Juan José Plaza

(Delegación de Misiones)

 

 

La Iglesia se dispone a celebrar la  Jornada de Vocaciones Nativas. Tendrá lugar el 7 de Mayo, cuarto domingo de Pascua,  o  domingo del Buen Pastor, como también se le conoce.

 A ésta celebración va  unida, como años anteriores,  la Jornada Mundial de Oración por las vocaciones.

 El Papa Francisco, en su mensaje para motivar esta celebración, subraya que toda llamada cristiana (vocación) tiene una dimensión misionera, pues “quien se deja atraer por la voz de Dios  y se pone en camino para seguir a Jesús, descubre enseguida, dentro de él, un deseo incontenible de llevar la Buena Noticia a los hermanos a través de la evangelización y el servicio, movido por la caridad”. Y sigue: “el compromiso misionero no es algo que se añade a la vida cristiana, como si fuese un adorno…Todo cristiano, en virtud de su bautismo, es un “cristóforo”, es decir, un portador de Cristo para los hermanos”.

El lema que va a presidir ambas Jornadas este año es: “EMPUJADOS POR EL ESPIRITU: Aquí estoy envíame””.

Jesús es ungido por el Espíritu y enviado a evangelizar (Luc. 4,18). Esta es también nuestra misión: ser ungidos por el Espíritu para ir hacia los hermanos y anunciar la Palabra, siendo para ellos un instrumento de salvación. Esta vocación la recibimos, como antes escuchábamos  del papa, todos los bautizados; pero especialmente los que han recibido el carisma  de una entrega total al servicio de la Evangelización, es decir, los “misioneros”.

Orar por las vocaciones y ayudar a las Vocaciones Nativas, se complementan claramente, ya que no podemos pedir al Señor que  dé vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada para su Iglesia, si  luego  no estamos dispuestos a ayudar a que esas vocaciones puedan desarrollarse.

En tiempos pasados el epicentro de la acción misionera estuvo en Europa, y muy especialmente en España, que evangelizó “el Nuevo Mundo”. Por desgracia hoy las Iglesias europeas han perdido el vigor de la fe, quizás porque no hemos sido fieles al “empujón” del Espíritu. Hoy en día son pocas las vocaciones en nuestras Iglesias, cosa que nos obliga, especialmente, en este día a pedir por ellas.

Pero el Espíritu no está ocioso, pues como leemos en la Sagrada Escritura:” el Espíritu sopla donde quiere”( Jn 3,8). Y sopla muy intensamente en los países de Misión, donde hay abundantes  vocaciones y los seminarios y noviciados están llenos a rebosar. Quizás  aquí se cumple  lo que la Virgen María nos reveló a  cerca de  de su propia vocación  en el Magnificat, cuando dice: “Porque ha mirado la humildad de su esclava” (Luc. 1,48). Hoy, como siempre, el Señor sigue mirando  la humildad, sencillez y pobreza de sus hijos para seguir llamándolos a su seguimiento.

¡Ojalá que como ellos se sienten  empujados por el Espíritu a seguir su vocación, nosotros también nos sintamos empujados por el Espíritu a la generosidad para ayudarles con nuestra oración y ayuda económica y así puedan y culminar su llamada.

Toda ayuda es buena: la espiritual y material; pero, sobre todo, en este día, yo os invito a que, si podéis,  fundéis becas a favor de estos hermanos humildes, sencillos y valientes, que, al ser llamados por el  Señor,  responden como María: “Hágase en mí según tu palabra” o también como respondió Isaías cuando escuchó de Él aquellas palabras:“¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por nosotros?  Contesté: “Aquí estoy, mándame” (Isa 6, 7-8).

Jesús de las Heras Muela

(Deán de la catedral de Sigüenza, sacerdote y periodista)

 

 

Es la luz de la oración, la penitencia, la eclesialidad, la sacramentalidad y la misión

 

He peregrinado a Fátima en, al menos, ocho ocasiones (1976, 1988, 1993, 1994, 1996, 1998, 2005 y 2009). Siempre lo he hecho acompañado de peregrinos. Y siempre he sentido la reconfortante intuición y hasta la certeza de que Dios está aquí, en Fátima.

En estas peregrinaciones, he podido comprobar como través de la oración, la penitencia, la eclesialidad y los sacramentos, Fátima es un faro de luz y de esperanza en medio de la noche.

Cinco mensajes en uno

Evocando Fátima e hilvanando mis recuerdos de la historia y significado del lugar y mis anteriores experiencias de peregrino “fatimista”, creo que el mensaje central de Fátima y de su íntima conexión con el Evangelio, en su reiterada y siempre nueva llamada a la oración y a la penitencia, los dos primeros y claves elementos y aspectos de Fátima, recién citados: oración y penitencia.

