Por Jesús Francisco Andrés
(Delegado diocesano de Pastoral de la Salud)
Nos encontramos en pleno tiempo de Pascua y una de los verbos que más se repiten en los textos litúrgicos es ALEGRAOS.
Hace tiempo escuchábamos una canción que decía: “estoy alegre porque un día Cristo me salvó y también me transformó y, por eso, alegre estoy”.
Hace unos días el Papa Francisco nos decía que no le gustan los pastores -sacerdotes- con “cara de vinagre”, ni sacerdotes ni fieles. Todos nosotros tenemos motivos para estar alegres, a pesar de los problemas, de las dificultades, de las circunstancias duras de la vida.
Hace ya tiempo alguien -no voy a revelar su nombre- me decía: “No puedo entender que te guste trabajar aquí en el hospital, aquí sólo hay penas y desgracias”.
¿Seguro?. Cuando vemos un niño nacer, un anciano que recibe el alta, un padre o madre de familia al que le anuncian que las pruebas han dado todo bien y que no hay ni tumor, ni nada por el estilo... y podía continuar la lista, a todas esas personas les decimos “qué pena o qué desgracia”?.
Cuando vamos a visitar a alguien -familiar, amigo, vecino...- ya sea al hospital o a su casa ¿de verdad vamos con el corazón cargado de alegría?
Un día escuchaba que la alegría es como el perfume, no se ve, pero se siente, es penetrante y lo invade todo. Y, reconozcamoslo, la alegría del que nos habla nos hace sentirnos mejor, nos transforma, nos relaja y nos da fuerzas.
Todos sabemos dónde está la fuente de la alegría, en el Señor Resucitado. Él nos ofrece alegría para acoger al necesitado, para no cerrar nuestros ojos ante tanta injusticia en el mundo, para compartir con los niños nuestra fe, para visitar al que está solo en su casa o en la habitación de un hospital, para vivir nuestra fe en las celebraciones litúrgicas y para mostrar a todos, con nuestras palabras y con nuestras obras que estamos alegres y no nos faltan motivos.
