Seguimos preparando y recorriendo el camino que lleva a Belén, a Navidad, de la mano del Papa Francisco y su carta apostólica sobre el Belén
Por Jesús de las Heras Muela
(Periodista y sacerdote. Deán de la catedral de Sigüenza)
Ya la pasada semana comenzábamos a preparar la Navidad mediante la carta apostólica del Papa Francisco «Admirabile signum» (AS), escrita hace un valor sobre el sentido y valor del pesebre o del Belén.
El viernes pasado glosamos el triple simbolismo e interpelación del Belén y su potencialidad evangelizadora. Ahora nos detenemos en el entorno natural, paisajístico y urbanístico del pesebre de Belén y de sus figuras menores, que suelen acompañar a nuestros Belenes. Y el viernes próximo, el mismo día de Navidad, nos centraremos en el misterio central del Belén: Jesús, María y José.
Cielo estrellado, entera creación
Desde el cielo estrellado en la oscuridad y el silencio de la noche a la luz incandescente de luces incandescentes que evoca y es siempre la fiesta de la Epifanía; como la luz que los profetas (Isaías, 9, 1-2) anunciaron mientras el silencio, del que luego haré un nuevo comentario, se rompió en la Palabra, y el pueblo que caminaba en tinieblas se vio envuelto en una luz grande y resplandeciente y las estrellas palidecieron ante el alba de la luz tan esplendente, hasta desde las montañas y los riachuelos que Judea, tan hermosa, como a veces naifmente, recrean nuestros belenes; el entorno natural del otra verdad indiscutible de la verdad de la Navidad: toda la creación participa en la fiesta de la venida del Mesías (cfr. «La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Carta a los Romanos 8, 19).
Es por ello evidente que aquí resuene en nosotros la necesidad de hacer realidad y viva las reiteradas llamadas del Papa Francisco en pro de una ecología integral y de la ecología de los gestos sencillos e imprescindibles y de la vida cotidiana. Y sin afanes ni pruritos ni estar a favor o en contra de lo políticamente correcto…, sino de ser fieles a esta nueva verdad, que el Santo Padre nos ha dejado escrita en la «Laudato si`» y vivida y practicada en cientos de ejemplos.
Cinco días después de firmar esta carta apostólica, Francisco recibió el pesebre y árbol de Navidad de este año para la Plaza de San Pedro. Procede de las diócesis italianas de Trento, Padua, Vicenza, Treviso y Vittorio Véneto, que quedaron asoladas en el otoño pasado por unas desoladoras inundaciones. Y a ello y al regalo del árbol y del pesebre se refirió Francisco el 5 de diciembre de 2019 con estas palabras: «Me ha gustado mucho saber que para sustituir las plantas removidas, se replantarán 40 abetos que reintegrarán los bosques gravemente perjudicados por la tormenta de 2018. El abeto rojo que habéis regalado representa un signo de esperanza, especialmente de vuestros bosques, para que se limpien lo antes posible y comenzar así el trabajo de reforestación».
«El belén, hecho casi en su totalidad de madera y compuesto de elementos arquitectónicos característicos de la tradición de Trento, ayudará a los visitantes a saborear la riqueza espiritual de la natividad del Señor. Los troncos de madera, procedentes de las zonas afectadas por las tormentas, que sirven de telón de fondo al paisaje, subrayan la precariedad en la que se encontraba la Sagrada Familia esa noche en Belén».
Y también el árbol de Navidad
Y es que, añade un servidor, no conviene olvidar tampoco que el significado del árbol –también símbolo cristiano de la Navidad- halla sus orígenes se remontan a la noche de los tiempos, pretéritos períodos de la historia.
El árbol expresa la fuerza fecundante de la naturaleza. Los rigores del otoño y del invierno no han podido con él, fuerte roble, árbol rey. Para suplir sus hojas caducas o heridas es preciso hacer pender objetos de adorno, cuajados de simbolismos: la luz, el obsequio, la sorpresa, el don de los dones, que es, en definitiva, el nacimiento de Dios en la carne.
El árbol de Navidad habla de perennidad, de fecundidad, de inmortalidad, de fortaleza. Es imagen de Cristo luz del mundo, el árbol de la vida. En un árbol fue perdida la inocencia, en un árbol fue reparada y redimida la humanidad.
El silencio de la noche y la estrella
Y en relación con el silencio de aquella Noche y de nuestros belenes hasta la misma Nochebuena, bueno será recordar que el silencio es tantas veces el lenguaje de Dios. Dios habla siempre en el silencio. «Mientras un silencio apacible lo envolvía todo, y en el preciso instante de la medianoche, tu omnipotente palabra, oh Señor, se lanzó desde los tronos del cielo», afirma el salmo 18. San Ignacio de Antioquía escribió que la Palabra de Dios, que es su Hijo, «procedió del silencio».
Cuando en Greccio, San Francisco de Asís se «inventó» el «Belén», hablaba del silencio de la Navidad. -- «¿Qué es la Navidad?», le preguntó el hermano León a san Francisco en aquella noche de Greccio... -- Y Francisco le respondió, balbuceando: «Es Belén, es humildad, es paz, es intimidad, es gozo, es dulzura, es esperanza, es benignidad, es suavidad, es aurora, es bondad, es amor, es luz, es ternura, es amanecer... Es silencio». Y Dios vino esa noche.
