Las manos del Padre, las manos de Benedicto XVI

A la luz de la homilía del Papa Francisco en el funeral de Benedicto XVI

 

Por Jesús de las Heras Muela

(Periodista y sacerdote. Deán de la catedral de Sigüenza)

 

 

 

 

 

 

 

 

Reconozco mi sorpresa inicial al conocer, un par de días antes, el Evangelio que el Papa Francisco había elegido para el funeral de su antecesor, Benedicto XVI.  Era el pasaje lucano de la muerte de Jesús, acompañado por los dos ladrones o, como se traduce ahora, malhechores. Pero recapacité en la frase final de este fragmento evangélico: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46), palabras finales del Señor antes de expirar.

Inmediatamente después cotejé este texto evangélico con la primera lectura elegida para el funeral y me encontré con un breve, pero hermosísimo pasaje, del profeta Isaías, que nos presenta a Dios Padre como el Alfarero que con sus manos amorosas y providentes moldea nuestro barro humano (cf. Is 29,16).

Al escuchar y leer la homilía de Francisco, pronto entendí el mensaje que el Papa quería transmitir. Pronto me fijé en la expresión «las manos» y hasta conté las veces en que esta palabra era reiterada por Francisco: ni más ni menos que en 19 ocasiones.

 

Las manos de Dios

 

Pero antes de proseguir con mi relato y evocación, creo que es bueno recordar la importancia de las manos de Dios en la Sagrada Escritura. Y es que precisamente uno de los símbolos más frecuentes de Dios Padre es la mano. La mano, o el brazo, es el símbolo de la intervención activa de Dios en la historia, en todas sus diversas formas y circunstancias.

 

La mano de Dios en la creación del hombre, Miguel Ángel, Capilla Sixtina

 

Manos de Dios que nos crean: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo» (Génesis 2, 7); manos de Dios que liberan: «Liberó a Israel… con mano poderosa, con brazo extendido» (Salmo 136); manos de Dios que corrigen: «El ímpetu de tu mano me acaba» (Salmo 39); manos de Dios que socorren en la debilidad: «Que tu mano me auxilie» (Salmo 119); manos de Dios que cubren: «Me estrechas detrás y delante, me cubres con tu palma» (Salmo 139); manos de Dios que protegen: «Que tu mano proteja a tu elegido y al hombre que tú fortaleciste» (Salmo 79); manos de Dios que conceden con generosidad sus bienes: «Abres tú la mano y sacias de favores a todo viviente» (Salmo 145); manos de Dios que salvan: «La mano del Señor no se queda corta para salvar» (Isaías 59); mano de Dios que llevan tatuados nuestros nombres «en las palmas de sus manos» (Isaías 49).

El símbolo de la mano o del brazo del Señor se encuentra también en el Nuevo Testamento. María, en el Magníficat, canta «las proezas de su brazo», y Cristo pone su espíritu en las manos del Padre, frase inicial, motriz y matriz de este artículo.

Nuestro Dios no está de brazos cruzados. Tiene manos, en suma, que inspiran confianza; que no están cerradas, sino abiertas; manos que son signo de cercanía, ternura y amor. Y, al respecto, escribe el padre capuchino cardenal Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia: «¿Quién de nosotros no lleva en el corazón el recuerdo de una mano que, de pequeño o de mayor, estrechó la nuestra en el dolor, en el miedo, en el peligro? ¿Quién no sabe lo que es una mano amiga? Un niño que lleva, tranquilo, su manita dentro de la de su papá es para el hombre la mejor manera de caminar con Dios».

 

Las manos de Benedicto XVI

 

Y vuelvo a aquella mañana para la historia,  mañana de tímida niebla y de sol intermitente del jueves 5 de enero de 2023, y  cuando por primera vez en la historia un Papa enterraba a otro Papa (propiamente lo fue Pío VII, quien en 1802 pudo enterrar a Pío VI, muerto, en 1799,  en el destierro que le impuso Napoleón Bonaparte), a la mente y al corazón me vino instantánea la imagen que más me impactó del cuerpo muerto de Benedicto XVI en su capilla ardiente: sus manos yertas y macilentas, bien aferradas, bien cruzadas para sostener un gran rosario, al que evoqué, con palabras de la bellísima oración del beato Bartolo Longo al Santo Rosario de María, como «la dulce cadena que nos une al cielo».

También recordé, al instante, que, cuando en la tarde del 19 de abril de 2005, Benedicto XVI, recién elegido Papa, salió al balcón central de la basílica vaticana a saludar y a bendecir, urbi et orbi, a los fieles, el nuevo Papa movía tímidamente las manos, no sabía qué hacer con ellas, debido quizás a su timidez natural y al enorme impacto de la tan altísima responsabilidad que acababa de recibir sobre sus hombros y también sobre sus manos.