Hay un tercer elemento capital de Fátima. Es la eclesialidad en todas sus dimensiones, tanto como icono de la Iglesia peregrina, de la Iglesia pueblo, de la Iglesia de sus pastores. En cuarto lugar, Fátima es “mesa de gracia”, caudal de gracia, especialmente por su prolífica y constante administración de los sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía.

Y, por último y englobando los aspectos anteriores, Fátima cuenta como símbolo dominante y aglutinador, la idea de la luz, expresada, ante todo, en el llamado rosario de antorchas que todas las noches surcan el santuario, se eleva como el mejor incienso en la presencia del Señor.

¿Qué es la luz de Fátima?

La luz de Fátima es una luz que traza, en medio de la noche, un reguero luminoso de vida y de esperanza y se erige como un potentísimo, consolador y esperanzador faro en medio de las derivas y de las tinieblas del secularismo galopante y de la apostasía práctica o militante.

El simbolismo de la luz, de Fátima, en el que cabe todo su mensaje evangélico, es, dicho queda, oración, es penitencia en medio de la noche siempre fresca en Fátima, es eclesialidad —¡y de qué modo: imagen de la Iglesia peregrina, imagen de la Iglesia Pueblo Santo de Dios, imagen de la Iglesia camina junto a sus pastores, imagen de la Iglesia que tiene su fuente y su cumbre en el Señor de la Eucaristía y de la Pascua!—, es sacramentalidad y vida sacramental, al menos en anticipo y en promesa…; es testimonio, apostolado y transmisión. Era, es sí, luz, luz de Fátima.

Pensemos los peregrinos de Fátima, por ejemplo, cada gesto que realizamos en la procesión de las antorchas. Desde que encendemos nuestra vela, junto a los otros peregrinos que la encienden también a la par que nosotros. Cuando se nos apaga y necesitamos la ayuda del otro para volver a encenderla. Cuando comprobamos como, al comienzo, nuestra sola vela apenas alumbra, pero como junto a las demás forma una gran llamarada y cómo juntos se ve más, se ve mejor, se aclara y se acelera el camino.

Y sigamos evocando y recordemos lo que la luz es y significa cuando se nos cae de las manos cualquier gota de cera, que el camino y el viento inevitablemente hacen esparcir, al igual que siempre acontece en el camino de la vida con la vida misma…

Hagamos también memoria cómo cuando, concluida la celebración, marchamos al lugar preparado en la explanada del santuario para consumir las velas y entonces nuestras velas se juntan con cientos de velas más de cientos de anónimos peregrinos y nuestras plegarias se unan a las de ellos y se consuman en ofrenda de alabanza y de impetración al Dios que es amor… Y cuando descubrimos así que esta es una hermosita forma y símbolo de verdadera solidaridad.

La antorcha, la luz que llevamos en Fátima es una antorcha, pequeña, sencilla, humilde, además en las manos débiles y hasta temblorosas y en las vasijas de barro de nuestra humanidad. Sí, pero, al fin y al cabo, una antorcha. Y la antorcha habla siempre de relevo y de anuncio. Del relevo recibido y del relevo a dar. Nosotros hemos recibido este relevo, esta antorcha. Y nosotros hemos, a su vez, de entregarlo, de devolverlo a las próximas generaciones.

Un relevo, que es anuncio, que es transmisión, que es gozoso deber evangelizador y que nos corresponde realizarlo con el amor y la vigorosidad con que lo hemos recibido de las generaciones que nos precedieron.

Por Rafael Amo

(Delegación de Ecumenismo)

 

 

Al hablar de la pluralidad de religiones la actualidad del día a día nos concentra en el Islam pero no podemos olvidar al judaísmo, del que en cierto modo procede nuestra religión.

El Concilio Vaticano II no lo hizo en la declaración Nostra Aetate n. 4: “Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconoce que todos los cristianos, hijos de Abraham según la fe, están incluidos en la vocación del mismo Patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de esclavitud. Por lo cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles. Cree, pues, la Iglesia que Cristo, nuestra paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en sí mismo”.

Por Odete Almeida

(Pastoral del Sordo)

 

 

Todos somos hijos de Dios, desde las semejanzas y las diferencias. Diferencias respecto al país de origen, idioma o cultura. Sin embargo, tenemos una gran semejanza y es que todos somos amados por Dios y tenemos la misma capacidad de amar al hermano.

A veces pensamos que la entrega total o la más plena es para gente “especial”, que es  para sacerdotes, misioneros o vida consagrada. Sobre todo, cuando nos movemos en un ámbito religioso, pero todos los bautizados son evangelizadores en potencia.

El bautismo nos hace ser profetas, sacerdotes y reyes, es decir, cada bautizado tiene la misma capacidad de transmitir el amor de Dios con sus palabras o gestos. Con el bautismo somos incorporados a la Iglesia, unos con más talentos que otros, con más o menos capacidad intelectual o física, pero todos hijos de Dios con la misma dignidad. Somos igualmente dignos ante nuestro Padre Dios, porque somos amados por Él tal como somos. 

