Jesucristo, un extranjero

 

> Un artículo de José Luis Albares

> Delegación Diocesana de Migraciones

 

 

 

Es significativo comprobar cómo los evangelistas contemplan la personalidad de Jesucristo desde una perspectiva muy concreta: la extranjereidad. Jesús nunca se sintió atado a ninguna cuna ni a ninguna patria, sino que vivió absolutamente la condición de todo mortal: ser peregrino en este mundo. Según sus propias palabras, no tenía donde reclinar la cabeza (Lc 9,58).

Mateo nombra en su genealogía (Mt 1,1-17) a cuatro mujeres, las cuatro extranjeras: Tamar siempre fue considerada cananea o aramea (cf. Gén 38,1-6); Rut es moabita (Rut 1,4); Rajab es habitante de la Jericó cananea (Jos 2,1); nada sabemos sobre Betsabé, pero el texto bíblico la presenta como esposa de Urías, un hitita (2 Sam 11,3). Mateo será el único que nos habla de la migración forzosa que tuvo que hacer la Santa Familia a Egipto (2,13-23).

Por su parte, Marcos presenta a Jesús rompiendo fronteras para anunciar el Evangelio en cuatro importantes viajes fuera de las fronteras galileas. Jesús viaja, en primer lugar, a la región de los gerasenos (Mc 4,35-5,20), donde realiza su primer milagro fuera de Israel, paralelo al primero que realizó en Israel (Mc 1,23-28). El segundo viaje de Jesús tiene como destino la ciudad de Betsaida (Mc 6,45-52), viaje fallido. Tiro-Sidón y la Decápolis serán el centro del tercer viaje de Jesús al extranjero (Mc 7,24-8,10): de manera explícita, Jesús anuncia allí que el pan del Evangelio está destinado a todos, judíos y paganos. Y el cuarto viaje, de nuevo a Betsaida y Cesarea de Filipo (Mc 8,13-30), será el escenario de la gran confesión de fe de Pedro.

El tercer evangelista, Lucas, es el único que habla del éxodo de Jesús (Lc 9,31), de su «ser llevado al cielo» (Lc 9,51). En esa misma perspectiva, Juan es consciente de que Jesús ha salido de Dios, se hizo carne y vuelve a Dios (Jn 1,14; 16,28): estaba desde el principio junto a Dios (Jn 1,1-2) y, realizada la obra de la redención, retorna de nuevo junto al Padre (Jn 20,17), su verdadera patria, en donde prepara un lugar eterno para los suyos (Jn 14,2-3).

Es el mismo itinerario en “U” que había cantado Pablo en el famoso himno de Flp 2,6-11: Cristo Jesús, «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: ‘Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre’».

 

 

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