Por la Delegación de Apostolado Seglar
Querido Silverio:
Debo decirte, antes que nada, que me gusta ese nombre que te me llevas. A mí también me representan con un águila real. Dirás que salgo ganando, pero no te creas. Al fin y al cabo, ¡pájaros los dos!
Me dices que te sigue sorprendiendo mi presencia, a mis apenas quince años, junto a María al pie de la cruz. Que incluso alguien me susurró al oído con poca educación y un mucho de mala voluntad: “¿Pero qué haces aquí, criatura, con tan pocos años? Claro que la inconsciencia es muy atrevida”.
Sí, es cierto. Recuerdo que no me sentó nada bien aquel comentario demasiado superficial y cargado de prejuicios. Y por si fuera poco, otra, “cotilla donde las haya”, preguntó, atrevida y con sorna:
- Eh, chaval, ¿eres hijo del ajusticiado?
- Es más que si lo fuera, - añadí yo entre convencido y malhumorado.
Después de la madrugada en vela del primer día de la semana, salí disparado hacia el sepulcro cuando trajeron la noticia entre el temor y temblor:
- No está el cadáver en el sepulcro. Lo han robado.
- ¿Cómo que han robado el cadáver? No puede ser.
De cuatro zancadas me planté ante el sepulcro, dejando a media cuesta al fatigado Pedro. Pero no llegué a entrar, asomado tan solo a la entrada. “Las canas son las canas”, me dije, sonriendo entre dientes. Y comiéndome las uñas se me hizo eterna la espera hasta que asomó Pedro, ¡bendito sea el santo nombre de Yahvé!, echando los bofes y resoplando:
- Gracias, Juan. No tenías que haberme esperado.
- Tampoco pasa nada. Han sido unos escasos minutos, - mentí con digna cortesía.
- Anda, entra, no te quedes en la puerta.
Y el sepulcro estaba vacío como habían dicho las mujeres. ¿Era preciso venir a comprobarlo? ¿O es que la palabra de una mujer carecía otra vez de valor jurídico para testificar? Me dolió en las entrañas que entre los nuestros continuaran también las viejas y arbitrarias costumbres cargadas de machismo.
- Tiempo habrá de que esto cambie, - me dije.
Y me temo, por lo que me escribes, que muy poco ha cambiado.
“Estaba amaneciendo cuando Jesús se presentó en la orilla, aunque los discípulos no se dieron cuenta que era él. Jesús les preguntó: - Muchachos, ¿tenéis algo que comer?
Contestaron: No.
Él les dijo: “Echad la red a babor y encontraréis”.
La echaron y cogieron tantos peces que se rompía la red.
El discípulo amado de Jesús dijo a Pedro: “Es El Señor”. (Juan 21, 4-7)
Y claro, comenzaron las hipótesis: “Que si alguien ha robado el cadáver, que si las autoridades, que no puede ser, que nadie ha vuelto a la vida..”. Mi corazón estaba a punto de estallar, pero me resultaba imposible meter baza, poder hablar, a mí, un chiquilicuatro al fin y al cabo, entre tanto adulto venerable peinando canas. Me refugié junto a María, la Madre, en la penumbra del zaguán, y le susurré:
- ¿Le has visto ya, Madre? Porque no está en el sepulcro. Ha resucitado, ¿no?
- No hacía falta que le hubiera visto, pero esta mañana, entre los almendros florecidos, él también caminaba con sus heridas luminosas. Y tú, pequeño Juan, ¿aún no le has visto?
- Mi corazón, sí, Madre; pero mis ojos también necesitan verle.
Salí a la calle. Comencé a recorrer las callejuelas, esquinas y plazas por donde Él pasó. Las piedras y el aire conservaban el perfume de su mirada. María de Magdalena llegó a darme alcance junto a la muralla:
- Juan, pequeño, me ha llamado por mi nombre y en la voz le he reconocido. Va delante de vosotros y en Galilea os espera.
- ¿En Galilea?
Decir Galilea, es decir los lugares habituales: el trabajo, la pesca, la vida de familia. O sea, que el Señor nos mandaba volver a la vida normal y ordinaria como escenario de su presencia. Y qué poco habéis avanzado por lo que me cuentas! No salís de vuestros templos. Ahí andáis refugiados como nosotros en nuestro cenáculo, echados todos los cerrojos. Y vuestra gente a la intemperie, desnudos, sin un trabajo decente, que no lo es cuando no hay contratos adecuados, cuando se deshumaniza todo y vuestra “maravillosa” tecnología, ¿se dice así?, rompe relaciones de hermandad, provoca contratos basura y hasta accidentes laborales. ¡Qué dolor cuando me dices que tu tierra, agria y dulce, la hermosa ALCARRIA, es la número 1 en SINIESTRALIDAD. ¡Vaya con la palabreja! Me duele, claro, cómo no me van a doler: Esos sueldos de miseria, ese maltrato a los emigrantes. Y te digo: No os canséis en el empeño. ¡Animo! Ha resucitado y os espera en Galilea: en la fábrica, en los almacenes, en las factorías, en los andamios, en los olivares, en la nave, en las esparragueras….
Lo demás ya lo sabes: Era al amanecer. Habíamos consumido toda la noche pescando nada.... y desde la orilla una voz nos dijo……pero eso ya lo conté hace miles de años. Perdona que a mis muchos años repita las viejas y entrañables historias. Saludos y besos a los nuestros, para ti también, querido Jesús, que su nombre llevas:
Juan, el anciano. En la isla de Patmos.