El arzobispo de Valladolid y presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), cardenal Ricardo Blázquez Pérez, y el secretario general, José María Gil Tamayo, participan como representantes de la CEE en el Congreso Eclesial “Medellín 50 años” que se inició el 23 de agosto, en Medellín (Colombia) y se desarrollará hasta el 26 de este mismo mes.

Este encuentro está organizado por el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM); la Confederación Latinoamericana de Religiosas y Religiosos (CLAR); el Secretariado Latinoamericano y del Caribe de Cáritas (SELACC) y la Arquidiócesis de Medellín” para conmemorar la segunda Conferencia General del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), organismo que representa y agrupa a los episcopados latinoamericanos.

El Congreso tendrá lugar en las mismas instalaciones del seminario que acogió aquella histórica Conferencia del 26 de agosto al 7 de septiembre de 1968. 50 años después, los impulsores de estas jornadas quiere “conmemorar y proyectar el mensaje de Medellín como un eje clave de la Iglesia en el continente, en diálogo con la Iglesia universal”.

Podéis acceder al programa completo en la web creada para la ocasión.

 

Fuente: conferenciaepiscopal.es

Declaraciones de Fernando Giménez Barriocanal,  vicesecretario para Asuntos Económicos de la Conferencia Episcopal Española, sobre la pregunta registrada para la publicación de los bienes inmatriculados:

 

“En España existen cerca de 40.000 entidades que son reconocidas como Iglesia Católica a nivel civil y que tienen la autonomía que le reconocen las normas civiles y canónicas, en todo, también en su capacidad de inmatriculacion de inmuebles. La Conferencia Episcopal no dispone de un registro de bienes inmuebles de la Iglesia.

Las 23.000 parroquias y los varios miles de ermitas y otros lugares de culto no pudieron ser inscritos en el registo hasta finales de los años 90. En muchos casos se trata de centros de culto edificados hace muchos siglos.

El proceso de inmatriculacion por certificacion no es, en ningún caso, un mecanismo de adquisición de la propiedad de un bien. El
acto de registrar no concede la propiedad simplemente la registra. Los bienes se adquieren a traves de los sistemas que prevé la legislacion con carácter general. Por tanto, a través de los mecanismos de inmatriculacion por certificacion previstos en la ley (y que dejaron de ser operativos en 2015), lo único que se procuró es dejar constancia de una realidad que es anterior al propio acto de registrarla.

En cualquier caso, la propia legislacion prevé mecanismos para corregir los errores si los hubiere en dicho proceso ya que, como hemos indicado, la inmatriculacion no es un mecanismo de adquisicion de la propiedad.

Los más de 3.000 bienes inmuebles de interes cultural que administran las instituciones de la Iglesia en España aportan una riqueza, cultural, educativa, religiosa y por supuesto, economica muy relevante a nuestro pais. De acuerdo con un estudio publicado por la prestigiosa consultora PWC, la puesta a disposición de la sociedad de dichos bienes aportan a la economia nacional más de 22.000 millones de euros al año (2% del PIB).

La Conferencia Episcopal no hace valoraciones sobre la posibilidad de que se publiquen los datos del registro (datos de los que la propia Conferencia Episcopal no dispone) siempre que dicha publicacion se haga conforme a la legislacion vigente y siempre que opere el principio de no discriminación".

 

 ENTREVISTA A FERNANDO GIMÉNEZ BARRIOCANAL (audio: pincha link)

 

Fuente: Cadena Cope

 

El papa Francisco ha publicado una Carta dirigida al Pueblo de Dios en la que condena  los abusos sexuales.

 

CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL PUEBLO DE DIOS

 

«Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26). Estas palabras de san Pablo resuenan con fuerza en mi corazón al constatar una vez más el sufrimiento vivido por muchos menores a causa de abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas. Un crimen que genera hondas heridas de dolor e impotencia; en primer lugar, en las víctimas, pero también en sus familiares y en toda la comunidad, sean creyentes o no creyentes. Mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado. Mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse. El dolor de las víctimas y sus familias es también nuestro dolor, por eso urge reafirmar una vez más nuestro compromiso para garantizar la protección de los menores y de los adultos en situación de vulnerabilidad.

