Por Sandra Pajares López
(Maestra)
¿Qué es el tiempo? Sabemos que pasa, que transcurre, que se va, que no vuelve, que nos envuelve, nos limita, nos reúne, nos separa, que nos sorprende, que cura y nos prepara. Si bien, algo grande debe ser el tiempo que acapara la mayoría de los momentos de nuestra vida, desde el tiempo verbal que empleamos cuando contamos una apasionante historia hasta el tiempo musical que contiene una bella música que nos invade.
¿Y por qué medimos con el tiempo cosas que no tienen “medida”? ¿Por qué basamos nuestras relaciones en torno al tiempo que duran? ¿Por qué unos novios lo son porque llevan un determinado tiempo como pareja? ¿Por qué somos buenos amigos porque nuestra amistad comenzó hace mucho tiempo?
El tiempo no es una medida, ni un valor, ni un número… nuestras relaciones deben basarse o medirse en cariño, en amor, en comprensión, en alegría… ¡Y nuestra vida sí que no tiene medida!
El tiempo nos absorbe, nos acelera, nos mete prisa y, si no somos puntuales, siempre nos lleva a la carrera. Cualquier espera siempre es corta si vale la pena y todo llega cuando uno se esfuerza y lucha.
Podemos pensar que el tiempo es algo efímero, y que se gasta o se pierde si lo dejamos pasar sin más. Y realmente no es que dejemos pasar nuestro tiempo, sino que no disfrutamos del tiempo que vivimos. Y es que en cada uno de nosotros nada se pierde, todo se transforma, y como dice una canción de Jorge Drexler, un beso se transforma en calor, y éste en movimiento y después en sudor para ser aire después y mover un molino.
Supongo que en una sociedad en la que todo gira a un determinado ritmo y en la que las horas del día rigen nuestras acciones, sería imposible “hacer desaparecer el tiempo”. Pero aún así no deberíamos desperdiciar ni un segundo que vivimos, deberíamos aprovecharlo como si fuera el primero y el último. El ritmo deberíamos marcarlo cada uno, tardando todo lo necesario en perdonar, en aceptar, en sonreír, en disfrutar, en compartir y en amar.