Por José Ramón Díaz-Torremocha
(de las Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)
Bajaban por el Arenal camino de la Parroquia en la que se reunía, cada semana, la Conferencia a la que ambos pertenecían. Charlaban de temas un tanto, sólo un tanto, intranscendentes, pues todos ellos rondaban el tema central de la entrega a la vida de la Conferencia, como signo de la pertenencia de cada uno a la Iglesia. En algún momento volveré sobre este interesante tema de conversación de ambos consocios que a mí me dejó muchas enseñanzas.
Allá a lo lejos, frente a ellos, con la alegría del inocente, Roberto “el “protegido” de Jacinto, (había dejado de recoger y fumarse las colillas recogidas del suelo y ahora lo hacía de “su” paquete que todos los días, puntualmente, le suministraba Jacinto), Roberto, les hacía señas saludándolos mientras corría hacia ellos con su siempre aspecto enfermizo y su ropa arrugada e incluso maltrecha por buena que fuera la que le suministraban, cada día, solo unas horas antes del encuentro, perfectamente limpia y planchada, las monjas en cuyo albergue dormía, pues el resto del día, la calle era su cuarto de estar.
Se pararon a charlar unos pocos minutos, mientras Jacinto recibía el abrazo y el confuso discurso de cariño de su amigo Roberto y este, el apretón de manos del joven consocio. Después, siguieron sus caminos.
En lugar de retomar el tema de conversación que traían antes del encuentro con Roberto, se estableció un silencio entre ellos que, a todas luces, resultaba incómodo para ambos. Algo había pasado que les había robado parte de la paz con la que disfrutaban mientras caminaban solo unos minutos antes. Después de un rato, fue el joven quien volvió a iniciar la conversación, pero con tema bien distinto.
El joven consocio, demasiado joven quizás, se dirigió a Jacinto para reconvenirle, bien que sin duda con la mejor intención y hasta con cariño, con fraterna preocupación por él: ¿Cómo – comenzó – puedes darle esos abrazos a Roberto que puede contagiarte cualquier cosa? Nuestro amigo Jacinto, no se quedó atrás y a pesar de no ser gallego que dicen que contestan siempre con otra pregunta, en esta ocasión, sí lo hizo: ¡No sabes cómo te entiendo! comenzó el querido Jacinto, debía haberle saludado con la misma frialdad con la que tú lo has hecho ¿no te parece? Quedó un tanto sorprendido el aprendiz de consocio, pero no ni mucho menos arredrado ante la contestación de Jacinto que llevaba implícita algo más que una sutil reconvención.
No debes olvidar Jacinto, siguió el más joven de los consocios “que hay que atender a los que sufren, pero protegiéndonos, sin olvidar aquel refrán que dice “Por la Caridad entró la peste” hay que hacerlo con el máximo de cuidado”. Años más tarde, un ya maduro consocio, todavía recordaba el tremendo enfado de Jacinto ante sus palabra y como temió en algún momento que le soltara un mojicón y aseguraba, que era la única vez que le había había visto alterado y hasta soltando algún pequeño taco. ¿Pero sabes lo que estás diciendo? rugió el bueno de Jacinto al oír el “consejo”.
Tú y yo, siguió diciendo todavía alterado Jacinto, tú y yo estamos aquí gracias al más alto acto de caridad, de amor, que jamás se efectuó. Gracias al acto de Caridad, de entrega, estamos salvados. ¿Qué crees que hizo Cristo por y para nosotros? ¡Salvarnos! Para eso se hizo hombre y habita entre nosotros. A cambio, no nos pidió otra cosa más que le imitáramos y yo te preguntaría ¿crees que le imitamos recordando y comparando la caridad con la peste? ¡Escapando de nuestros amigos, de aquellos que sufren y más nos necesitan!
No paró el bueno de Jacinto: No olvides nunca, que la pobreza, el sufrimiento, ni debe ser ni nosotros debemos convertirla, en una especie de desdoro para alejarnos de los que la padecen. Exactamente venimos a las Conferencias a lo contrario: a procurar que aquellos que sufren, lo hagan en menor grado por nuestra cercanía. ¡Por el cariño que sepamos entregarles y no regatearles! Hasta que no lo entiendas y hagas tuyo este pensamiento, no serás un verdadero vicentino.
Ninguno del resto de los consocios de la Conferencia, se enteró nunca del “repaso” que recibió el joven consocio de Jacinto hasta muchos años más tarde. Pero el mismo, decía que desde entonces, se acercó a Roberto hasta que desapareció de sus vidas, con una solicitud y un cariño que no se hubiera imaginado nunca y siempre, decía que pasado el berrinche de la primera hora de la bronca, entendió desde aquel momento la exigencia que le habían mostrado en el seno de la Conferencia, de ayudarse unos a otros. Primero entre los consocios, para crear el calor, el amor, que poder llevar a los otros: a los que sufren. Nadie da lo que no tiene.
¡María, siempre María! Su intercesión que siempre solicitamos, nos asegurará que servimos bien a nuestros consocios y con ellos, a aquellos que sufren.