 

Uno de los múltiples encuentros entre Francisco y Benedicto XVI

 

Manos de pianista, escritor, sacerdote y obispo

 

Asimismo, hice memoria que siempre me habían llamado la atención las manos de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI: finas, estilizadas, elegantes, alargadas, aunque proporcionadas, delicadas; y que, al respecto, un amigo me dijo que eran lo propio de las manos de un pianista.

Ya lo sabíamos, pero sobre todo lo comprobamos después, que Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, un prolífico y fecundísimo escritor, solo escribía a mano, nunca a máquina o a ordenador.   También vino a mi recuerdo cuando, el 12 de diciembre de 2012, inauguró la presencia de un Papa en la red social de Twitter y la delicadeza y el cuidado con el que sus manos teclearon la Tablet con la que comenzó, echando las redes, la aventura misionera pontificia en el océano digital de la citada red social.

Y pensé en sus manos de profesor y de conferenciante, de confesor y de consejero espiritual, del pastor y del servidor en el gobierno de la Iglesia; en sus manos que estrecharon miles y millones de manos de ricos y de pobres, de poderosos y de menesterosos, de líderes mundiales políticos y religiosos y de hombres y mujeres sencillos del pueblo santo de Dios.

Las manos del predicador, del sacerdote, manos tan necesarias, casi imprescindible, sobre todo, para la administración de los sacramentos, esto es, para mediante ellos hacer presente el amor y la gracia de Jesucristo, en cuyo nombre y persona actúa el sacerdote, «alter Christus in aeternum».  Manos del obispo con las que ordena presbíteros y obispos, y unge, mano a mano, el óleo santo y de dulce olor, el crisma santo de Jesucristo.

Recordé, igualmente, otra imagen, cuando en torno a las 5 de la tarde del jueves 28 de febrero de 2013 abandonaba los palacios apostólicos (tres ahora más tarde pasaría a ser papa emérito) y en el coche que le aguardaba en el patio de San Dámaso, junto a él, en los asientos traseros, acomodaron, en un cesto, a una gatita blanca, a la que Benedicto pronto acarició…

 

Aquí están mis manos…, llagadas de dolor y de amor

 

«Aquí están mis manos» (Jn 20,27), le dijo Jesús resucitado a Tomás, recordó Francisco en la homilía del 5 de enero de 2023. Y añadió: «Y lo dice a cada uno de nosotros: “Aquí están mis manos”. Manos llagadas que salen al encuentro y no cesan de ofrecerse para que conozcamos el amor que Dios nos tiene y creamos en él (cf. 1 Jn 4,16)».

Las manos llagadas de Benedicto XVI por el paso de los años, por la vejez tan avanzada, en la que murió. Manos llagadas de tanto orar frente a las llagas de los pecados, de los abusos, de los escándalos, de las infidelidades, de las incomprensiones, de las críticas y de los prejuicios.

Manos llagadas que ya Benedicto XVI entendió, desde el comienzo, que le iban a corresponder, al asumir el yugo (aunque suave y ligero desde el Corazón de Cristo, yugo, al fin y al cabo) del ministerio apostólico petrino: «Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia», frase textual suya, en la misa solemne del comienzo de su pontificado, el 24 de abril de 2005, que Francisco retomó en el funeral del 5 de enero de 2023.

 

Manos que ya buscaban otras manos

 

Pero, además, manos unidas, uncidas, ungidas, no ya solo con cinta de la ordenación sacerdotal y después episcopal, sino con el Santo Rosario de María. Manos que ya buscaban otras Manos: las manos de misericordia del Padre, en que siempre puso su confianza.

Manos de Benedicto XVI, ungidas «con el perfume de la gratitud y el ungüento de la esperanza», como afirmó Francisco, por toda la Iglesia, «para demostrarle, una vez más, ese amor que no se pierde».

Manos orantes de la Iglesia a la que tanto amó y tan bien sirvió y que lo despidió, con su pastor supremo a la cabeza, «con la misma unción, sabiduría, delicadeza y entrega que él supo esparcir a lo largo de los años».  Y por lo que «queremos decir juntos: “Padre, en tus manos encomendamos su espíritu”». Y por lo que queremos y necesitamos rubricar y orar juntos: «Benedicto, fiel amigo del Esposo, que tu gozo sea perfecto al oír definitivamente y para siempre su voz». Al sentir el calor, la textura y abrazo sin fin de sus manos.

 

Las manos de Francisco y de Benedicto XVI salen al encuentro

 

Besad las manos que son Cristo

 

Por último, séame permitido concluir estas líneas con la canción mediante la cual la asamblea fiel ha besado y besa las manos del sacerdote recién ordenado; y que se lo dediqué, de todo corazón y de puntillas por su grandeza tan humilde y tan tierna, a Benedicto XVI:

«Besad las manos que Dios ha ungido, besad las manos que son de Cristo. Manos tendidas hacia la blancura, amigas en la pena y el dolor, manos que tocan con temblor a Cristo y dan al hombre paz y perdón. Besad las manos que Dios ha ungido, besad las manos que son de Cristo».

 

Artículo publicado en 'Nueva Alcarria' el 13 de enero de 2023

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