Una Iglesia en salida, siempre adelante, como san Junípero Serra

Por Jesús de las Heras

(sacerdote y periodista)

 

 

 

San Junípero, el misionero llagado de la misericordia

 

Se llamaba Miguel José Serra Ferrer. Nació en Petra (Mallorca) el 24 de noviembre de 1713.  Nació en el seno de una familia humilde, piadosa, numerosa, analfabeta y laboriosa. A los 16 años sintió el imán y la atracción del pobre de Asís, del mínimo y dulce Francisco e ingresó en su Orden. Tras la profesión de los votos, en 1731, hubo de cambiar su nombre: ya no sería Miguel José, sino Junípero en memoria y honor a uno de los primeros seguidores de santo de Asís, llamado así. Estudio Teología y Filosofía, obteniendo en estas materias las máximas titulaciones académicas, de la que fue profesor. Con 24 años fue ordenado sacerdote y pronto se convirtió en uno de los predicadores y profesores más reputados y fecundos de la isla. Estaba llamando a grandes servicios y cargos…

Pero la vocación volvió a llamar a las puertas de su corazón: quería ser misionero en las Indias, aunque se le partía el alma solo de pensar que ello significaría que tendría que alejarse –quizás de por vida- de sus queridos padres. Pero el resto lo hizo la fuerza y la gracia de la llamada y en el alba del otoño de 1749 partía lejos de su querida Mallorca, partía rumbo al nuevo mundo, rumbo, en concreto, a México.

El ardiente e incansable misionero herido

Tras tres meses de travesía interminable, el 7 de diciembre 1749 la nave atracaba en Veracruz. Más de cien lenguas (unos quinientos kilómetros) tenía todavía pendiente de camino hasta llegar el primero de sus destinos misioneros, en Ciudad de México. Como la expedición dependía de la Corona española, a los frailes franciscanos que formaban parte de ella  se les brindó un carruaje para recorrer aquella distancia. Pero Junípero, que nunca olvidaba a Francisco, entonces lo recordó más vivamente: “Jamás Francisco habría recorrido este camino, ¡no aunque fueran cien leguas!, en carruaje regio; habría ido a pie”. Y así lo hizo, junto a otro fraile. En el camino, Junípero contrajo una enfermedad en una pierna, cuya herida jamás se cerraría, que ya nunca cicatrizó. Era la herida de Dios, la herida de la misericordia y del amor, la herida del celo evangelizador, la herida de los pobres, de los indígenas, de los esclavos, de los sin voz, con los que habría de pasar el resto de sus años.

A partir de entonces, de 1750, comenzó la segunda y definitiva etapa de su vida. Primero fueron ocho años de ministerio abnegado y tan duro entre los indígenas Pame de la Sierra Gorda mexicana y otros ocho años más en Ciudad de México.

En 1767, los jesuitas, en plena ofensiva de las cortes borbónicas contra la Compañía de Jesús, que incluso lograrían su supresión pontificia temporal en 1773 y hasta 1814, fueron expulsados de California. A cambio, los franciscanos fueron llamados a la Baja California a reemplazarles. En 1769, la Orden Seráfica de san Francisco de Asís llamó a fray Junípero para encabezar en el servicio, en el ardor y en el amor al grupo de franciscanos que habría de adentrarse en California, con el objetivo añadido y exigido por la Corona española de extender la frontera de España y ocupar el norte de la región Comienzan los quince últimos años de su vida, los más luminosos, las más dolorosos, los más frenéticos, los más apasionados, los más entregados, los más fecundos, acompañado por su llaga abierta, por su herida sin cicatrizar.

Ciudades denominadas con nombres expresamente cristianos –Los Ángeles, San Diego, Santa Clara, Santa Bárbara, Sacramento, San Antonio, San Luis, San Gabriel, Sacramento, San Francisco…- surgieron de su portentosa iniciativa evangelizador y civilizadora. Nueve misiones, una cada 48 kilómetros (la distancia que recorre un caballo en una jornada), se sucedieron, gracias a su celo y ardor, por toda la costa californiana hacia el Pacífico, en medio de pueblos indígenas, cuyo mejor abogado fue precisamente el fraile de la herida abierta, el ya santo Junípero Serra. Cuentan y testifican sus biógrafos que a menudo se peleaba con las autoridades militares sobre el modo cómo eran tratados los indígenas. Y hasta relatan las crónicas que los maltratos a los indígenas incrementan el dolor de su herida, que supuraba febril e indignada… Y es que para fray Junípero aquellos indígenas eran hermanos, eran hijos, eran la carne de Cristo.

Narran y certifican asimismo los cronistas que una incursión española en el área causó distintas y graves enfermedades, que tanto afectaron a los indígenas y a su hermano, padre y apóstol de misericordia Junípero Serra. Su salud también se debilitó, mientras proseguía viajando sin cesar, convirtiendo por miles a los nativos y creando civilización, derechos y dignidad para todos ellos.

Y la herida floreció

En una de sus misiones, en la de San Carlos Borromeo, en Carmel, su cuerpo entero fue todo él una herida. Y la gracia, que siempre está en el fondo de pena y la salud naciendo de la herida, hizo que sus llagas, como las de Francisco, como las del Señor, florecieran para siempre, se hicieran pascua para la eternidad. Era el 28 de agosto de 1784.

El 25 de septiembre el Papa Juan Pablo II, desafiando falsos prejuicios e injustas campañas ideologizadas y ateniendo a la verdad de los hechos y de las pruebas, lo proclamó beato. Ahora, la Iglesia, a través de los correspondientes y nuevos procesos canónicos y la voluntad del Papa Francisco, acaba de reconocer definitivamente su santidad. Y lo hizo, lo acaba de hacer, un 23 de septiembre, el día de la memoria litúrgica de otro franciscano –capuchino- llagado, de otro misionero de la misericordia: san Pío de Pietrelcina (1887-1968), en las vísperas precisamente del Año de la Misericordia. En las cosas de Dios, nunca hay casualidades…, sino providencias.

Y su herida es ya llaga luminosa y gloriosa. Y su “siempre adelante”, su lema, toda una consigna y una interpelación para los cristianos de hoy, para que, como nos pidió el Papa Francisco, seamos constructores y sembradores de una Iglesia en salida. De una Iglesia siempre adelante, que se nutre de la Palabra, de la plegaria, de los sacramentos y del amor a María, y que sale, ungida a ungir, a los caminos de la vida y de la humanidad, también a pie como fray Junípero, también llagada como el nuevo santo, con tan solo el vino de la alegría y el aceite de la misericordia.

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