Por Jesús Montejano

(Delegación de Piedad Popular, Hermandades y Cofradías)

 

 

En numerosos medios podemos escuchar la triste realidad de la España vacía. Un tema antiguo que se pone de moda, como tema de debate más que a un nivel realmente efectivo. El mundo rural se encuentra en una grave situación de despoblación. No tenemos que ir a otros lugares de Castila o Aragón. Lo podemos comprobar en nuestros pueblos, vacíos de niños y casi también de ancianos.

Muchas expresiones de la Piedad Popular nacieron en las parroquias rurales, y aún hoy convocan a numerosas personas que, aunque viven en otros lugares, regresan para la fiesta del patrono o patrona.

De hecho se pude constatar cómo las devociones del mundo rural fueron llevadas a las ciudades, como expresión de la religiosidad nacida en el campo.

En el mes de mayo celebramos la fiesta de San Isidro, patrono del campo y del mundo rural. Numerosos pueblos, especialmente en donde se cultiva la mies, honran la memoria y  patronazgo del santo labrador.

Numerosas ermitas y santuarios son la meta de muchas personas que expresan su fe de esta manera, presentan sus necesidades y manifiestan su devoción, que hunde sus raíces en lo más profundo de la persona.

De ahí que valoremos, cuidemos y promocionemos estas expresiones de la piedad por parte de las cofradías, hermandades, parroquias y ayuntamientos. Son un acontecimiento de primer orden para la evangelización, la transmisión de la fe en la familia, el valor de la sencillez y la humildad, el compromiso social y la caridad, la necesaria visibilidad de la fe, la justa reivindicación de los medios que necesitan nuestros pueblos para poder seguir subsistiendo.

La Piedad Popular hunde sus raíces en la cultura, y la nuestra es rural, aunque se esté quedado vacía.

Por la Comunidad de la Madre de Dios

(Monasterio de Buenafuente del Sistal)

 

 

Queridos amigos:

 

Jesucristo ha resucitado, aleluya, aleluya!

Verdaderamente ha resucitado, aleluya, aleluya!

 

Cerca ya del ecuador de esta Pascua, para nosotras está lleno de sentido este saludo pascual, pues nos ayuda  a no perder de vista que la muerte ha sido vencida. Es verdad, “sus heridas nos han curado” (1Pe 2, 24 b); entonces “vivamos para la justicia” (1Pe 2, 24 b). Es decir: aceptémonos a nosotros mismos, para aceptar y querer a nuestros hermanos como son. Esto sólo es posible desde la experiencia de sentirnos amados y redimidos por Cristo gratis, en nuestros pecados. Sabernos amados por Jesucristo cuando nos equivocamos, cuando somos perezosos, cuando somos egoístas, cuando por orgullo no aceptamos una corrección, cuando cometemos la peor maldad que se nos ocurra…Porque el Amor de Dios es inevitable. Este es el quicio de nuestra fe.  

En este tiempo pascual, el libro bíblico que más se proclama en la liturgia es el de los Hechos de los Apóstoles, y una de las cuestiones que siempre resuena en nuestro corazón, es el tema de la fraternidad. 

Cuando una entra en el Monasterio, la entrega y la ofrenda personal es emblemática, el “Solo Dios” del hermano Rafael. Con el correr de los días, pronto la futura monja va intuyendo que el Señor nos ha reunido, como dice la invocación al Espíritu Santo (Epíclesis) de la Plegaria eucarística III, para que: “fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu”. 

Hace ya algunos años, reflexionando y rezando este deseo de  ser en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu, una hermana tuvo la oportunidad de leer: “¿Es posible la fraternidad humana?, la utopía cristiana”. Una pequeña obra, ya descatalogada, de nuestro vecino Antonio Gil de Zúñiga. La cercanía y confianza con el autor y el entusiasmo por el contenido del libro, le llevó a insistirle en la necesidad de reeditarlo. Y, gracias a Dios y a la tenacidad del autor, el Sábado Santo por la tarde, en el contexto de la espera de la Vigilia Pascual, se presentó, en Buenafuente del Sistal una versión actualizada de aquel libro, con el nuevo título: “Tenían un solo corazón, la fraternidad cristiana”. El tributo que ha abonado la Comunidad Monástica, para ver realizado su deseo,  de que esta reflexión sobre la fraternidad llegase a los cristianos del s. XXI, ha sido la pequeña colaboración en la obra de dos de nuestras hermanas: sor Mª Nela y sor Inmaculada. Esperamos que, como a nosotras, os entusiasme el deseo de Jesús: “Para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21).