  1. Si un miembro sufre

En los últimos días se dio a conocer un informe donde se detalla lo vivido por al menos mil sobrevivientes, víctimas del abuso sexual, de poder y de conciencia en manos de sacerdotes durante aproximadamente setenta años. Si bien se pueda decir que la mayoría de los casos corresponden al pasado, sin embargo, con el correr del tiempo hemos conocido el dolor de muchas de las víctimas y constatamos que las heridas nunca desaparecen y nos obligan a condenar con fuerza estas atrocidades, así como a unir esfuerzos para erradicar esta cultura de muerte; las heridas “nunca prescriben”. El dolor de estas víctimas es un gemido que clama al cielo, que llega al alma y que durante mucho tiempo fue ignorado, callado o silenciado. Pero su grito fue más fuerte que todas las medidas que lo intentaron silenciar o, incluso, que pretendieron resolverlo con decisiones que aumentaron la gravedad cayendo en la complicidad. Clamor que el Señor escuchó demostrándonos, una vez más, de qué parte quiere estar. El cántico de María no se equivoca y sigue susurrándose a lo largo de la historia porque el Señor se acuerda de la promesa que hizo a nuestros padres: «Dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,51-53), y sentimos vergüenza cuando constatamos que nuestro estilo de vida ha desmentido y desmiente lo que recitamos con nuestra voz.

Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los pequeños. Hago mías las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando, en el Via Crucis escrito para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de tantas víctimas y, clamando, decía: «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! […] La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (cf. Mt 8,25)» (Novena Estación).

  1. Todos sufren con él

La magnitud y gravedad de los acontecimientos exige asumir este hecho de manera global y comunitaria. Si bien es importante y necesario en todo camino de conversión tomar conocimiento de lo sucedido, esto en sí mismo no basta. Hoy nos vemos desafiados como Pueblo de Dios a asumir el dolor de nuestros hermanos vulnerados en su carne y en su espíritu. Si en el pasado la omisión pudo convertirse en una forma de respuesta, hoy queremos que la solidaridad, entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierta en nuestro modo de hacer la historia presente y futura, en un ámbito donde los conflictos, las tensiones y especialmente las víctimas de todo tipo de abuso puedan encontrar una mano tendida que las proteja y rescate de su dolor (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 228). Tal solidaridad nos exige, a su vez, denunciar todo aquello que ponga en peligro la integridad de cualquier persona. Solidaridad que reclama luchar contra todo tipo de corrupción, especialmente la espiritual, «porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya que “el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz (2 Co 11,14)”» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 165). La llamada de san Pablo a sufrir con el que sufre es el mejor antídoto contra cualquier intento de seguir reproduciendo entre nosotros las palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9).

Soy consciente del esfuerzo y del trabajo que se realiza en distintas partes del mundo para garantizar y generar las mediaciones necesarias que den seguridad y protejan la integridad de niños y de adultos en estado de vulnerabilidad, así como de la implementación de la “tolerancia cero” y de los modos de rendir cuentas por parte de todos aquellos que realicen o encubran estos delitos. Nos hemos demorado en aplicar estas acciones y sanciones tan necesarias, pero confío en que ayudarán a garantizar una mayor cultura del cuidado en el presente y en el futuro.

Conjuntamente con esos esfuerzos, es necesario que cada uno de los bautizados se sienta involucrado en la transformación eclesial y social que tanto necesitamos. Tal transformación exige la conversión personal y comunitaria, y nos lleva a mirar en la misma dirección que el Señor mira. Así le gustaba decir a san Juan Pablo II: «Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse» (Carta ap. Novo millennio ineunte, 49). Aprender a mirar donde el Señor mira, a estar donde el Señor quiere que estemos, a convertir el corazón ante su presencia. Para esto ayudará la oración y la penitencia. Invito a todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio penitencial de la oración y el ayuno siguiendo el mandato del Señor,[1] que despierte nuestra conciencia, nuestra solidaridad y compromiso con una cultura del cuidado y el “nunca más” a todo tipo y forma de abuso.

Es imposible imaginar una conversión del accionar eclesial sin la participación activa de todos los integrantes del Pueblo de Dios. Es más, cada vez que hemos intentado suplantar, acallar, ignorar, reducir a pequeñas élites al Pueblo de Dios construimos comunidades, planes, acentuaciones teológicas, espiritualidades y estructuras sin raíces, sin memoria, sin rostro, sin cuerpo, en definitiva, sin vida[2]. Esto se manifiesta con claridad en una manera anómala de entender la autoridad en la Iglesia —tan común en muchas comunidades en las que se han dado las conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia— como es el clericalismo, esa actitud que «no solo anula la personalidad de los cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente».[3] El clericalismo, favorecido sea por los propios sacerdotes como por los laicos, genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo.

Siempre es bueno recordar que el Señor, «en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 6). Por tanto, la única manera que tenemos para responder a este mal que viene cobrando tantas vidas es vivirlo como una tarea que nos involucra y compete a todos como Pueblo de Dios. Esta conciencia de sentirnos parte de un pueblo y de una historia común hará posible que reconozcamos nuestros pecados y errores del pasado con una apertura penitencial capaz de dejarse renovar desde dentro. Todo lo que se realice para erradicar la cultura del abuso de nuestras comunidades, sin una participación activa de todos los miembros de la Iglesia, no logrará generar las dinámicas necesarias para una sana y realista transformación. La dimensión penitencial de ayuno y oración nos ayudará como Pueblo de Dios a ponernos delante del Señor y de nuestros hermanos heridos, como pecadores que imploran el perdón y la gracia de la vergüenza y la conversión, y así elaborar acciones que generen dinamismos en sintonía con el Evangelio. Porque «cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11).

