadas fuerzas. Esas renovaciones, me han conducido al artículo de este mes pues son momentos delicados los que traen siempre los cambios. En todos los lugares.
Hace unos años comentábamos sobre determinado personaje público y sobre su supuesto adanismo. Había cierta juerga incluso, cuando se le veía intentar descubrir el Mediterráneo como si jamás hubiera existido y desde luego nadie lo hubiese navegado. Pero estaba en el mismo sitio hacía milenios y ese empeño en descubrirlo, a unos los llenaba de asombro y a otros de auténtica desolación. En la mayoría desataba un auténtico pitorreo, si el buen lector me permite esta expresión de calle.
No es ajeno este adanismo a nuestro día a día eclesial. Fundamentalmente en los laicos que acceden a responsabilidades en cualquier movimiento. También a veces en los oficialmente consagrados. Este defecto, que con aquel personaje teníamos poco que hacer para corregirlo, sí podemos hacerlo en Caridad o al menos intentarlo en nuestro ámbito. En el ámbito de la Santa Iglesia.
Esta especie – la adanista - es particularmente peligrosa dentro del Pueblo de Dios y de sus Instituciones, pues suele arrasar y crear graves confusiones en aquellos movimientos que llegan a servir dirigiendo, aunque ellos los llamen acceder a “cargos”. Todo lo anterior – lo que hicieron sus antecesores - está mal y entienden, quiero creer que con buena fe, que se necesitan nuevos aires y nuevas metas que deben suponer, en los casos de ellos, de los adanistas, prácticamente arrumbar todo lo anterior. Todo o casi todo, estaba mal hecho. Habían llegado para salvar lo que se les había confiado. Se consideran salvadores. ¡Señor qué peligro! Salvador sólo hay uno y solemos hacerle poco caso, maltratarle y ¡hasta seguimos crucificándole cada día!
Un buen amigo que llegó años atrás a un servicio de gran responsabilidad en la Iglesia, en una Institución que estaba ciertamente un tanto ajada, me decía que su primera prioridad era “renovar sin desolar”. Que le aterrorizaba, me seguía diciendo, pensar en el daño espiritual que una renovación descontrolada y muchas veces mal explicada, podía hacer en sus más veteranos compañeros de apostolado. Tenía razón sin duda, ¿se podía hacer creer a los más veteranos que todo lo que habían hecho, todo por lo que se habían esforzado, estaba mal hecho? A él le parecía lo más próximo a una falta contra la Caridad. Una crueldad.
Afortunadamente, todavía hay dirigentes servidores que entienden así las responsabilidades que se les confían: como un servicio primero a sus propios hermanos para fortalecerlos en su compromiso. Que además, saben no rodearse de colaboradores-jaleadores, que en todas partes cuecen habas y los buscan entre aquellos que, de manera razonada, pueden llevarles la contraria. Compañeros de viaje y de servicio que, en caso de existir arrebatos de la novedad por la novedad, les hagan comprender la irresponsabilidad y el daño que pueden causar algunas de sus decisiones y les frenan. He visto deshacerse magníficas Conferencias por la llegada de alguna persona de estas características: con la llegada de algún salvador.
(Continuará el mes próximo)