Por Agustín Bugeda
(Vicario general)
Al llegar el 19 de abril de este 2015, no puedo si no hacer memoria de otro 19 de abril, hace ya 10 años, donde el mundo entero estábamos pendientes de una “chimenea” y de un “balcón”.
Serían las 6 de la tarde cuando la “fumata blanca” nos señalaba que teníamos un nuevo Papa. Yo me encontraba desde las 5 en la Plaza de San Pedro. Estabámos comenzando a celebrar las Vísperas con un grupo de personas cuando la “fumata blanca” nos sorprendió y una gran alegría pasó de unos a otros, compartiendo, rezando, dando gracias, abrazos… como ocurre siempre en la Plaza de San Pedro, en esa comunión católica que no tiene en cuenta nada, sino solamente que somos miembros del nuevo Pueblo de Dios.
Al rato con la plaza ya totalmente abarrotada salía al balcón el nuevo Papa, que adoptaría el nombre de Benedicto XVI. Aquel que tenía la protección de San José por su nombre de pila, quería ahora ponerse bajo la protección e imitación de San Benito, el monje patrón de Europa.
Precisamente la semana anterior, el Cardenal Ratzinger había ido a prepararse al Conclave a un convento de benedictinas, y la casulla que en su momento esas benedictinas hicieron para San Juan Pablo II, sería la que él llevaría en la celebración de comienzo de su ministerio como obispo de Roma que ejerce el ministerio petrino.
Un estilo de vida casi monacal, que siempre había llevado, asumiendo que era el pastor universal de la Iglesia, es el que marcó los años profundos, orantes, litúrgicos, doctrinales, laboriosos, sencillos… del Papa Benedicto XVI. Nunca agradeceremos bastante al Señor la riqueza de su magisterio en todo momento que sigue iluminando e iluminará por mucho tiempo el quehacer eclesial.
Viéndolo en la distancia, está claro que el Espíritu Santo nos quiso regalar este gran Papa casi monje, entre el torbellino también del Espíritu de San Juan Pablo II y el Papa Francisco.
Con una decisión única, llena de humildad y entrega confiada en las manos del Padre, decidió vivir sus últimos años como Papa emerito siendo ya monje casi por completo. Precisamente en un monasterio habilitado por su antecesor para monjas de clausura en los jardines vaticanso, es donde él ha decidido pasar en oración y trabajo sencillo, sus últimos años de servicio a la Iglesia. Su testimonio orante, contemplativo y reflexivo sigue siendo un referente para todos nosotros.
Por eso al recordar la elección de Benedicto XVI no me queda sino dar inmensas gracias a Dios, no solamente por él, sino por los grandes y santos Papas que el Señor ha regalado a su Iglesia en el siglo XX y comienzo del siglo XXI, todos ellos son lo que el Espíritu quería para todos nosotros en el momento preciso. Podemos decir que los cardenales han sabido estar atentos a la voz del Espíritu, a los deseos del Señor y no a los suyos propios.
Con San Juan Bosco, como decía a sus alumnos, yo también me digo y digo a todos, “no digáis viva Pío IX!, o León XIII!, sino ¡viva el Papa!”. No digamos yo soy de Benedicto, o yo de Juan Pablo, o de Francisco… no utilicemos al Papa como bandera de ninguna idea o sensibilidad, sino digamos desde lo profundo del corazón yo soy del Papa, sea el que sea, y el Papa es el gran don que nuestro Señor hace siempre a su Iglesia para conservarla en la fidelidad al Evangelio.
¡Viva Benedicto XVI! ¡Viva Francisco!, pero ante todo, ¡Viva el Papa!