Es imprescindible que como Iglesia podamos reconocer y condenar con dolor y vergüenza las atrocidades cometidas por personas consagradas, clérigos e incluso por todos aquellos que tenían la misión de velar y cuidar a los más vulnerables. Pidamos perdón por los pecados propios y ajenos. La conciencia de pecado nos ayuda a reconocer los errores, los delitos y las heridas generadas en el pasado y nos permite abrirnos y comprometernos más con el presente en un camino de renovada conversión.

Asimismo, la penitencia y la oración nos ayudará a sensibilizar nuestros ojos y nuestro corazón ante el sufrimiento ajeno y a vencer el afán de dominio y posesión que muchas veces se vuelve raíz de estos males. Que el ayuno y la oración despierten nuestros oídos ante el dolor silenciado en niños, jóvenes y minusválidos. Ayuno que nos dé hambre y sed de justicia e impulse a caminar en la verdad apoyando todas las mediaciones judiciales que sean necesarias. Un ayuno que nos sacuda y nos lleve a comprometernos desde la verdad y la caridad con todos los hombres de buena voluntad y con la sociedad en general para luchar contra cualquier tipo de abuso sexual, de poder y de conciencia.

De esta forma podremos transparentar la vocación a la que hemos sido llamados de ser «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1).

«Si un miembro sufre, todos sufren con él», nos decía san Pablo. Por medio de la actitud orante y penitencial podremos entrar en sintonía personal y comunitaria con esta exhortación para que crezca entre nosotros el don de la compasión, de la justicia, de la prevención y reparación. María supo estar al pie de la cruz de su Hijo. No lo hizo de cualquier manera, sino que estuvo firmemente de pie y a su lado. Con esta postura manifiesta su modo de estar en la vida. Cuando experimentamos la desolación que nos produce estas llagas eclesiales, con María nos hará bien «instar más en la oración» (S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 319), buscando crecer más en amor y fidelidad a la Iglesia. Ella, la primera discípula, nos enseña a todos los discípulos cómo hemos de detenernos ante el sufrimiento del inocente, sin evasiones ni pusilanimidad. Mirar a María es aprender a descubrir dónde y cómo tiene que estar el discípulo de Cristo.

Que el Espíritu Santo nos dé la gracia de la conversión y la unción interior para poder expresar, ante estos crímenes de abuso, nuestra compunción y nuestra decisión de luchar con valentía.

Vaticano, 20 de agosto de 2018

Francisco

[1] «Esta clase de demonios solo se expulsa con la oración y el ayuno» (Mt 17,21).

[2] Cf. Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Chile (31 mayo 2018).

[3] Carta al Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Pontificia Comisión para América Latina (19 marzo 2016).

El domingo 19 de agosto, en su domicilio en Valverde de los Arroyos, falleció, a los 90 años, María Mata, viuda de Víctor Bermejo, y madre de tres hijos (María, Félix y Rosario). Desde 1972 y durante casi dos décadas, María fue la “patrona” de los curas de Valverde. En su domicilio y con ella y su familia, vivieron trece sacerdotes, los trece párrocos de la localidad que se fueron sucediendo a lo largo de aquellos años. Cinco de estos sacerdotes concelebraron en sus exequias, en la mañana del lunes 20 de agosto, en una repleta de fieles iglesia parroquial de Valverde.

María Mata fue una mujer laboriosa, lista, sencilla, acogedora, familiar y bien nutrida de la fe y de la piedad de los sencillos. Fue, también y de algún modo, la última de la “patronas” de nuestros curas rurales.

El domingo 9 de septiembre, a partir de las 11:30 horas, el programa “Pueblo de Dios” de TVE, en la 2, emite un reportaje sobre la acción de la Iglesia en Sigüenza en el marco del Año Jubilar de la Catedral de Sigüenza. El programa fue grabado en julio pasado.  El sacerdote y periodista alcarreño Julián del Olmo (1942), que en las próximas semanas se jubilará, es el director de “Pueblo de Dios”.

A partir del lunes 10 de septiembre, en internet, en www.rtve.es a la carta esta emisión se podrá ver y descargar, buscando el título del programa (Pueblo de Dios) y su fecha de emisión (9 de septiembre de 2018). Además, esta emisión se volverá a ofrecer el jueves 13 de septiembre, a las 9 horas, también en la 2 de TVE. “La catedral de la serranía” es el título del reportaje.

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