 

Unidos en Cristo Resucitado

vuestras hermanas de Buenafuente del  Sistal

Por Ángel Moreno

(de Buenafuente)

 

 

 

 

No me dejas. Te acompaño.

No vas solo, voy contigo.

No me buscas, yo te llamo.

No me inventas, yo te he hecho.

 

Desde el seno, yo te quiero.

Tú bien sabes que eres mío.

No te esfuerces en recuerdos,

Sin nostalgia. ¡Eres nuevo!

 

Hoy comienzas privilegio.

¿Lo percibes? Yo te envuelvo

de presencia tan adentro?

¿No lo notas? Yo te habito.

 

No preguntes, vive atento.

¿Por qué dudas? ¡Mira el hecho!

No mendigues, soy pan tierno.

Y guardemos el secreto.

 

Dame el sí, y caminemos.

Ten seguro el horizonte.

En la meta, yo te espero.

Mientras, haces el sendero.

 

Desde siempre, te hecho mío.

Para siempre eres ungido.

Aquí estoy, ¡amigo mío!

¡Vamos, sigue el camino!

Por Ángel Moreno

(De Buenafuente)

 

 

El día 6 de mayo de 1957 entraba en el seminario, para hacer el cursillo de discernimiento, junto a 106 compañeros. Y hoy, 9 de mayo de 2019, fiesta de san Juan de Ávila, la diócesis reconoce de manera especial el ministerio de los sacerdotes que cumplen 50 y 25 años de servicio a la Iglesia, entre los que me encuentro, por haber sido ordenado el 14 de septiembre de 1969, y celebrar por ello mis bodas de oro, sacerdotales, y también de capellán de Buenafuente.

Los primero años de mi estancia en el Sistal, cuando éramos testigos de la evolución favorable del Monasterio, habiendo estado a punto de cerrarse, entonábamos el salmo 125, porque nos parecía soñar, y las lágrimas se volvían cantares, y la sementera, cosecha. Hoy, soy yo quien me parece soñar, cuando tengo que hacerme consciente de cumplir 50 años de sacerdote, y todos ellos en Buenafuente. Reconozco que naturalmente no se explica, ni el cambio del Monasterio de Buenafuente, ni mi permanencia en el mismo y concreto lugar, durante tanto tiempo. Esta historia solo se explica por la misericordia de Dios. Y reconozco también que no ha sido menor la mediación entrañable de la Virgen María, sobre todo en momentos recios.

 

Por todo ello, deseo entonar mi Magnificat:

Cómo no agradecerte, Señor, estar vivo, después de haber sufrido accidentes tan graves, y haberme mantenido en tu servicio sin merma de facultades.

Reconozco el regalo que me hiciste, Señor, de los años en los que me acompañó mi madre. Ella fue casa abierta, posibilidad hospitalaria, razón de retornar a casa. Mujer recia, que supo arriesgarse, como Maria, en la misión de su hijo.

Te doy gracias, Señor, porque desde el principio pusiste en mí el deseo de comentar diariamente tu Palabra y adentrarme en el conocimiento de las Sagradas Escrituras. Por aquellos primeros días, que transcurrían en inmensa soledad, y tu presencia en el Sacramento de la Eucaristía era mi alivio y la cita de subsistencia.

No me invento, Señor, Tú lo sabes, los momentos de intensa consolación, que te agradezco, y que son los hitos ungidos de mi historia, que me permiten no apartarme del camino en situaciones complejas.

Lo he reconocido públicamente: “A mí me han hecho mis amigos”, tantas relaciones favorables. Gracias Señor por ellos, porque han sido y son luz, estímulo, puerto franco, posibilidad de verbalizar el alma, sana emulación. ¡Qué diferente es poder tener un altar comunitario, a no saber dónde celebrar la Eucaristía! Gracias, Señor, por la Comunidad monástica, por quienes cada día damos visibilidad al icono del Iglesia. Reconozco que ha sido y es la columna vertebral de mi ministerio, sobre todo en esos días largos de invierno, al poder participar de las Horas Litúrgicas.

Soy privilegiado por el acompañamiento que he tenido, a lo largo de tantos años, de sacerdotes y de laicos, que han compartido y comparten tarea y mesa, regalo, Señor, de tu Providencia.

Gracias a ti, Señor, por el don de la fe, que me permite fiarme de ti, y abandonarme a tus manos, y por la presencia e intercesión amorosa de tu Madre. ¡Gracias!

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