Por Ángel Moreno
(de Buenfuente)
Hoy se habla mucho de espiritualidad, que no es lo mismo que hacerlo del Espíritu Santo. El término “espiritualidad” tiene un significado amplio, un tanto líquido, como se dice ahora, porque incluye métodos de relajación, de meditación, ejercicios de silencio, días de desierto, prácticas de consciencia o llamadas a la atención; sin embargo, en general son expresiones un tanto egocéntricas, autorreferenciales, con deseos de autoconocimiento, de autoaceptación y con cierto narcisismo.
El Espíritu Santo es persona, ofrece y reclama una relación, un trato íntimo. Es la revelación suprema del amor de Dios y tiene como misión aconsejar, defender, consolar, fortalecer, inspirar, instruir, acompañar, acciones que implican un tú de referencia, que no es solo un movimiento introspectivo, sino una relación interpersonal.
Es muy diferente hacer un ejercicio espiritual, que tener relación con el Espíritu Santo. A Él se le puede invocar y Él escucha, atiende y responde cuando lo llamamos de forma adecuada. Él viene en ayuda de nuestra debilidad, es el orante permanente de nuestro santuario interior; en tiempos de intemperie acude en nuestra defensa, y pone en nuestros labios las palabras adecuadas.
Gracias al Espíritu Santo siempre es posible comenzar de nuevo. Él nos ofrece el don de la misericordia, el perdón de los pecados, la regeneración de nuestras costumbres. Y también nos regala la sensibilidad para apreciar la belleza, gustar la poesía, extasiarnos ante el bien y la bondad; y sobre todo, nos enciende los deseos de amar, pues es el Amor de Dios.
Quien se abre a la relación con el Espíritu Santo experimenta el acompañamiento discreto, amigo, permanente, que toma diversas formas: se manifiesta en los acontecimientos, a través de personas que se cruzan en nuestra vida, en palabras oportunas en el momento adecuado; y sobre todo, a través de la Sagrada Escritura y de los Sacramentos.
Quien cree en el Espíritu Santo se sabe hijo de Dios, templo suyo, sacramento de Cristo, por haber sido ungido, crismado en el bautismo y en la confirmación, y puede tratar con Dios de manera familiar, confiada, porque sabe que está habitado y abrazado por el amor divino.
Es muy diferente, después de un ejercicio de silencio o de meditación, encontrarse con uno mimo, que encontrarse con Dios. El sosiego posible que se alcanza después de un ejercicio de gimnasia, de un tiempo de deporte, después de una hora de camino, y que sin duda repercute en bienestar, no alcanza a responder a las preguntas más esenciales: ¿Quién soy? ¿Por qué he nacido? ¿Para quién soy? ¿Cuál es mi destino? Preguntas que reclaman una dimensión trascendente y teologal, a las que un ejercicio físico o deportivo, o un ejercicio mental no pueden responder.
El Espíritu Santo, Señor y dador de vida, tiene poder para reanimar las fuerzas, renovar la creación, trascender la vida, inflamar el corazón de amor. No de manera automática ni especulativa, sino por la fe en Él, quien impulsa a abandonarse en sus manos, porque tiene designios de amor y no de aflicción. El creyente, aunque pase por la experiencia del límite, gracias al Espíritu, permanece confiado.