Por Alfonso Olmos

(Director de la Oficina de Información)

 

 

Es un dicho popular, pero, como dice mi madre, “todos los refranes caminan”. El nuevo gobierno tiene prisa para determinadas cosas, y las prisas no son buenas. Se proponen nombres y personas que, nombrados o no, se apartan inmediatamente del oficio para el que habían sido propuestos con celeridad; se anuncian, sorpresivamente, iniciativas sobre temas que han de solucionarse cuanto antes, teniendo como protagonista a la Iglesia, sus instituciones o sus convicciones profundas; se cree oportuno arrinconar, cuanto antes, la religión; se pretende poner fin, en breve, a conflictos que necesitan una serena reflexión; se camina con decisión para legalizar acciones que van en contra, claramente, del “no matarás”, se pretende implantar en los centros educativos, sin posibilidad de elección, doctrina contraria a los principios de muchos y todo esto con mucha prisa, puesto que no se sabe cuánto durará la legislatura presente.

Ante las prisas de algunos conviene utilizar vocablos como diálogo, consenso, unanimidad, reflexión, prudencia, serenidad, paciencia o calma. Son palabras utilizadas, y actitudes puestas en práctica, por los demócratas del mundo entero. Nos viene bien a todos caminar por estos caminos para que la crispación social no crezca, y para que la convivencia pacífica sea la seña de identidad de nuestro pueblo.

Mientras tano la Iglesia seguirá trabajando, como hasta ahora, para combatirla pobreza, acogiendo a los que tienen que salir fuera de su tierra buscando una vida con más posibilidades, promoviendo el arte, la cultura y la educación integral y en valores, atendiendo a las personas enfermas y a los ancianos y buscando el bien común y la armonía entre todos.

Por Juan Pablo Mañueco

(escritor y periodista)

 

 

Triángulo pleno de amor blanco, Amparo,

Reina coronada en aureola alba

Incienso en rosas y en flora y alma

Amparo brota de ti por todos lados

 

No sólo Amparo albo de tu manto mana,

Guadalajareña imagen, la del vestirse blanco:

Una diestra mano cetro que gobierna y brazo

Largamente hablan, sin usarse las palabras.

 

Oración tu rostro sereno y tus ojos altos

Parece que imploran, mientras nos muestras al Muchacho.

 

Levanto a ti mi rostro extenuado, y tú me lo bañas

En paz, sosiego, alivio, aliento y calma…

 

¡Oh fuente, oh río, oh clara

DIVINA MIRADA que desde arriba baja!

 

NOTO TU PRESENCIA AQUÍ, mientras que acaso

OYERA YO decirle a mi mente el primer verso de este árbol

 

DE AMOR, que estoy componiendo aquí, al ver tu cara,

BLANCO fulgor coronado, manto blanco que irradia

 

AMPARO de serenidad a quien anduviera desalentado.

Amparo de quietud y calma a quien mirase en busca de tu Amparo.

 

¿O fui yo,

triángulo pleno de amor blanco, Amparo,

o el propio Dios

quien imaginó el primer endecasílabo que ahora ha florecido en este rimado árbol?

 

 

Juan Pablo Mañueco

Del libro "Cantil de Cantos VIII. Poemas místicos" (2017)

 

 

Vídeo sobre autor: 

https://www.youtube.com/watch?v=HdKSZzegNN0&feature=youtu.be 

 

Información sobre el libro "Cantil de Cantos VIII. Poemas místicos":  

http://aache.com/tienda/654-cantil-de-cantos-viii.html

Por José Ramón Díaz-Torremocha

(Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)

 

Tenía una gran sensibilidad y era hombre de oración y de acción. A pesar de que vivía lejos del lugar en el que se publican estos artículos, le conocía bien. Una acción y una oración, que siempre iban dirigidas a pedir por evitar el sufrimiento o por ayudar a hacer frente a las necesidades de los otros. Ya fueran asistidos o lo fueran los consocios de su Conferencia por los que sentía una especial preferencia espiritual. Decía – Jacinto – que su deseo era estar siempre en oración. Estar en contacto con Él el mayor tiempo posible. 

