Por Jesús de las Heras Muela
(Sacerdote y periodista)
Cuando la Iglesia estudia, proclama, celebra y venera la gloria de los mártires, no busca ni señala culpables, sino héroes y modelos. La glorificación de nuestros mártires no va contra nadie ni contra nada. No es un ejercicio justiciero y resentido de la memoria de la historia, sino un acto de justicia y una siembra de los mejores y más necesarios valores para todos.
Los mártires son los primeros y mejores hijos de la Iglesia de Jesucristo porque supieron y pudieron imitar al Maestro y Señor. Los mártires son los más cualificados y creíbles testigos de la fe y de la mejor humanidad porque con su sangre derramada inocentemente sembraron las tierras y los caminos del mundo de dignidad, lealtad, fidelidad, coherencia, valentía, ardor, compromiso, perdón, paz, reconciliación y amor.
Creo que estos pensamientos gozan también de plena vigencia a propósito de la gozosa beatificación, el sábado 23 de mayo, de uno los cristianos más extraordinarios y carismáticos del siglo XX: el arzobispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero, asesinado por odio a la fe, hace 35 años, mientras celebraba la eucaristía. Estos planteamientos son, serán, igualmente válidos para la beatificación, anunciada para el 6 de diciembre próximo, de otros tres mártires cristianos en América Latina, los misioneros europeos asesinados por Sendero Luminoso, también por odio a la fe, en Perú, en 1991. No importa si fue la extrema derecha la que causó el primer martirio y la extrema izquierda la responsable del segundo. Todos son igual de mártires, su sangre derramada por Jesucristo y por su Iglesia es igualmente válida, preciosa y fecunda. No hay mártires de primera ni de segunda. Puede haber, coloquialmente hablando, santos que algunos inspiren más o menos devoción. Pero todos ellos son igual de santos.
Cuentan que en vida del padre Pío de Pietrecilna, en alguna ocasión, los fieles se lo «disputaban»… «El padre Pío es nuestro, es mío… ». Conocedor el santo capuchino de los estigmas de estas apropiaciones indebidas, exclamó: «¡El padre Pío es de todos, el padre Pío quiere ser de todos!».
La misión del santo y del beato, más aún incluso del mártir, es una vocación de universalidad y de seguir contribuyendo a la eclesialidad, a la evangelización y a una nueva y mejor humanidad. El Papa, en el mensaje que dirigió al actual arzobispo de San Salvador el mismo día de la beatificación de Romero, destacó que el nuevo beato «supo guiar, defender y proteger a su rebaño, permaneciendo fiel al Evangelio y en comunión con toda la Iglesia». Es más, Francisco, confeso admirador de Romero e indudable impulsor de su beatificación, concretó y enfatizó al respecto recordando que «la voz del nuevo beato sigue resonando hoy para recordarnos que la Iglesia, convocación de hermanos entorno a su Señor, es familia de Dios, en la que no puede haber ninguna división». Y por si quedaban dudas, el Papa señaló que «monseñor Romero nos invita a la cordura y a la reflexión, al respeto a la vida y a la concordia».
¡Claro que el beato mártir Óscar Romero fue y sigue siendo voz de los sin voz, voz de los desheredados, flagelo contra las injusticias y los autores de las mismas! ¡Claro que denunció y combatió, desde el ejercicio de su ministerio episcopal, el clamor, brutalmente acallado, de su pueblo oprimido por poderes idolátricos y poderosos corruptos y sin escrúpulos! ¡Claro que «se distinguió por una particular atención a los más pobres y marginados»! Y todo ello lo hizo desde el Evangelio y para la evangelización. Y todo lo consagró a la causa mayor de la reconciliación, de la paz y de la justicia en su amado país.
Por todo ello, creemos que el mejor modo de seguir su modelo y legado es ponernos bajo su intercesión y servir también a la concordia, sin querer sacar de la celebración de su beatificación –incluidas asistencias o presuntas ausencias- nada que enturbie el resplandor de su contribución a ella -a la concordia- y sin revanchismos, apropiaciones, exclusiones o sectarismos del signo que sean.