Más allá de que estas Navidades, a causa de la pandemia, serán muy distinta, austera y auténtica, poner el Belén ha de seguir siendo guía para la Navidad
Por Jesús de las Heras Muela
(Periodista y sacerdote. Deán de la catedral de Sigüenza)
«El corazón del pesebre comienza a palpitar cuando, en Navidad, colocamos la imagen del Nino Jesús. Dios se presenta así́, en un niño, para ser recibido en nuestros brazos. En la debilidad y en la fragilidad esconde su poder que todo lo crea y transforma. Parece imposible, pero es así: en Jesús, Dios ha sido un niño y en esta condición ha querido revelar la grandeza de su amor, que se manifiesta en la sonrisa y en el tender sus manos hacia todos» («Admirabile signum», AS, número 8).
En la tarde del domingo 1 de diciembre de 2019, primer domingo de Adviento, el Papa Francisco realizó una visita a la localidad italiana de Greccio, en el Valle del Rieti, en la provincia del Lacio. Greccio es mundialmente famoso porque allí, en la noche del 24 al 25 de diciembre de 1223, san Francisco de Asís realizó la primera representación viviente del Belén, recreando la gruta de Belén, colocando el heno y los animales del pesebre, para evocar y contemplar el nacimiento del Redentor, junto con otros frailes franciscanos y gentes de los lugares cercanos, llevando antorchas y formando un verdadero «belén viviente», y en aquel pesebre improvisado celebraron la eucaristía, volviendo a casa llenos de alegría.
Y ahora, en esta hora de pandemia a causa del coronavirus y sus restricciones y contenciones, poner el Belén no solo está autorizado, sino que es tan aconsejable o más que nunca ya que estas Navidades serán especialmente Navidades en nuestros hogares y han de serlo también en nuestros templos para las celebraciones religiosas, siguiendo todos los protocolos y consejos de las autoridades sanitarias.
Belén de la plaza Mayor y catedral de Sigüenza
El admirable signo del Belén
En su peregrinación a este santuario, Francisco, quien ya visitó Greccio privadamente el 4 de enero de 2016, firmó una breve carta apostólica, titulada «Admirabile signum», sobre el significado y el valor del belén o pesebre. En esta carta apostólica, Francisco destacaba la importancia del belén –«Evangelio vivo» y verdadero anuncio de la salvación–, cuya contemplación nos invita a ponernos espiritualmente en camino, atraídos por la humildad de Aquel que se ha hecho hombre para encontrar a cada hombre y alienta a ponerlo en las casas y también en lugares de trabajo, escuelas, hospitales, cárceles, plazas, etc., haciendo visible el amor y la ternura de Dios que se hace hombre para nuestra salvación.
El Papa se detiene en algunos de los signos que suelen aparecer en nuestros belenes: la oscuridad y el silencio de la noche, las casas, los montes, el riachuelo, las ovejas, los pastores, la gente pobre y sencilla, el palacio de Herodes, etc. Después comenta el significado de las figuras principales, María, José y Jesús, las figuras secundarias y recreadas y también las figuras de los Magos y sus dones que, en la fiesta de la Epifanía, llegan hasta el pesebre.
Además, el belén –destaca Francisco– nos lleva también a tomar conciencia de la fe recibida y del deber y la alegría de transmitirla a los hijos y a los nietos.
Verdad de la Navidad, verdad del Belén
A luz de este texto y de un trabajo previo de un servidor, titulados «Los Decálogos de Navidad», propongo en este artículo (el primero de dos más, que serán publicados en las próximas semanas), desde la mirada y la intercesión de la Virgen María de la Esperanza, de la Oh o/y de la Expectación, una serie de reflexiones sobre el admirable signo de los belenes y su potencialidad e interpelación discipular, misionera y evangelizadora y, en suma, sobre la verdad de la Navidad, en cuyos umbrales –«Alegría de nieves (de brumas o de hielos) por los caminos, Alegría. Todo espera la gracia del bien nacido»-, parafraseando a Jorge Guillén («NAVIDAD: Alegría de nieve/ por los caminos./ ¡Alegría!/ Todo espera la gracia/ del Bien Nacido./Miserables los hombres,/dura la tierra/ Cuanta más nieve cae,/más cielo cerca./¡Tú nos salvas,/criatura soberana!/ Aquí está luciendo/ más rosa que blanca./ Los hoyuelos ríen/ con risas calladas./ Frescor y primor/ lucen para siempre/ como en una rosa/ que fuera celeste./ Y sin más callar,/ grosezuelas risas/ tienden hacia todos/ una rosa viva./ ¡Tú nos salvas,/ criatura soberana!/ ¡Qué encarnada la carne/recién nacida,/con qué apresuramiento/ de simpatía!/ Alegría de nieve/por los caminos./ ¡Alegría!/Todo espera la gracia/ del Bien Nacido»)– nos hallamos ya.
Así lo atestigua el evangelista san Lucas, el más prolífico en su relato sobre la Natividad del Señor:… María «dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió́ en pañales y lo recostó́ en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (2,7).
Triple mensaje e interpelación
La verdad del pesebre o del Belén, como la verdad de que este tan extraordinario acontecimiento fuera, tuviera lugar en la pequeña y olvida aldea de Belén, nos transmite un triple mensaje e interpelación. En primer lugar, es una clara llamada y manifestación de humildad e incluso de humillación, pues el alumbramiento de Jesús es un pesebre porque no había sitió para su tan grávida, ni para José, oriundo de Belén, ni para Él en las posadas belemitas (cfr. Juan 1, 11-12). De este modo, el Hijo de Dios, viniendo a este mundo, solo encuentra sitio donde los animales van a comer.