Un día, un consocio de su Conferencia, cayó gravemente enfermo. El mucho trabajo de los hijos, todos viviendo fuera de la pequeña población en la que lo hacía Jacinto y el consocio enfermo, se convirtió en un suplicio para su pobre esposa que le velaba en la práctica día y noche, a la vez que atendía su casa. Se la veía, día a día, ir desmejorándose y adelgazando cómo si la enferma fuera ella y no el marido. 

La Conferencia, afortunadamente, era de las que, como es debido, se preocupaba antes de los propios consocios, que de llevar el amor hacia fuera del grupo. Decía Jacinto, que si entre ellos no lo tenían – el amor, el afecto, la fraternidad – difícilmente podrían extenderlo más allá de la Conferencia en su entrega por y para aquellos que sufrían. Por lo tanto, con frecuencia, se acercaba a ver al hermano enfermo. Un día, encontraron los dos consocios que le visitaban, uno de ellos era Jacinto, tan agotada a la esposa del consocio enfermo, que cuando acabaron la visita e iban a marcharse, Jacinto pidió permiso a la dueña de la casa para quedarse un rato más con el enfermo, que ya prácticamente no atendía y que así podría aprovechar ella, para dar una pequeña “cabezada” para reponerse un poco. La mujer, que  llevaba prácticamente varios días “maldurmiendo”, se retiró a su cuarto a la vez que el otro consocio, abandonaba la casa para atender otras gestiones de la Conferencia que ambos – Jacinto y él -  tenían asignadas. 

Jacinto, sacó el rosario y un pequeño librito de la “Imitación de Cristo” que siempre le acompañaba. Tranquilamente se puso a orar. 

Hacia el amanecer, con los primeros rayos de luz de la mañana del día siguiente, la agotada esposa se despertó y al ver la claridad del nuevo día, asustada por el tiempo que había dormido, imaginó que llegada cierta hora, Jacinto, sin hacer ruido para no despertarla, habría abandonado la casa. Su pobre marido estaría sin las medicinas necesarias que ella le proporcionaba de acuerdo a un calendario de pared y sin atender en el resto de sus necesidades. 

Salió precipitada al pequeño cuarto de estar y su sorpresa fue encontrarlo allí, un tanto adormilado, pero con su rosario en la mano desgranando avemarías. Le pidió perdón por haber dormido mucho más que una simple cabezada y le comento, su preocupación por las medicinas que suponía no tomadas por el enfermo. 

La tranquilizó Jacinto. Las había tomado todas de acuerdo a lo que indicaba el calendario de pared. Se levantó, pasó por la habitación del enfermo, rezo un poco en voz alta y casi como avergonzado de haber roto la intimidad de aquel matrimonio, marchó para su casa. Su servicio, había acabado por aquella noche. Pero su Rosario, seguía acompañándole en su mano. 

No fue la última vez que lo hizo. Comentó el asunto con el resto de sus compañeros de Conferencia y durante varias semanas, hasta que el Buen Dios acogió al consocio enfermo, al menos un par de veces cada siete días, algún consocio pasaba una mañana, una tarde o una noche, a su cabecera. El tiempo necesario para que su entregada esposa, pudiera descansar unas pocas horas o hiciese los recados imprescindibles y rompiendo la posible soledad que sintiera el consocio a quien todos, le hablaban sin saber muy bien si eran o no escuchados. Pero le hablaban. Sí que era por parte de todos, un acto de amor fraterno. 