Y a Dios, como último elemento bíblico y realidad belenista, lo anunciaba asimismo una estrella: una metáfora luminosa de los signos de Dios, que los pastores siguieron y los magos escrutaron y en su secuela se mantuvieron fieles y firmes hasta el final y que nos urge a estar siempre atentos y observantes al Dios que viene en cada persona y en cada acontecimiento (cfr. Prefacio III Adviento) y a los todos los signos de los tiempos y de los mismos espacios (cfr. San Bernardo de Claraval: «Mira la estrella, invoca a María»).
Belén napolitano de 1784 de la Casa Ducal de Medinaceli
Simbolismo de las viviendas y palacios junto al pesebre
«Merecen también alguna mención –afirma literalmente el Papa en AS- los paisajes que forman parte del belén y que a menudo representan las ruinas de casas y palacios antiguos, que en algunos casos sustituyen a la gruta de Belén y se convierten en la estancia de la Sagrada Familia.
Estas ruinas parecen estar inspiradas en la Leyenda Áurea del dominico Jacopo da Varazze (siglo XIII), donde se narra una creencia pagana según la cual el templo de la Paz en Roma se derrumbaría cuando una Virgen diera a luz. Esas ruinas son sobre todo el signo visible de la humanidad caída, de todo lo que está en ruinas, que está corrompido y deprimido. Este escenario dice que Jesús es la novedad en medio de un mundo viejo, y que ha venido a sanar y reconstruir, a devolverle a nuestra vida y al mundo su esplendor original».
Y junto a las casas y demás edificaciones de nuestros belenes, el palacio del rey Herodes: «El palacio de Herodes está al fondo, cerrado, sordo al anuncio de alegría. Al nacer en el pesebre, Dios mismo inicia la única revolución verdadera que da esperanza y dignidad a los desheredados, a los marginados: la revolución del amor, la revolución de la ternura. Desde el belén, Jesús proclama, con manso poder, la llamada a compartir con los últimos el camino hacia un mundo más humano y fraterno, donde nadie sea excluido ni marginado».
Figuras bíblicas menores y figuras recreadas
En primer lugar, los ángeles y los pastores: alertados por los ángeles, «los pastores se convierten en los primeros testigos de lo esencial, es decir, de la salvación que se les ofrece. Son los más humildes y los más pobres quienes saben acoger el acontecimiento de la encarnación. A Dios que viene a nuestro encuentro en el Nino Jesús, los pastores responden poniéndose en camino hacia Él, para un encuentro de amor y de agradable asombro».
Los pastores pasaban la noche al aire libre en aquella región, en Belén, la más pequeña de las aldeas de Judá, aunque de ella había surgido el Rey David. Velaban por turnos su rebaño. Cuando el ángel les habló, envolviéndolos de resplandor con la luz de la gloria del Señor, quedaron sobrecogidos de gran temor. Pero reaccionaron ante las palabras del ángel y, creyendo, se pusieron presurosos en camino, tras decirse unos a otros: «Vamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor». Y, en efecto, «fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño, acostado en el pesebre. Al verlo les contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores».
Los pastores nos hablan de la paradoja de la Navidad, de su fuerza transformadora, de su carga de misterio y de realidad, de su inequívoca dimensión anunciadora y misionera. Ellos fueron los primeros misioneros, los primeros testigos, los primeros orantes, los primeros adoradores, los primeros creyentes. «Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho».
Y los ángeles fueron, de nuevo, los mensajeros, los pregoneros de la buena nueva, de la presencia de Dios entre nosotros. Fueron los periodistas de la Navidad. Fueron la voz de la Palabra y la voz de los sin voz: «No temáis –dijo el ángel a los pastores–, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre».
Ellos compusieron el primero de los villancicos: «¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!». Ellos nos definieron así que Navidad es la gloria de Dios manifestada, revelada, encarnada, y que la paz es su don, su prenda y su rostro.
Asimismo, nuestros belenes están asimismo repletos de otras figuras simbólicas, sobre todo, las de mendigos y de gente que no conocen otra abundancia que la del corazón. Ellos también están cerca del Nino Jesús por derecho propio, sin que nadie pueda echarlos o alejarlos de una cuna tan improvisada que los pobres a su alrededor no desentonan en absoluto. De hecho, los pobres son los privilegiados de este misterio y, a menudo, aquellos que son más capaces de reconocer la presencia de Dios en medio de nosotros.
Los pobres y los sencillos en el Nacimiento recuerdan que Dios se hace hombre para aquellos que más sienten la necesidad de su amor y piden su cercanía. Jesús, «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), nació́ pobre, llevó una vida sencilla para enseñarnos a comprender lo esencial y a vivir de ello. Desde el belén emerge claramente el mensaje de que no podemos dejarnos engañar por la riqueza y por tantas propuestas efímeras de felicidad.
Y, además, con frecuencia a los niños — ¡pero también a los adultos!— les encanta añadir otras figuras al belén que parecen no tener relación alguna con los relatos evangélicos. Y, sin embargo, esta imaginación pretende expresar que en este nuevo mundo inaugurado por Jesús hay espacio para todo lo que es humano y para toda criatura. Del pastor al herrero, del panadero a los músicos, de las mujeres que llevan jarras de agua a los niños que juegan..., todo esto representa la santidad cotidiana (cf. Gaudete et exsultate), la alegría de hacer de manera extraordinaria las cosas de todos los días, cuando Jesús comparte con nosotros su vida divina.
Artículo publicado en 'Nueva Alcarria' el 18 de diciembre de 2020