Por José Ramón Díaz-Torremocha
(Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)
Quienes nos leen a los que escribimos algo, aunque sea tan poco y tan pobremente como lo hago yo, agradecemos, como es humano, las felicitaciones o las palabras amables para con nuestros artículos y opiniones. Pero, siendo esto absolutamente cierto, en mi caso y sé que en otros muchos, aprecio más cuando me señalan errores que me hacen cuidar futuros escritos y repensar en lo mal escrito y en su porqué.
Después de publicar el artículo del mes de septiembre 2018 titulado “Jacinto y él recoge colillas” un querido lector del otro lado del mar, me hizo llegar una severa crítica a través de un correo electrónico por otro lado muy amable y que agradecí mucho por lo señalado en el párrafo anterior. Como recordarán los que siguen estos artículos mensuales, en aquel, en el de septiembre, se trataba de contar cómo un consocio, llamado Jacinto, viendo a un ser humano en necesidad recoger colillas del suelo para fumárselas, acabó suministrándole un paquete cada día, para evitar que siguiera fumando los recogidos del suelo. Me señalaba mi crítico lector, que “sobraba el contar que le daba todos los días el paquete de tabaco que, sin duda, le dañaba”. Lo agradecí mucho, - el correo – pues me daba la ocasión como he indicado más arriba para releer y repensar lo escrito. Si lo volviera a escribir, me pregunté: ¿me influiría la opinión del lector y lo haría diferente?
Posiblemente lo escribiría exactamente igual y no por “sostenella y no enmendalla”. No. No quiero caer en el defecto en el que seguramente tantas veces he incurrido y en el que se incurre con tanta frecuencia cuando se pretende ayudar a otro: decidir nosotros qué es lo que necesita sin ocuparnos de lo que él realmente desea y siente su falta. Sin preguntar al protagonista: al que sufre la carencia.
Es cierto que fumar mata. Como tantas veces se nos dice hoy cuando huimos de alguien que lo hace a nuestro rededor. Es verdad. Pero ¿es así como hemos de actuar? ¿Somos nosotros llamados a obligar al que lo necesita a que su necesidad sea la que nosotros estimamos necesaria, buena y oportuna?
Sin duda, será muy sano para su salud, que el amigo Jacinto y su compañero de Conferencia, (en las Conferencias de San Vicente siempre vamos en pareja a encontrarnos con el que sufre), será bueno que aconsejen a Roberto para que disminuya y hasta si es posible que suprima, el hábito del tabaco y así, seguramente, se lo aconsejaran. Pero ¿imponérselo?
Si el Buen Dios no nos impone nada, si Él respeta hasta que le traicionemos, si Él no hace más que indicarnos el camino y nos invita a seguirlo: ¿quiénes somos nosotros para imponer nada al hermano, con frecuencia caído, que necesita cualquier tipo de ayuda? Es a su necesidad a la que tenemos que atender. Tal y como él la sienta. No como a nosotros nos gustara o quisiéramos que la sintiera.
A veces, al que sufre y al que nos acercamos con intención de ayudarle, de acogerle, lo único que le queda es su derecho a equivocarse. ¡No se lo neguemos también!
No le neguemos el buen consejo, desde luego, al que estamos en conciencia obligados, como nos recuerdan las Obras de Misericordia espirituales. Pero dejemos que sea él quien decida. Recordemos cómo me recordaba a su vez hace solo unas semanas en una magnífica intervención pública una buena amiga que: "no pretendamos tanto cambiar a los demás pues a la única persona a la que realmente podemos cambiar, es a nosotros mismos".
Si me encontrara en la misma situación, intentaría actuar como mi consocio Jacinto. Le aconsejaría lo que considerara lo mejor para él, pero no se lo impondría.
Pediría a María fuerzas para vencerme y ver al que sufre y no verme a mí mismo y sólo con mis valores.