Toda la Conferencia acudió al entierro. Alguno de los hijos agradecido a Jacinto, verdadero motor de aquella iniciativa de entrega, se acercó a abrazarle y darle las gracias. Jacinto, al liberarse del abrazo, solo le dijo mirando a sus consocios: “Misión cumplida. Ahora ya está todo él en las manos del Buen Dios. ¡Pero somos tan pocos y vamos siendo tan mayores!” En silencio y acompañado del resto de los consocios, se alejaron buscando el primer Sagrario ante el que postrarse para dar gracias por el servicio realizado. 

Dicen, que en unos meses, nació una nueva Conferencia en algún punto del mundo, que coincidía con el lugar del domicilio de un hijo del bueno de Jacinto. 

Otro día, quizás, contaré alguna otra historia de Jacinto. Tiene muchas. Todas de entrega. Todas de donación: de donarse. Seguro que el amable lector, el indulgente lector, me perdonará y en algún momento, puede que hasta le guste alguna de ellas. 

¡Que María nos acompañe! Siempre María.

 

Por la Comunidad de la Madre de Dios

(Monasterio de Buenafuente)

 

 

Muy queridos en Cristo Resucitado, Sacramento de Amor para nosotros y para el Mundo entero: “Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios fuera de ti que hiciera tanto por el que espera en ti” (Is 64, 3). Y en una de sus carta, san Pablo añadió: “ni mente humana concibió, lo que Dios preparó para quienes le aman” (1Co 2, 9). Este texto, que se proclamó en el Oficio de Lectura de La Santísima Trinidad, nos ayuda muchísimo a nosotros, cristianos del s. XXI, demasiado habituados a  validarlo todo con el método científico y descartar aquello que no lo supere. Sin embargo, Dios existe, todos nosotros somos sus testigos. Cada día en nuestro encuentro personal con Jesús en la oración, nosotras libramos un combate para salir de nosotras mismas y abrirnos a Su voluntad:

  • Para escapar a la tiranía social de la autosuficiencia.
  • Para que la escucha de su Palabra sea el faro que ilumine nuestros pasos.

Y nos descubrimos pobres, necesitadas de su Misericordia y de la ayuda y guía de las hermanas y de la Iglesia. Somos Comunidad, Pueblo de Dios, imagen de la Santísima Trinidad, que es Comunidad de Personas -Padre, Hijo y Espíritu Santo-, no individuos aislados. Compartimos la fe y los dones que de Dios recibimos.

Por tanto, sin miedos, dejemos descansar nuestro corazón en Dios, en el Amor concreto que nos tiene a cada uno. Como el discípulo amado, podemos recostarnos en el pecho del Señor. Nadie nos conoce como Él, dice san Pedro: “Descargad en él todo vuestro agobio, que él se interesa por vosotros” (1Pe 5,7). A diario, en nuestro caminar hacia la Casa del Padre, abandonemos todo empeño de querer comprender a Dios y entender nuestra vida. Como decía el mayor de los seis hermanos, que perdieron a sus padres en accidente de tráfico el día de san Isidro: “A Dios no hay que entenderle, hay que quererle”. A esto creemos que, nos llama el Señor, a vivir en el Misterio del Amor de Dios, muchas veces en el Misterio de la vida, en medio de esta sociedad convulsa por tantísimos acontecimientos y sufrimientos que ni se pueden concebir. A ser personas de fe como nuestros padres y abuelos: “¡Bendito quien confía en el Señor y busca en Él su apoyo!” (Jer 17, 7).

El domingo, del Corpus Christi, en el himno del Oficio de Lectura se decía y repetía este verso: “Cristo en todas las almas y en el mundo la Paz”.  Así de sencillo, que Cristo sea nuestro Único Señor y que nuestra vida sea eucarística, entregada y sacrificada por nuestros hermanos, para que se dejen enamorar y pacificar por Jesús.

Con estas solemnidades, hemos llegado casi al inicio del verano y comienza el aumento del trabajo en Buenafuente del Sistal, un buen momento para reforzar nuestra comunión en la oración. ¡Feliz verano!

 

Unidos en la oración y en la misión

vuestras hermanas de Buenafuente del  Sistal

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