Jesús Francisco Andrés Andrés
Delegado de Pastoral de la Salud
Hace unos días celebrábamos junto al Papa Francisco y a toda la comunidad de la Iglesia la II jornada mundial de la pobreza.
En su lema leíamos “este pobre gritó y el Señor lo escuchó”. Pero hay muchos pobres, demasiados, que no tienen fuerza ni para gritar.
A nuestro alrededor, en nuestro bloque, en nuestro barrio, en nuestra ciudad... muy cerca de nosotros hay muchísimas personas que no gritan porque no pueden, pero, aún así, levantan sus manos hacia el Señor y hacia todos nosotros pidiéndonos ayuda, apoyo, acompañamiento, presencia.
Hay gritos que nos llegan por la radio, por la tele, por el periódico, por el wasap.... pero hay otros que -aun teniéndolos cerca- no nos llegan porque sus voces no tienen fuerza para gritar. Los podemos encontrar en una cama del hospital, en una casita baja del pueblo o en el tercer piso de un bloque -sin ascensor-.
En el Evangelio aparecen pobres y enfermos que se acercan a Jesús a gritos, pidiendo ayuda. Algunos incluso se atreven a decirles: “cállate, no molestes...” -como le dicen al ciego Bartimeo- pero ellos siguen y siguen pidiendo -faltaría más-.
Es hora de poner atención y aguzar el oído para escuchar esos “gritos susurrantes” que nos llegan. Miremos a nuestro lado y descubramos esos pobres que nos piden ayuda desde su silencio, desde su debilidad, de su imposibilidad de moverse, de manifestarse, de salir a gritar a los cuatro vientos: “NECESITO AYUDA”.



Por José Ramón Díaz-Torremocha
Al salir de Ein Gev, en Galilea, revolvimos Roma con Santiago, porque una peregrina nos decía que le habían sustraído el bolso con el dinero y la documentación, por lo que deberíamos acudir en Jerusalén al Consulado español a solicitar un pase para el retorno. Durante todo el día llamábamos y escribíamos al Kibutz en que nos habíamos hospedado, para que buscaran por todas partes el bolso, pero la respuesta era siempre la misma: “No encontramos nada”. Al llegar a Jerusalén y vaciar el maletero, allí estaba el bolso, y se nos quitó el peso de encima, y elevamos la acción de gracias.
Vivir en “Acción de Gracias”, en alabanza, es una de las cosas en que más nos ha insistido el padre jesuita que nos ha predicado los ejercicios. “Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1ª Co 15, 10), dice san Pablo. Nuestra vida es un regalo, disfrutamos del don de la fe. Hoy mismo, desde que nos hemos levantado, el Señor ha tenido con nosotros muchos detalles que nos parecen normales. Sin embargo, no es así, ya que la mayor parte de la humanidad no los han disfrutado: una cama acogedora, agua caliente, un buen desayuno, ropa … Cuando entramos en la dinámica del mundo, en la que es muy sencillo participar, incluso para nosotras, nos apropiamos de los dones que nos da el Señor, y nuestra vida se desquicia. Cuando todo lo que es don y gracia lo desvinculamos de Dios, que es el Sumo Bien, perdemos la referencia de nuestra realidad, de la verdad de nuestra vida: somos criaturas de Dios. Nos ocurre lo mismo que al fariseo de la parábola del Publicano y el Fariseo (Lc 18, 9-14): no vive su comportamiento moral como don y su corazón se llena de orgullo, juicios y desprecio. 












