Por Guillermo Fernández
(Equipo de Estudios Cáritas Española)
Cohesión social es un concepto que nos remite a ideas como valores compartidos, capital social, pertenencia, orden social, integración, igualdad y un largo etcétera. Es un concepto para algunos autores ambiguo e incluso ambivalente. La retratamos desde la percepción que tienen las personas, tanto de su supervivencia material como desde la relación y el vínculo social que les une a los demás.
Desde este punto de vista, la fotografía de la España de hoy nos lleva a construir una imagen de país formada por cuatro diferentes sociedades, que tienden a distanciarse y a establecer entre ellas relaciones de desconfianza.
La gran mayoría social se encontraría en la sociedad de las oportunidades, un espacio adaptado a los mecanismos de participación social y a los valores que nuestro modelo de desarrollo representa. Las personas que la disfrutan sienten tener razón en sus ideas y prácticas cotidianas en cuanto a lo que es necesario hacer para salir adelante. Consumen en pro del desarrollo humano pero no acaban de asociar modelo de vida y crisis ecosocial. Al mirar hacia los otros cada vez practican menos la empatía y la solidaridad. Se han adaptado a los valores de la revolución neoliberal donde la responsabilidad individual explica casi todas las contingencias.
La sociedad insegura está representada por aquellos que tienen un empleo precario, insuficiente y un futuro incierto. Temen que en la próxima sacudida de la economía se pueden precipitar hacia la exclusión social. No se ven estancados pero sí sienten debilitar sus oportunidades y los lazos que les unen a la mayoría social.
Pero hay un grupo cada vez más numeroso de personas a las que caracteriza la desconfianza, la sociedad estancada. Desconfianza hacia los acomodados de la sociedad, hacia las instituciones que nos representan y nos protegen. Es una desconfianza contradictoria ya que son las personas que más necesitarían tanto de las instituciones como del apoyo del resto de la sociedad. Llevan más de una década pidiendo ayuda, reclamando protección porque se encuentran cada vez más a la intemperie, pero sus reclamos no se traducen en políticas públicas fuertes, dado que vivimos en un Estado de Bienestar low-cost.
El retrato lo completan aquellas personas y hogares que viven en la supervivencia pura y dura como objetivo cotidiano, la sociedad expulsada. En algún momento estuvieron protegidos pero ya no lo están, y el sistema ha dejado de pensar en ellos. Han roto sus vínculos con el resto porque ya no sienten que se les tenga en cuenta. Han dejado de participar socialmente porque la agenda política les ignora.
Los hilos que atraviesan el conjunto social tienden a debilitarse y a crear fragmentaciones y algunas polaridades. Estamos olvidando el sentido primigenio de nuestros Estados del Bienestar: no permitir dejar a nadie atrás ante las desigualdades, desde que nacemos hasta que morimos.