El heno se convierte en el primer lecho para Aquel que se revelará como «el pan bajado del cielo» (Juan 6,41). Un simbolismo que ya san Agustín de Hipona, junto con otros padres, había captado cuando escribía: «Puesto en el pesebre, se convirtió́ en alimento para nosotros» (Sermón 189,4).
Escribía san Ambrosio de Milán: «Él ha sido puesto en un pesebre para que tú puedas ser colocado sobre los altares. Él ha sido puesto en la tierra para que tú puedas estar entre las estrellas». Y Beda el Venerable, en su preciosa meditación sobre el Magníficat, afirmaba: «Porque quien rechaza la humillación, tampoco puede acoger la salvación, ni exclamar con el profeta: “Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida”».
En segundo lugar y ya queda indicado, el pesebre y singularmente en Belén es toda la profecía eucarística. Belén, lo sabemos bien todos, significa literalmente «casa del pan». Y Jesús es el Pan de vida. El pan, también es una obviedad que tampoco conviene olvidar, es la expresión básica del alimento. Es signo de Jesucristo, Pan de la vida. En Navidad adoramos el cuerpo de Jesús, que se nos dará después en la Eucaristía. Durante décadas existió la tradición que durante la adoración al Niño, en la Misa del Gallo, los fieles -particularmente, las mujeres- ofrecían y depositaban cestos llenos de pan bendecido, el Pan de la Navidad, que era llevado después a los pobres y a los enfermos.
Y en tercer lugar, el pesebre de Belén es asimismo toda una invitación y un estímulo –hasta un obligado y dichoso deber- de partir, compartir y repartir el pan. El pesebre de Belén se convierte de este modo en la verdad de que Navidad es igualmente caridad. Y Navidad es también Cáritas. Es una llamada a vivir e intensificar en Navidad la dimensión esencial de la verdad de la Navidad que es la caridad. Se puede articular mediante las llamadas operaciones-kilo en las parroquias, mediante donativos especiales y mediante la colecta, muy aconsejable y recomendada, para Cáritas en las misas de la solemnidad de Navidad. Este año, el lema de la campaña de Navidad de Cáritas reza «Esta Navidad, más cerca que nunca».
Y con palabras literales del Papa Francisco en esta hermosa carta apostólica que nos guía, «el pesebre es una invitación a “sentir”, a “tocar” la pobreza que el Hijo de Dios eligió́ para sí mismo en su encarnación». Y así es implícitamente una llamada a seguirlo en el camino de la humildad, de la pobreza, del despojo, y que ya desde la gruta de Belén (recordad que desde hace siglos para acceder a la basílica de la Natividad hay que agacharse, hacerse pequeño: tan solo 1,20 metros de altura mide la gruta de Belén, la gruta que da acceso a la basílica de la Natividad de Belén, donde nació Jesús) conduce hasta la Cruz («Las pajas del pesebre, niño de Belén, hoy son flores y rosas, mañana serán hiel…», Lope de Vega).
Es una llamada a encontrarlo y servirlo con misericordia en los hermanos y hermanas más necesitados (cf. Mt 25,31-46)».
La verdad del Belén y de la Navidad y la transmisión de la fe
El modo de actuar de Dios casi aturde, porque parece imposible que El renuncie a su gloria para hacerse hombre como nosotros. Qué sorpresa ver a Dios que asume nuestros propios comportamientos: duerme, toma la leche de su madre, llora y juega como todos los niños. Como siempre, Dios desconcierta, es impredecible, continuamente va más allá́ de nuestros esquemas.
Así́, pues, el pesebre, mientras nos muestra a Dios tal y como ha venido al mundo, nos invita a pensar en nuestra vida injertada en la de Dios; nos invita a ser discípulos suyos si queremos alcanzar el sentido último de la vida.
Asimismo, el Belén nos lleva a tomar nuevamente conciencia del gran don que se nos ha dado al transmitirnos la fe; y al mismo tiempo nos hacen sentir el deber y la alegría de transmitir a los hijos y a los nietos la misma experiencia.
No es importante como se prepara el pesebre, puede ser siempre igual o modificarse cada año; lo que cuenta es que este hable a nuestra vida. En cualquier lugar y de cualquier manera, el Belén habla del amor de Dios, el Dios que se ha hecho niño para decirnos lo cerca que está de todo ser humano, cualquiera que sea su condición.
Escribió san Bernardo de Claraval: «¿Hay algo que pueda declarar más inequívocamente la misericordia de Dios que el hecho de haber aceptado nuestra miseria? ¿Qué hay más rebosante de piedad que la palabra de Dios convertida en tan poca cosa por nosotros...? Cuánto más pequeño se hizo en su humanidad, tanto más grande se reveló en su bondad; y tanto más querido me es ahora».
Escribe el Papa Francisco en el final de la carta apostólica que nos guía: «Queridos hermanos y hermanas: el Belén forma parte del dulce y exigente proceso de transmisión de la fe. Comenzando desde la infancia y luego en cada etapa de la vida, nos educa a contemplar a Jesús, a sentir el amor de Dios por nosotros, a sentir y creer que Dios está con nosotros y que nosotros estamos con El, todos hijos y hermanos gracias a aquel Nino Hijo de Dios y de la Virgen Marina. Y a sentir que en esto está la felicidad».
Y concluye con esta hermosa frase: «Que en la escuela de san Francisco abramos el corazón a esta gracia sencilla, dejemos que del asombro nazca una oración humilde: nuestro “gracias” a Dios, que ha querido compartir todo con nosotros para no dejarnos nunca solos».
Artículo publicado en 'Nueva Alcarria' el 11 de diciembre de 2020