Entre amigos

Por José Ramón Díaz-Torremocha

(de las Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)

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¡Habían pasado tantos años! Aquel viaje emprendido, aunque duro y a veces con importantes dudas en su corazón, lo había hecho alegre al cabo de pocos minutos de iniciado, feliz por dejar atrás tanta y tan continua confusión. Con frecuencia, tanto dolor. Siempre da alegría volver a la casa de la que saliste de “correría” por el mundo.

Acababa de llegar a casa. Su padre, feliz, se esmeraba en que el hijo se sintiera bien recibido y que le llegara el calor de hogar de esa bienvenida. Pronto vería también a su madre. Charlando pues llevaban tiempo sin verse, se encaminaron a una cercana mesa camilla en cuyas faldas, cobijaron sus piernas y en cuya tabla, apoyaron sus brazos tomando asiento en simples y cómodos pequeños sillones de enea.

Primero, charlaron sobre lo que había sido durante aquel largo periodo en el que estuvo fuera de casa, el destino de tantos familiares y amigos con los que el hijo había perdido contacto años atrás. ¿Sería fácil localizarlos? El padre por toda respuesta, hizo un gesto ambiguo que tanto podía interpretarse como un sí o como un no. Satisfecha en parte, la curiosidad del recién llegado, se hizo un profundo silencio entre los dos. El padre, esperaba, como siempre.

Lentamente, como quitándose un gran peso de encima, el hijo comenzó a contar lo que habían sido todos esos largos años de ausencia. Los éxitos, los fracasos, sus dudas y sus vacilaciones. La vergüenza, también surgió en algún momento, propiciando incluso algunas lágrimas, por lo que suponía haber faltado del cuidado de su padre. Por haberle casi olvidado en ocasiones y a veces durante años. Por olvidar las necesidades de su padre.

El padre le dejó hablar. Tenía que desahogarse, soltar todo lo que le consumía. De los recuerdos de tantos años sembrados de ingratitud. Al hijo, al recién llegado, le sonaba como en falsete aquellas respuestas amortiguadas por el buen querer de su progenitor. Esperaba al menos algunas palabras de dura crítica y que entendía muy merecidas. Pero no aparecieron.

Alrededor de aquella mesa, de aquel brasero sólo encendido para que el hijo percibiera el calor de hogar, el calor de la bienvenida, el calor que recordaba de su niñez, continuaron hablando largo rato y al hijo, le sorprendía hasta qué punto estaba el padre al tanto de sus andanzas.

Le parecía curioso que su progenitor de quien bien conocía su genio, que le había visto aplicar con sus hermanos mayores, no estaba dejándolo aparecer para con él. Que sólo le observaba como con cierta comprensión. Con la comprensión de un padre.

Tenían sentimientos que parecían encontrados. El que debía aparecer enfadado, no lo estaba, todo lo contrario, y el que debía estar alegre, sentía un profundo malestar en su alma. Se preguntaba: ¿merecía aquel recibimiento por parte de su buen padre a quien le constaba cuánto había hecho sufrir? Recordó el artículo de la Regla de las Conferencias de San Vicente: “conscientes de su propia fragilidad y debilidad, sus corazones laten al unísono con los pobres. No juzgan a los que sirven”[i]

Ambos, roto el dique que el hijo había construido para justificarse ante sí mismo de su ausencia para con el progenitor, se levantaron con lo que el padre había deseado siempre: habiendo recuperado a aquel hijo y éste, a aquel padre, tantas veces olvidado.

Despertó acalorado y en contra de lo que le sucedía habitualmente, esta vez recordó el sueño completo y con absoluta nitidez. ¿Qué había sucedido? ¡Sólo había sido un sueño!

Recordó a Francisco, Obispo de Roma y cuánto le había marcado escucharle: que “somos mendigos de misericordia”[ii].

Así se había sentido él frente a su Padre: mendigo de Su infinita Misericordia. Empezó a entenderlo todo y no se le ocurrió más que musitar: gracias por Tus Gracias. Gracias por Tu Misericordia. Perdona mis continuas faltas de amor.

A Cristo por María, siempre en y con María.

 

[i] Regla de la Sociedad de San Vicente de Paúl, art. 1.9

[ii] Francisco, mensaje del Corpus de 2020,

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