Dios habla en el silencio y la soledad de María; Dios habla en nuestras vigilias vespertinas del Viernes Santo junto al Cristo Yacente y su Madre, la Virgen de la Soledad; y en las vigilias de nuestras víctimas del coronavirus

 

Por Jesús de las Heras Muela

(Periodista y sacerdote. Deán de la catedral de Sigüenza)

 

 

 

 

 

 

 

 

Remoto y actualizo, ante el Viernes Santo de 2020, en medio de los días de dolor y de furia del coronavirus,  el sermón y la plegaria que pronuncié hace unos años en la catedral de Sigüenza ante las imágenes del Cristo Yacente del Santo Sepulcro y de su Madre Santísima, la Virgen de la Soledad. Los Armaos seguntinos y cientos de fieles velaban armas y acompañaban al Hijo y a la Madre. Como en tantos lugares de nuestra Iglesia, de nuestra diócesis, que, precisamente, encuentran en la atardecida del Viernes Santo el epicentro de su Semana Santa y de su piedad popular. 

Así fue la escena: “Estaba la Dolorosa junto al leño de la Cruz. “¡Qué alta palabra de Luz! ¡Qué manera tan graciosa de enseñarnos la preciosa lección del callar doliente! Tronaba el cielo rugiente. La tierra se estremecía. Bramaba el agua... María <estaba> sencillamente".

Estad, pues, hermanos, con María. Contemplad, por ello, sí, a María, hermanos. Contempladla. Y contemplad a su Hijo muerto y yacente. Sus cicatrices y heridas son han curado: “¡Cuerpo llagado de amores, yo te adoro y yo te sigo! Yo, Señor de los señores, quiero compartir tus dolores, subiendo a la Cruz contigo. Quiero en la vida seguirte y por sus caminos irte alabando y bendiciendo, y bendecirte sufriendo y muriendo, bendecirte. Quiero, Señor, en tu encanto, tener mis sentidos presos, y, unido a tu cuerpo santo, mojar tu rostro con llanto, secar tu llanto con besos. Quiero, en este santo desvarío, besando tu rostro frío, llamarte mil veces mío... ¡Cristo de la Buena Muerte!”

“Mirad la Virgen que sola está”, cantamos. Su Soledad es holocausto perfecto a imitación del de su Hijo. Es oblación total. Es corredención. “Mirad la Virgen que sola está… “. Y en aquella soledad, en esta soledad, María adquiere una altura espiritual vertiginosa y definitiva. Nunca fue su sí tan pobre ni tan rico, tan doloroso ni tan fecundo. Nunca tan sola y tan acompañada. Es la Soledad. Es la Piedad. Es la Esperanza. Parecía una pálida sombra. Pero al mismo tiempo ofrecía la estampa más genuina de la Reina. En aquella noche, en esta noche, levantó su altar en la cumbre más alta de la historia y del mundo. Y el dolor y la paz, envueltos en silencio, se fundieron, aleteando ya para siempre la certeza y la esperanza que es y significa una existencia solo para Dios y a favor de los demás.

