Por Lourdes Mesa
(Conferencia San Vicente de Paúl Nuestra Señora de la Antigua en Guadalajara)
A veces, he oído a alguna persona decir: yo no tengo talentos, soy muy normal, “del montón”.
Al pensar en los talentos recibidos, de los que nos habla la Biblia, en Mt. 25, 14-30, nos parece – al menos a mí – que son aquellas capacidades que nos hacen destacar de los demás, brillar de alguna manera. Por ejemplo, cantar con una bonita voz y sin desafinar, destreza para pintar, bailar sin descompasar al son de la música…, pero siempre nos lo imaginamos en su punto más álgido, en el de ser admirados en esta capacidad, a los ojos del mundo.
Hay talentos innatos en todo ser humano. ¿Acaso Dios no nos ha creado con la capacidad de sonreír, de amar, de ser amables con los demás, de escuchar, de poner nuestro tiempo al servicio de los que nos necesitan…? ¿No son talentos? ¡Claro que sí!
La sonrisa es la expresión silenciosa más cosmopolita. Se expresa igual en cualquier idioma, en cualquier raza, en cualquier creencia religiosa… Si la hacemos desde lo más profundo de nuestro ser, es también expresión del amor que todo ser humano merece.
Quizás desafine cantando, pero nunca desafinaré si soy capaz de sonreír a los demás, de abrirme y acoger la vida que se me ofrece cada día. De amar sin puertas ni fronteras.
La sonrisa tiene “poderes mágicos”. Cuando alguien nos sonríe, algo se mueve dentro de nosotros, capaz de transformar nuestra hosquedad. ¿No es éste uno de los talentos que el Señor nos ha regalado?
Pero también estos talentos hay que cultivarlos y hacerlos crecer, como nos sigue diciendo la parábola. Se nos han concedido en germen y tenemos que abonarlos, quitar los abrojos, cuidarlos para que fructifiquen.
Al igual que un gimnasta tiene que hacer día tras día sus ejercicios para ser un buen atleta, también nosotros, tenemos que entrenarnos en estos talentos recibidos.
Si somos capaces de ejercitarnos en ello, algún día, no muy lejano, brotará en nosotros la sonrisa, el amor incondicional, la amabilidad, la capacidad para escuchar…, como fuente de alegría interior, del amor con el que Dios nos ha alcanzado y, entonces, se tornará en nuestro modo de vida.
Los bautizados, además, contamos con un extra: los dones del Espíritu Santo. Si los talentos pertenecen a la naturaleza con la que Dios nos ha pensado, los dones son regalos extraordinarios que El Espíritu Santo nos concede y que, además, podemos pedir. Si yo no sé escuchar las necesidades de mis hermanos, desde la fe, puedo ir a Él y pedirle que me conceda ese don, lo único que tengo que hacer es abrir mi corazón y dejarme alcanzar.
Desde aquí, la vida tiene sentido y “los del montón”, podemos sentirnos extraordinarios porque la mirada de Dios en cada uno de nosotros, lo hace posible.