Por José Ramón Díaz-Torremocha
(Conferencia Santa María, Guadalajara)
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Seguramente la mayoría de aquellos que queremos entregarnos a obras que se ocupen de aliviar el sufrimiento de los otros, de nuestros convecinos y más allá, alguna vez hemos sentido que algún amigo nos “empujaba” desde arriba. No soy, ni de lejos, un teólogo por lo que de antemano pido excusas si escribo, con la mayor buena fe, algún pequeño despropósito teológico.
Según voy cumpliendo años, identifico esas ayudas con más frecuencia y con profunda humildad. También es cierto que, por esos años cumplidos, cada vez el número de mis amigos “en el piso de arriba” son más numerosos, hasta que un día sea uno con ellos, como espero. Afortunadamente, entre la mayoría de mis amigos a lo largo de toda mi vida, han predominado los cristianos y los miembros de las Conferencias de San Vicente de Paúl. Unida esa realidad a la misericordia de Dios en la que creo a pie juntillas, me hacen confiar en su cercanía y en su ayuda, en la Comunión de los Santos. No pido la intercesión de alguno de ellos en particular, eso sería arrogarme una capacidad eclesial de la que carezco. Pero, dirigiéndome al “totum revolutum” de todos en conjunto, alguno seguro que se ocupa del amigo que aún no está entre ellos y permanece en la Iglesia militante y peregrina. Un amigo, servidor, que intenta cumplir, con poca fortuna en ocasiones, -reconocido queda- los Consejos Evangélicos.
Entre ellos, permítame, amigo lector, que recuerde a un buen sacerdote que ya se encuentra en la Iglesia del “piso de arriba”, de aquellos que ya están en la presencia de Dios o al menos lo vislumbran un poco, “allá lejos”, mientras terminan de purificarse para ser recibidos en la Iglesia Triunfante. Decía aquel sacerdote que “a veces nos iba mal como Iglesia, porque no nos acostumbrábamos a compartir la gracia de Dios”. Creo que tenía toda la razón. Los dones que el Buen dios nos regala y las gracias que recibimos, con las que incluso nacemos, debemos examinarnos para ser conscientes de haberlas recibido. No siempre accedemos a esa conciencia, ese conocimiento y con frecuencia, ni tan siquiera lo intentamos.
Es sin duda de una gran dificultad, el llegar a conocernos pues, ese conocimiento, implica conocer lo bueno y también los defectos que nos acompañan. A esto último, al conocimiento de los defectos, somos poco propensos desafortunadamente. Sin embargo, hemos de conocernos con la mayor crudeza posible y como habrá de aconsejarnos San Agustín: “conócete, acéptate, supérate”. Ese es el camino. Cuando conoces con facilidad tus capacidades y tus defectos, estás en disposición de poder servir al mundo de la mejor forma posible. Serás capaz de servir mejor que, en definitiva, es para lo que llegamos a este mundo todos, pero con mayor obligación para superarnos lo que queremos ser seguidores de Cristo: los cristianos.
¡Recuerdo a todos ellos! A tantos amigos de los que tanto he recibido en el terreno espiritual y en el puramente humano.
Al margen de este encuentro mensual con mis amigos del mundo, anunciar que no entiendo lo que ha pasado en la Asamblea Internacional de las Conferencias. Pero se bien que el Mal no puede nunca tener más fuerza que el Bien, aunque lo parezca algunas veces en el corto plazo. Oremos y cada uno, seamos conscientes de nuestra personal responsabilidad ante el Buen Dios. Todos.
A Cristo, con y por María.