Mirad, sí, a María. Que vuestra mirada, hermanos, sea una plegaria. Una plegaria como esta: 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y mira los nuestros asolados por la pandemia, rotos de tanto llorar en soledad a nuestros difuntos; rasgados en espera de una noticia alentadora del hospital; nublados ante esta noche oscura que no entendemos y cuya luz al final al final del túnel no acabamos de ver. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y después de este desierto del coronavirus y durante todo él, muéstranos a Jesús, fruto bendito de vientre, ¡oh, clementísima, oh, piadosa, oh, dulce, siempre Virgen María! 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, vuélvela, dirígela hacia la entera la comunidad médica y científica, que están arriesgando sus vidas por salvar las vidas de los demás. Mira, Madre Santísima, a transportistas, agricultores, hortelanos, ganaderos, carniceros, pescadores, pescaderos, pastores, tenderos, reponedores, dependientes y personal auxiliar de los supermercados. Vuelve tu mirada de amor y de esperanza a periodistas, suministradores de energía y de telecomunicación, agentes y fuerzas de seguridad, políticos y gobernantes, barrenderos, personal de desinfección y limpiadores de nuestras calles y plazas, asistentes domiciliarios y voluntarios en general en medio de la pandemia. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: míranos Tú también a nosotros y muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. Muéstranos sus clavos y sus heridas. Muéstranos su corazón traspasado por la lanza. Muéstranos su amor. Y muéstranos también a nuestros hermanos heridos por la droga, por el alcoholismo, por el paro, por la pobreza, por la ancianidad, por la enfermedad, por los fenómenos migratorios. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: muéstrate a nuestros pequeños hermanos ya engendrados y aun no nacidos, a quienes el hedonismo, el materialismo, el secularismo, el relativismo y las leyes injustas no han permitido nacer y los han condenado a la más miserable de las muertes, sin defensa y sin justicia algunas, los ha condenado y los condenan al aborto. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: muéstrate a nuestros queridísimos ancianos, a nuestros héroes auténticos, a quienes superaron una, una postguerra y tantas dificultades y que lo han dado todo para que nosotros pudiéramos  vivir mejor y sin penurias y que ahora este maldito virus se los está llevando de un zarpazo inhumano, como si se tratara de una cruel guadaña, de una parca inmisericorde. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: vuelve nuestra mirada a nuestra historia de fe. Ayúdanos a ser fieles a ella. Somos lo que somos gracias a la herencia cristiana que puebla por doquier en nuestras ciudades y rincones. Somos lo que somos porque la fe cristiana ha irrigado las venas de nuestro corazón y las entretelas de nuestra alma. Aparta de nosotros las plagas de la apostasía silenciosa, del cristianismo a la carta,  de la fe acomodaticia y sin compromisos, de un vago catolicismo de boquilla, solo para cuando nos interesa. Ahuyenta de nosotros los espectros y las sombras de la secularización y de la comodidad aburguesada, atenazante y mortecina en el seno mismo de la Iglesia, de sus ministros y de sus consagrados. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: aleja de nosotros la tentación de un imposible Cristo sin su Iglesia. Tú, que eres testigo privilegiado de que Dios existe y es amor, ayúdanos a vivir en su santo nombre y en su santa ley. Dios no solo no nos estorba, sino que sin El nada somos y nada podemos, aunque nos creamos vana y estérilmente perfectos.  Haznos entender que ni Dios ni su Iglesia son nuestros enemigos sino nuestros mejores y más incondicionales amigos y amigos para siempre. Reaviva, sí, Virgen Santísima Señora Nuestra de la Soledad, nuestras raíces cristianas. Y que nunca tengamos miedo a proclamarnos como tales, como cristianos con todas sus consecuencias, defendiendo y promoviendo sus signos y símbolos como el de la Santa Cruz, como el Crucifijo. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: que nada ni nadie, María, nos quite la cruz de nuestros caminos y de nuestros espacios. Ni de nuestros corazones. Tú Hijo es la Cruz. Y su cruz adoramos y glorificamos porque por el madero, por la cruz, ha venido la alegría al mundo entero.      

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: “Yo fui, pecando, quien, Madre, trocó en tristeza vuestra alegría. Mis culpas fueron, vil pecador, las que amargaron tu corazón”. Ayúdanos, María de la Soledad, de la Soledad de Soledades, a ser más humildes, más sencillos, más serviciales, más misericordiosos. Ayúdanos a pensar menos y solo en nosotros mismos y a abrirnos a los demás, a su llanto y a su espera, a sus gozos y a sus sombras.  Haznos personas de palabra y, sobre todo, de escucha. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: ayúdanos a buscar la paz, la concordia, el entendimiento, la reconciliación. Qué no perdamos, María, la conciencia de que el pecado existe y de que todos somos pecadores. Y de que todos podemos y debemos  purificar y reconciliar con Dios nuestros pecados en el Sacramento del Perdón, a través de la Iglesia y mediante la Confesión, sacramentos ambos de la alegría y de la vida nueva.         

