Por José Ramón Díaz-Torremocha
(de las Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)
(Viene del mes anterior)
Dentro de la Iglesia y de toda Institución que haya alcanzado una respetable existencia en cuanto a años de vida, se debe un respeto profundo a la Tradición que le ha permitido llegar hasta donde se encuentra. Con lo bueno y con lo menos bueno. Hay en particular un pueblo que siempre me ha impresionado por el respeto profundo a sus tradiciones y que sin embargo, es una de las sociedades, una de las naciones más adelantadas, abiertas y desarrolladas del mundo libre. Me refiero al Reino Unido de la Gran Bretaña.
No se trata, como es natural, de conservar todo lo anterior y rechazar todo lo nuevo. Esa actitud sería suicida y condenatoria, para el pueblo o institución de que se tratase. Sería condenarla al más rancio y peligroso inmovilismo. Sería condenar a la Conferencia, en nuestro caso, a prácticas rancias y sin recorrido alguno entre nuestros contemporáneos. Entre nuestros vecinos a los que pretendemos servir. A los “santos de la puerta de al lado” de los que nos habla el Papa en “porteña” frase afortunada.
Pero, olvidarnos del camino recorrido, de los ejemplos de vida que encontramos, de la experiencia de lo ya vivido, rechazar el conocimiento de esa senda ya conocida, de las trampas que nos surgieron mientras lo transitábamos y de cómo se remontaron, es casi igual de peligroso y en ocasiones hasta suicida.
Feliz del pueblo, feliz de la institución, feliz de la Conferencia, que desde el conocimiento de su historia, grande o pequeña, exitosa o lo contrario, se plantea las metas de su futuro y se encamina hacia ellas con la riqueza del respeto y del conocimiento de todo lo vivido.
Hay que cambiar las cosas. Hay que buscar la utopía. Sin duda. Pero amparados en lo ya conocido. Sabiendo que no se parte de cero. Sabiendo que llegamos tarde a descubrir el Mediterráneo. Que sólo debemos intentar navegarlo cada vez mejor.
Aceptando que lleva años siéndolo – navegado - y que no somos más que pilotos de una pobre nave y para una corta travesía que hemos de dejar, mejorada en sus Cartas de Navegación, para que los que nos sucedan, partan de allá donde otros lo dejaron con más seguridad. Sirviendo mejor a los “pasajeros” que se nos encomienden.
Siempre me ha impresionado María. Sabiendo a quien llevaba en sus brazos, que llevaba a quien iba a protagonizar la mayor revolución filosófica y teológica de todos los tiempos, sabiendo que portaba al Salvador del mundo, no dudó en cumplir con la Ley y presentar a su Hijo en el Templo al que sabía que iba a superar. Como una madre y un niño más, cuando en absoluto lo eran. Respetaron la Tradición y la Ley, cuando ambos, estaban por encima de ellas.
Mi padre, en un consejo tantas veces escuchado siendo niño y cuando ya no lo era tanto, siempre me aconsejaba recurrir a María tanto para darle gracias, como para suplicarle luz en los momentos importantes de la vida. Siempre, al iniciar cualquier nuevo proyecto, cualquier cambio que afecte a otros, volvamos la mirada a Ella. A la Madre.
Si alguno de los queridos lectores de estas líneas está próximo a acceder a cualquier servicio eclesial, (dentro o fuera de las Conferencias), o lo han hecho ya, le pido que lleve muy cerca de él o de ella a María. Será un seguro de buena caminada. Será el seguro de mirarla a ella y no a uno mismo y a los posibles éxitos personales.
Dejemos siempre que Ella nos conduzca. Especialmente en los momentos de cambios.
José Ramón Díaz-Torremocha
de las Conferencias de San Vicente de Paúl de Guadalajara