Por Alfonso Olmos Embid
(Director de la Oficina de Información)
Cada 7 de julio se celebra la fiesta de San Fermín, un joven que entregó su vida a Cristo con amor y valentía. Aunque hoy es conocido en todo el mundo por las animadas fiestas de Pamplona, en el corazón de esta tradición late una historia de fe profunda.
San Fermín nació en Pamplona en el siglo III y fue uno de los primeros cristianos de la región. Bautizado por San Honesto y formado en la fe, se convirtió en obispo y predicó el Evangelio con pasión, especialmente en la ciudad de Amiens (Francia). En tiempos difíciles, cuando ser cristiano significaba arriesgar la vida, Fermín no dudó: siguió anunciando a Cristo hasta el final. Por no renegar de su fe, fue encarcelado, torturado y finalmente decapitado. Su martirio, hacia el año 303, fue una muestra de su amor total a Dios.
Hoy, en las fiestas de San Fermín, muchas personas llevan un pañuelo rojo atado al cuello. No es solo una costumbre festiva: ese color rojo recuerda la sangre que San Fermín derramó por Cristo, el signo de su martirio. También se utiliza vestimenta blanca, símbolo de la pureza de su corazón, de su entrega limpia, alegre y sincera al Evangelio.
Para los creyentes, San Fermín no es solo una figura del pasado: es un modelo actual de fidelidad, de coraje y de alegría cristiana. Nos enseña a vivir la fe sin miedo, con un corazón limpio y una voz valiente.
Que en medio de la fiesta y la alegría, no olvidemos el motivo verdadero de nuestro gozo: celebramos a un santo que vivió y murió por amor a Dios. Nuestro calendario festivo está plagado de celebraciones diversas en honor a los mártires. No olvidemos su testimonio.
¡San Fermín, mártir de Cristo, ruega por nosotros!