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: “No llores, Madre, no llores más. Que yo tu llanto quiero enjugar. Sufro contigo, triste penar. Perdón, oh Madre. ¡Os quiero amar!”. María de la Caridad y de la Solidaridad, haznos instrumentos visibles del Dios que es amor. Haznos testigos del Evangelio a través de las obras, el lenguaje que más y mejor reconoce y aprecia nuestro mundo. Llénanos de caridad y de verdad. Aumenta nuestra esperanza, la única esperanza que nos salva: Cristo y este crucificado y resucitado. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: haznos buenos prójimos, buenos samaritanos. Haznos solícitos con los demás.  Que enjuguemos no solo tu llanto, sino también el llanto de la humanidad herida. El llanto de las víctimas de la pandemia, todos los terrorismos y fanatismos; el llanto de los más damnificados por la crisis económica; el llanto de tantas mujeres viudas y solas como Tú; el llanto de madres que, como Tú, lloran al hijo perdido, al hijo alejado. El llanto de las mujeres maltratadas, el llanto de las mujeres explotadas laboral o sexualmente. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: que enjuguemos el llanto, María, de nuestro entorno rural, tan atardecido y tan arrugado, de nuestra España, tierra, provincia y diócesis vaciada; el llanto de nuestra querida ciudad, en inciertas e inquietantes horas; el llanto de nuestra patria y de nuestro mundo, tantas veces, aun sin querer saberlo, a la deriva. Que enjuguemos el llanto de nuestra Iglesia, estos años pasados apesadumbrada por pretéritos e inadmisibles errores de algunos -muy escasos- de sus ministros y zaherida por una virulenta e intoxicadora campaña contra el Papa y contra el sacerdocio ministerial. 

Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: que, mediante un mayor y renovada vitalidad y compromiso de vida cristiana y eclesial, enjuguemos el llanto de nuestra hiriente crisis vocacional, de nuestras tan grandes dificultades en la pastoral juvenil y familiar. Ruega, sí, María, por las vocaciones, por los niños, por los jóvenes, por las familias. Por los niños crecidos y educados ya en la increencia práctica; por los jóvenes sin rumbo, fascinados y engañados por los falsos dioses a los que adora nuestro mundo; por las familias, singularmente por las familias rotas y desestructuradas.         

Que esta sea, hermanos, nuestra oración ferviente de esta noche, de mañana y de siempre. Que esta sea la brújula y el compás del paso que acompañe nuestro caminar esta noche. Que esta sea nuestra mirada a la Virgen de la Soledad para acompañarla, para amarla y para aprender de Ella en la escuela del Calvario y en la cátedra abierta, en el libro abierto de su corazón roto y cautivo de amor. Y luego, hermanos, volved a caminar. Transformados. Alentados. Transfigurados. Como Ella. Mirad y descubrid entre sus lágrimas la certeza de la resurrección, mientras sigue  y sufre sola, “con hondo dolor, pues ha muerto el Hijo que era su amor. Cual tierna rosa sobre el rosal. Troncó su vida fiero puñal”. “Mirad la Virgen, que sola está, triste y llorando su soledad”.         

Silencio, pues, hermanos, Dios habla en el silencio y en la soledad de María. Dios no es el que siempre calla. Está hablándonos a través de María. ¿No lo escucháis? Nos está pidiendo a través de Ella un “sí”, ahora en el Calvario, ahora el pie de la cruz. Y ojalá que como María, Reina de Reina de Soledades, nuestra respuesta sea: “¡He aquí, la esclava del Señor! ¡Hágase en mí según tu Palabra!”. 

“No llores, Madre, no llores más./ Que yo tu llanto quiero enjugar.

Sufro contigo, triste penar./ Perdón, oh Madre./ Os quiero amar”. Amén. 

Porque María de los Dolores y de la Soledad hoy llora por las víctimas del coronavirus. Lloremos con Ella y nuestras lágrimas mutuas serán enjugadas en la esperanza que jamás defrauda: en la esperanza infalible de la resurrección de su Hijo Jesucristo, el único y el permanente salvador del mundo.     

 

  

PUBLICADO EN NUEVA ALCARRIA el 7 de abril de 2020

José González Vegas

(Presidente de la Junta de Cofradías y Hermandades de Semana Santa de Guadalajara)

 

 

Habiendo cerrado ya las puertas de la Cuaresma, el sol empieza a esbozar retazos de primavera cuya cancela se entreabre para llamar a la tradición. 

Una vez llegados a la Semana de Pasión, nuestra mirada interior y nuestra mirada exterior tienden a proyectar nuestros deseos más íntimos hacia el misterio más sublime que ha acontecido en la historia de la humanidad y en la creación. Son los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Misterios divinos que nos salvan del pecado y de una muerte para siempre. Misterios en los que Dios hecho hombre ha querido sufrir, entregarse y morir por amor a nosotros. Misterios que traen la salvación a todo aquél que lo cree y acepta, y a los que somos invitados a vivir en nuestra vida. 

Es tiempo de conversión, de replanteamiento en serio de nuestra fe, de caridad, de penitencia, para alcanzar a vivir en plenitud la vida de la gracia, para recibir en el día grande de la Pascua el Espíritu y la vida nueva de Cristo vivo que ha resucitado; una semana que cuenta el tiempo al revés pues la muerte engendra la vida. 

