Por José Ramón Díaz-Torremocha
(Conferencias de San Vicente de Paúl de Guadalajara)
Él siempre lo tenía claro. Cuando se le felicitaba por cualquier cosa que hubiera hecho bien, en la mayoría de las veces beneficiando a alguien que lo necesitaba, su respuesta siempre era un tanto críptica: si salió bien será cosa del “orfebre”. Nunca respondía de otra manera. Ni se molestaba en dar las gracias por la lisonja que pudieran llevar las palabras que le habían dedicado. No era cosa suya, mérito suyo: era cosa y mérito del “orfebre”. Sus consocios, el resto de los miembros de su Conferencia, gente sencilla, no comprendían a qué se refería Jacinto y por el respeto que le profesaban, no se atrevían a preguntarle directamente para que aclarase a qué se refería siempre con lo del dichoso “orfebre”.
No conocían a ningún santo que portara tal nombre. Tampoco creían que se pudiera estar refiriendo a cualquiera de las tres Divinas Personas: el Padre, era el Padre, el Hijo era el Hijo y el Espíritu era el Espíritu. Tampoco a la Virgen, Nuestra Señora, pues “el” orfebre, era evidentemente masculino o todo lo más un genérico, pero jamás un femenino. ¿A quién se refería Jacinto?
Un día, un muchacho recién entrado en la Conferencia pocos meses atrás, un tanto harto de escuchar y no entender, se decidió, durante una de las visitas a alguno de los amigos de la Conferencia, a interrogar a su consocio y compañero de visita: “Jacinto ¿a quién te refieres con lo de achacar todo lo bueno al “orfebre”?
Acababan de salir de la Visita previa a la visita, es decir: acababan de estar en la presencia real del Salvador y Jacinto parecía ensimismado. Miró al joven consocio y de momento, le hizo una seña con la mano como pidiéndolo paciencia.
Pasado un rato, se paró en medio de la calle y mirando con simpatía a su consocio le preguntó ¿conoces, querido amigo, los escritos de San Lucas? El consocio, joven pero no lerdo, le contestó con rapidez: “Claro, sí los conozco. ¿Cómo no voy a conocer el Evangelio de Lucas o los Hechos de los Apóstoles?” Satisfecho, Jacinto le dijo: “pues entonces debes de saber a quién puedo llamar el “orfebre”.
Cuando algo hacemos bien, cuando nos dejamos conducir para colaborar en la extensión del Reino para la que el mismo Dios deseó nuestra entrega, continuó Jacinto, tú sabes bien de dónde y con quién nos viene esa fuerza. Cuando perseveramos en el camino de ser cada día mejores, de intentar estar más cerca del que sufre, de pretender ver en él el rostro de Jesús, estamos siendo dirigidos, ayudados, hasta empujados, por el Espíritu Santo. Ese al que con frecuencia llamamos el Gran Desconocido pues realmente lo es. No habría santos, querido amigo, continuaba Jacinto, no seríamos capaces de asumir y triunfar en retos espirituales importantes, si no hubiera “orfebre” que nos puliera, que nos desbastara, que nos diera la forma adecuada, el impulso en el alma y las palabras necesarias en cada momento.
No habría santos, si no existiera el Espíritu Santo que es quien les conduce y les anima con sus Dones. Sin que actuara en cada uno, a la manera de un Orfebre divino que los moldea y les ayuda hasta acabar con sus imperfecciones. Por eso, cuando algo me sale bien, cuando puedo llegar a conquistar servicios a los que sufren, inalcanzables para mis pobres fuerzas, siempre sé que ha actuado el “Orfebre” y que el mérito es suyo y no mío.
Eso es lo que quiero repetirme constantemente. ¡No vaya a ser que me crea que ha sido mérito mío!
Pidamos, querido consocio que, además, María nos acompañe siempre como quisieron nuestros cofundadores desde un febrero de un ya lejano 1834, terminó el bueno de Jacinto.
Pues: así sea