A veces... el cielo no se hace esperar

Por José Ramón Díaz-Torremocha

(Conferencia de San Vicente de Paúl de Marchamalo)

 

 

Sí, a veces, a veces hay consocios que como se dice vulgarmente, te “ponen los pelos de punta” con sus aseveraciones. Mi amigo y consocio Jacinto, también espero que ya amigo de tantos de los lectores de estos modestos artículos, es uno de ellos por la profundidad frecuente de sus pensamientos, que nos hacen pensar si no estamos ante un Teólogo de altura, al que no llegamos.  Más de una vez, alguno ha salido corriendo al confesionario por si lo que había escuchado, era pecado. ¡Sin exagerar! 

En una ocasión, pero no la única, sin ninguna pretensión teológica, más bien disculpándose por el revuelo que armó en la Conferencia, contaba muy campanudo sobre lo que esperaba de sus “experiencias” para cuando llegara a gozar de la Presencia. Evidentemente no se refería a cualquier presencia. Se refería a la Presencia en mayúsculas. Es decir, se refería cuando, al instante de su muerte, pasara a la presencia de la Presencia sin intermedio alguno. Vamos, no ya sin infierno, también sin Purgatorio. Se quedó tan pancho. No así sus consocios que, con prudencia, trataban de rebatir lo que entendían como excesivo optimismo y le hablaban de la necesaria purificación de sus pecados, salvo que no los tuviera. Le decían con un punto de guasa. 

Cariacontecido, pero no por ello menos peleón, como lo es y mucho el amigo Jacinto, mientras su inocente amigo Roberto le miraba embobado[i], comenzó haciendo profesión de fe de sus múltiples pecados que, para los que le conocemos, no creemos que sean tan graves, en alguien siempre volcado en los demás. Pero es verdad que eso sólo lo sabe el Buen Dios y el amigo Jacinto aseguraba que merecían la más “dura condena”. Pero que eso era examinar sus postrimerías con ojos de hombre y no de Dios. Si había, seguía diciendo y enseñando Jacinto, un atributo de la Divinidad que no podía estar en duda, era la Misericordia. ¿Cómo a él que, con todas sus limitaciones, sus miserias, había intentado seguirle, le iba a impedir que lo viera y que se “recostase junto a Él”? 

Ya lo creo, seguía él diciendo en su credo particular de persona buena, que algún capón ha de darme ya que lo merezco. Pero cada vez que leo a Lucas (15) y me encuentro con la perícopa del pasaje del Padre recibiendo al Hijo Pródigo, pienso que si él perdonó, el Buen Dios me perdonará a mí y me pondrá el mejor vestido y el mejor anillo, pues yo también llegaré arrepentido ante el Señor de la Esperanza y la Misericordia. No habrá queja de ningún otro hijo por el trato que reciba, pues los que ya han llegado a la Comunión de los Santos, estarán felices de recibirme, terminó asegurando Jacinto. 

Pero claro, decía como para sí mismo: algún cachete he de llevarme pues no siempre he sido capaz de responder con amor al Amor. Aunque, se argumentaba también para sí recordando la pregunta de Cristo a una entristecida Marta: “Jesús le contestó: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?” (Juan 11, 25-26) y yo creo, se afirmaba Jacinto rotundo. 

El amigo sacerdote que participaba en la Conferencia, le dijo: Jacinto, hemos de hablar tú y yo muy en serio. 

Jacinto, por toda contestación dijo: si le parece, hablamos delante de la Madre en la Capilla de la Inmaculada. Siempre recurría Jacinto a María. 

El inocente Roberto, al suponer un poco triste a su amigo, le dio un par de palmadas en el hombro, para pasar después a dar palmas pura y simplemente, mientras el Presidente de la Conferencia, le hacía señas para que no fuera tan ruidoso. 

A mí, Jacinto, me traía siempre a la memoria, el siguiente párrafo de Aldo Marchesini en su libro “Siéntate corazón mío, Aventuras de contemplación”: “No había estudiado teología espiritual ni sagrada escritura, pero todos los días de su vida, en cuanto podía recordar, había pedido el don de la sabiduría, que hace comprender y gustar las cosas de Dios sin necesidad de palabras". Seguro que Jacinto imploraba también en ese sentido: el del mayor conocimiento y crecimiento espiritual.

 

 

[i] Roberto, era un amigo muy especial de toda la Conferencia de Jacinto, pero especialmente de éste que iba casi todos los días a visitarlo en la Casa de Misericordia en donde le tenían a su cuidado unas buenas Hermanas.

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