Pero también es tiempo marcado de Religiosidad Popular, es tiempo de Cofradías y Hermandades. El cofrade vive permanentemente en la frontera que separa la nostalgia de la espera. Ello hace que nuestra Pasión llegue hasta lo más profundo de nuestra memoria, está inscrita en las calles donde antaños pavimentos musitan oraciones con penar de cera y penitencia de asfalto, en las plegarias que impregnan el aire difuminado de incienso. Se saborea la espera del tiempo que sólo pretende detenerse en el cronograma comprimido de una semana de perfectos tiempos que recogen pasados heredados y presentes que van configurándose para perdurar en el tiempo. 

Las Cofradías cumplen una misión fundamental en la piedad del pueblo fiel y en la misión evangelizadora de la Iglesia y esta Semana Santa lo seguirán haciendo. Esta pandemia nos da la oportunidad de dar un paso importante en nuestra condición humana. En este tiempo se nos da la oportunidad de sanar de raíz el corazón, de sanarlo con meditación, oración y buenas acciones. De darnos cuenta lentamente, como siempre actúa el Espíritu, de que esta vida es temporal y que somos peregrinos. Ahora ha llegado el momento de mirarnos por dentro para que todo vaya colocándose en su sitio, abandonando los pensamientos obsesivos y estériles. En estos días, debemos vislumbrar que en las Cofradías existe una espiritualidad entendida como un modo concreto de acceder al misterio de Dios a través de unas maneras de hacer y de pensar, mediado por una serie de prácticas piadosas. Mediante esta mediación los cofrades debemos encontrar un camino para llegar a Dios de un modo más profundo y comprometido. 

En esta espiritualidad caben personas muy diversas, algunas que cruzan por primera vez el puente que tienden las Hermandades para llegar a una función evangelizadora e integrarse dentro de esa misión; otras que reafirman su fe, de diversos niveles, profundidad y compromiso en la vivencia de la misma. 

Además de sus postulados evangelizadores, piadosos, caritativos, formadores, etc., debemos buscar una doble vertiente: la unión con Dios y la unión con el prójimo, que podemos observar mejor que nunca en estos días. Unión con Dios, a través del acompañamiento y la oración; unión con el semejante para crear comunidad. 

En las cofradías y hermandades existe una espiritualidad abierta para aquellos que de verdad quieran vivirla y adentrarse por ella en la senda del evangelio. Seguramente este año, al no poder procesionar, podamos observarla con mayor claridad. Al contrario que otros años, las personas que solo buscan lo exterior desaparecerán quedando aquellos hermanos cofrades que viven de una manera muy profunda nuestra Semana Mayor. 

Volveremos a sumergirnos en los callejones de la añoranza, observando con curiosidad como se deshace el tiempo en la memoria, calles que surcan el alma en las que la veleidad del tiempo hará que el nazareno vuelva a su vértigo de soledad, a su encierro de tela, a su sueño de ojos entreabiertos. El gesto le llevará a la nostalgia, a recorrer el camino junto a aquellos que ya no están, a transitar por lugares propios de nuestros recuerdos, a oler a incienso y cera, a rosa y clavel. Creerán rezar de nuevo con los hombros, con la cerviz, con los pies descalzos o sujetando un cirio que iluminará el camino de regreso a una nueva Pascua por la que nacemos en el Señor para no morir jamás. 

Y así cerraremos el portalón de la capilla del alma, y tras un largo toque de matraca suspirar por el primer plenilunio de la próxima primavera.

 

Por Ángel Moreno

(de Buenafuente)

 

 

Corren los aplausos bien merecidos a quienes están en el frente de batalla: médicos, enfermeros, auxiliares, transportistas, conductores de ambulancia y de furgones fúnebres... Se reconoce el trabajo de los soldados, de quienes responsablemente deciden las acciones necesarias, aunque sean dolorosas, para frenar la terrible plaga de coronavirus. 

Se valora en los discursos oficiales el comportamiento ciudadano, la disciplina social, la obediencia al confinamiento, especialmente de los que viven en estrechos espacios familiares, tienen personas con algún síndrome especial, o están totalmente solos… Sobrecoge el sacrificio que en tantas familias está suponiendo la enfermedad y la muerte de seres queridos, el aislamiento en los hospitales y el fallecimiento en soledad. 