Las personas con discapacidad son felices cuando se sienten amadas y valoradas, entonces son verdaderos transmisores de la alegría de Dios. Dios no hace distinción con ninguno de sus hijos; por eso, este año tenemos como lema: “Evangelizar desde la diferencia”.

La diferencia está en la forma de demostrar el amor a los demás. Las personas con discapacidad cuando son acogidas en la Iglesia y tienen un espacio adecuado para evangelizar, dan un testimonio muy fuerte de la fuerza del amor de Dios en sus vidas. Tienen otras capacidades que muchas veces son invisibles, pero «lo esencial es invisible a los ojos humanos». Cuando nuestros ojos (los ojos del corazón) se abren a la realidad de estos hermanos muy fácilmente reconocemos que son un don para nosotros y  para la Iglesia. Ellos también pueden y deben ser protagonistas de la evangelización.

El Papa Francisco, en el Jubileo a las personas con discapacidad dijo: «Si todos fuésemos iguales el mundo sería muy aburrido». En la diversidad está la riqueza, la diversidad no es una amenaza, es más bien el lugar para encontrar las huellas de Dios, para ser creativos en la nueva evangelización, que busca la inclusión de todos. Para estos hermanos no hay límites, ni frenos, necesitan de nosotros que creamos en ellos. La persona con discapacidad tiene un gran aporte a la Iglesia. Ellas nos abren los ojos a la gratitud de vivir la vida como un verdadero regalo.

Nuestra vida y nuestro entorno es frágil. El hecho de que muchos de nosotros no tengamos discapacidades no es garantía ni seguro de vida. ¡Quizás tenemos discapacidades invisibles! «Lo esencial es invisible para los ojos» (El principito).

Por Ángel Moreno

(de Buenafuente)

 

Jesús resucitado:

En los días de tu Pasión, se nos invitaba a asumir el papel de alguno de los personajes que figuraban en los relatos evangélicos. Cabía proyectarse en el Cirineo, en la Verónica, en Nicodemo, en José de Arimatea, en las mujeres que acompañaban a tu Madre… Aunque la personalización más real era la de sabernos causa de tus sufrimientos por culpa de nuestros pecados, negaciones y egoísmos…

En tiempo de Pascua, la Liturgia nos ofrece las escenas en las que te ibas encontrando con tus discípulos, y ellos te iban reconociendo resucitado, aunque algunos se resistieron.

¡Cómo me gustaría ser uno de aquellos tuyos que corrieron temprano al sepulcro y fueron testigos de primera hora de tu resurrección! Las mujeres, Pedro, el discípulo amado tuvieron la primera noticia de que tu sepultura estaba vacía. Pero debo reconocer que estoy más cerca de los discípulos de Emaús, pues a menudo se apodera de mí el pensamiento negativo, la hipótesis fatal, y me asalta la tristeza, la duda, el cansancio en la espera, mientras se suceden acontecimientos que juzgo adversos.

Me duele reconocerlo, pero también me siento proyectado en Tomás, quien por ser uno de los más aguerridos de tus discípulos, hasta quiso acompañarte a la muerte, pero después se vino abajo, lo vencieron la depresión, el desaliento y la tristeza que lo sumergieron en la incredulidad, porque no se podía permitir aceptar tu resurrección para sufrir después un nuevo desengaño.

Señor, por todo esto, te pido que salgas a mi paso, bien sea en mis caminos emancipados, bien cuando permanezco en mi estancia cerrada porque me repliego por la desilusión y caigo en el ensimismamiento. Sácame de mí mismo y déjame reconocerte en mis heridas, por las tuyas. Déjame encontrarte en mis búsquedas insatisfechas y llegar a confesar como tu apóstol: “Señor mío, y Dios mío”. Y como Pedro, a tus preguntas sobre mi amor por ti, que también te responda. “Te quiero”.

Déjame profesarte Maestro, como te llamó  María Magdalena, y proclamarte Señor, al igual que lo hicieron los dos de Emaús. Que sepa transmitir a cuantos me encuentre por los caminos que estás vivo, resucitado, presente en nuestras vidas de muchas maneras.

Señor mío resucitado, que te reconozca presente dentro de mí, en lo más íntimo, y así acierte a salir de todo egocentrismo estéril; que te perciba misteriosamente presente en la fracción del pan, en tu Palabra revelada, en el rostro del prójimo, en las noticias y acontecimientos de la historia, y dé crédito a tu acompañamiento discreto y amigo.

Tú, Señor, lo llenas todo y eres capaz de dejarnos sentir tu mirada en nuestras propias entrañas, en el dolor del otro, en la belleza creada, al hilo de un salmo, en el estremecimiento de algo inesperado y a nuestro juicio terrible.

Jesucristo, que sepa reconocerte resucitado y te confiese Maestro, Señor, Dios, amigo, aunque para ello tenga que poner mis manos en el dolor del mundo.

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