Por Alfonso Olmos Embid
(Director de la Oficina de Información)
En pleno mes de diciembre, cuando las calles se iluminan y los escaparates exhiben sus mejores reclamos comerciales, la Iglesia vuelve a recordar que el Adviento no es simplemente la antesala del gran festín navideño, sino un tiempo de espera activa y de mirada interior. Mientras el mundo se apresura entre compras anticipadas, ofertas relámpago y agendas saturadas de compromisos sociales, la tradición cristiana invita a detenerse, a respirar hondo y a recuperar el sentido profundo de estos días que preceden al nacimiento de Jesús.
El espíritu del Adviento, marcado por la esperanza, la conversión y la vigilancia, contrasta con la prisa consumista que domina el ambiente. En una sociedad que con frecuencia relega a Dios al ámbito privado o lo diluye en celebraciones desprovistas de trascendencia, la Iglesia propone una actitud distinta: abrir espacios de silencio, reconciliación y solidaridad. No se trata de renunciar a la alegría festiva, sino de devolverle su raíz, recordando que la Navidad no nace de un escaparate, sino de un pesebre humilde.
En este contexto, la Iglesia insiste en la importancia de preparar el corazón, de mirar a los más vulnerables y de redescubrir el mensaje que dio origen a esta fiesta: la llegada de un Dios que se hace cercano. Frente a un clima social que a menudo prioriza lo inmediato, lo material y lo efímero, el Adviento aparece como una llamada a la esperanza profunda, esa que impulsa a construir paz, tender puentes y acoger la luz que representa el nacimiento de Cristo.
Así, en medio de un mundo que corre, la invitación es a esperar; en medio del ruido, a escuchar; y en medio del consumismo, a volver a lo esencial.
