Muchos están siendo afectados, por no decir que lo estamos todos, por algo tan fuerte, que nos parece inimaginable. Y en medio de esta realidad heroica y dolorosa, existe una población discreta, silenciosa, humilde, creyente y orante, que cada día eleva sus brazos al cielo, intercede por nombres concretos y con sus manos elaboran equipamientos sanitarios. 

No se dice nada de los mensajes que llegan a los monasterios pidiendo oración, ni de los ruegos que suplican para que se ofrezcan sufragios por los muertos. No se habla de los miles de creyentes que en soledad, silencio, discreción y anonimato, rezan, imploran, se sacrifican porque Dios tenga misericordia de todos nosotros. Ahí están tantos sacerdotes celebrando en sus casas la Eucaristía por todos. Me decía un obispo: “Es verdad que no se nombra a Dios, pero tampoco se le está culpando”. 

Nunca sabremos si la providencia de una mascarilla a tiempo, la fortaleza de ánimo de un médico, el cariño y delicadeza de una enfermera, la generosidad de un donante, tienen relación con la plegaria de muchas personas, pero estoy seguro de que en las llamadas que se hacen a los monasterios, y de creyentes entre sí, se percibe la esperanza de quienes profesan confianza, porque sabemos que no estamos arrojados a un destino fatal. 

Pensamos que todo está siendo tan fuerte que habrá un antes y un después en nuestro modo de plantear la vida, la sociedad y  la convivencia. Quizá todos estamos esperando el milagro, y miramos al papa Francisco, al Cristo de San Marcelo, al icono de la Virgen, por ver si acontece el signo que indique el final del “diluvio”, el término de la “plaga”. Sin embargo, hay un texto evangélico que nos advierte sobre la ineficacia de los signos extraordinarios si no cambia el corazón. Es el diálogo que se establece entre el rico Epulón y Abraham: “Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento”. Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. Pero él le dijo: “No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”. Abrahán le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”» (Lc 16, 27-31). 

La Biblia asegura que Dios escucha la oración del justo, del pobre, del humilde, del que tiene fe… Es muy importante que llegue el material que se necesita, que aterricen los aviones con equipamiento sanitario, y también es muy urgente pedir al cielo misericordia.  En los días que celebramos la Pasión de Cristo, en silencio, adoramos, confiamos y creemos que todo tendrá sentido y todo participará de la luz pascual.

Por Ángel Moreno

(de Buenafuente)

 

Jesús parece que lleva prisa, sube decidido y remonta la pendiente que va de Jericó a la ciudad santa de Jerusalén. Ya no hay tregua. El Maestro confía a los suyos la razón de ir a la ciudad: su próxima Pasión. 

El miedo acosa a los discípulos, y en el aturdimiento rehúyen las palabras del Señor y especulan acerca de quién puede ser más y primero, sin querer enterarse del drama que guarda Jesús en su interior.

Dicen que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Estos días, no resistimos tantas noticias dolorosas. Como higiene mental nos evadimos hablando de dinero o de política, porque no soportamos tanta muerte. 

Jesús sube a Jerusalén para dar la vida, y no porque se la quiten, ni por accidente, sino por ofrenda de amor. “Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos”, y Él nos llega a decir: “Vosotros sois mis amigos”. 

La mente nos trae la hipótesis del contagio, de la pérdida de seres queridos: un horizonte terrible. Jesús nos invita a ir detrás de Él, pero no porque desee nuestro mal, sino para que podamos comprender nuestra mortalidad y transformar nuestro dolor con el suyo. 

Este año no hay procesiones, ni ramos, ni borriquita. Para qué estrenar el traje, o vestir de fiesta. Esta es la tentación. Sin embargo, viendo subir a Jesús a Jerusalén, cabe reaccionar como el ciego de Jericó, y levantarnos de un salto, soltar el manto del pesimismo escéptico, de la tristeza depresiva, y pedirle al Hijo de David que nos abra los ojos de la fe, ojos que se atreven a vislumbrar salvación detrás de sus pisada, de los pasos de Aquel que se encamina a la entrega total por amor. 

No dejemos pasar este momento, lo podremos vivir evadidos, por miedo; aturdidos, por dolor; pero también podemos llevar el ramo del testigo, del mártir, de quien toma la palma de la entrega personal y solidaria. 

Cada uno podemos gritar, si es preciso, y con ello descansa el corazón, no solo: “Hosanna al Hijo de David, Bendito el que viene en nombre del Señor”, sino también, como el ciego: “Jesús, Hijo de David, ten piedad de nosotros”.

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