Por Alfonso Olmos
(director de la Oficina de Información)
El 8 de marzo se celebra el Día Internacional de la Mujer; cita que anteriormente se celebraba con el nombre de Día de la Mujer Trabajadora. Una conmemoración anual que en Estados Unidos lleva celebrándose más de cien años y que, poco a poco, ha ido calando en el resto del mundo. Es una jornada para reconocer el valor de la mujer en la sociedad, en la familia y en el resto de los ámbitos sociales, culturales o laborales; también en la Iglesia.
De las mujeres se puede aprender mucho. Podemos echar una ojeada a la Biblia para rescatar el nombre y las virtudes, o defectos, de algunas mujeres de la Sagrada Escritura y lo que de ellas debemos, de una forma u otra, aprender todos.
Sin ánimo de aturdir con citas bíblicas, miro al Antiguo Testamento y me encuentro, al comienzo con Eva, la primera que menciona la Biblia, y descubro el pecado, el peligro de alimentar los deseos incorrectos. Veo, además, la sensatez y la humildad de Abigail o la traición de Dalila. Veo cómo Dios utilizó a Débora, la profetisa, para revelarse a los israelitas. Contemplo a la reina Ester y su influencia y valentía para evitar la matanza de su pueblo, siempre con humildad y modestia. Jael, mujer valiente que se puso de parte del pueblo de Dios y, sin embargo, Jezabel, corrupta y sin escrúpulos.
Algunas de las mujeres de la Biblia ni siquiera tienen nombre o, al menos, no lo conocemos. En la primera parte del texto sagrado nos encontramos con dos de ellas muy distintas: la mujer de Lot, que desobedece el mandato de Dios, y la sulamita, humilde, modesta y leal.
También Lea y Raquel, hermanas y mujeres las dos de Jacob, que sufrieron las dificultades familiares de la poligamia vigente. Rajab, que fue una prostituta convertida a Dios y que experimentó la misericordia del que no mira, ni recuerda, el pasado de las personas. Rebeca, esposa de Isaac, que vivió siempre cumpliendo la voluntad de Dios, incluso en las dificultades más extremas, siendo modesta, trabajadora y hospitalaria. Rut, nuera ejemplar de Noemí y mujer trabajadora por excelencia o Sara, esposa de Abrahán, que dejó la vida cómoda de la ciudad de Ur porque tenía fe en las promesas de Dios, consciente de que él siempre cumple sus promesas.
Ya en el Nuevo Testamento destaca, cómo no, María, la madre de Jesús, la humilde nazarena: obediente, dispuesta, sacrificada, dolorosa y fiel. La mujer del sí. Nuestra madre. Bendita entre todas las mujeres.
También aparecen muy unidas a Jesús las otras “Marías”: la de Cleofás y Salomé, María la hermana de Lázaro, mujer ejemplo de fe, de recogimiento y adoración, y María la Magdalena, la discípula del Señor, generosa y ferviente; entregada a la causa de Cristo; testigo de su resurrección. De este grupo de las cercanas al Señor debemos añadir a Marta, la otra hermana de su buen amigo de Betania, hospitalaria, sentida y fiel. También a Isabel, la madre del precursor, familia de la Virgen, depositaria de la bondad de Dios y protagonista de la visita de su prima, en la que esta entonará el Magníficat como acción de gracias.
En el libro de los Gálatas (3, 28) se nos dice que Jesús no hace distinciones: “no hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer”. Es por eso que no tiene inconveniente en comer con pecadores y prostitutas, ni de encontrarse y acercarse a mujeres, muchas también sin nombre, como la pecadora, a la que finalmente no juzgan, la hemorroísa que fue curada, las viudas con sus diversos problemas o con otras como la Samaritana, que le espeta con franqueza sus inquietudes, la cananea que le muestra su tenacidad como “madre coraje” o la Verónica que, en el momento extenuante de su pasión, recibe como premio a su valentía y a su fe, su imagen en el paño con el que le enjuga el rostro.