Vence la indiferencia y conquista la paz, es el título del mensaje del papa para XLIX Jornada Mundial de la Paz

 

MENSAJE DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLIX JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

1 DE ENERO DE 2016

 

Vence la indiferencia y conquista la paz

  1. Dios no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la abandona.

Al comienzo del nuevo año, quisiera acompañar con esta profunda convicción los mejores deseos de abundantes bendiciones y de paz, en el signo de la esperanza, para el futuro de cada hombre y cada mujer, de cada familia, pueblo y nación del mundo, así como para los Jefes de Estado y de Gobierno y de los Responsables de las religiones. Por tanto, no perdamos la esperanza de que 2016 nos encuentre a todos firme y confiadamente comprometidos, en realizar la justicia y trabajar por la paz en los diversos ámbitos. Sí, la paz es don de Dios y obra de los hombres. La paz es don de Dios, pero confiado a todos los hombres y a todas las mujeres, llamados a llevarlo a la práctica.

Custodiar las razones de la esperanza

  1. Las guerras y los atentados terroristas, con sus trágicas consecuencias, los secuestros de personas, las persecuciones por motivos étnicos o religiosos, las prevaricaciones, han marcado de hecho el año pasado, de principio a fin, multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir las formas de la que podría llamar una «tercera guerra mundial en fases». Pero algunos acontecimientos de los años pasados y del año apenas concluido me invitan, en la perspectiva del nuevo año, a renovar la exhortación a no perder la esperanza en la capacidad del hombre de superar el mal, con la gracia de Dios, y a no caer en la resignación y en la indiferencia. Los acontecimientos a los que me refiero representan la capacidad de la humanidad de actuar con solidariedad, más allá de los intereses individualistas, de la apatía y de la indiferencia ante las situaciones críticas.

Quisiera recordar entre dichos acontecimientos el esfuerzo realizado para favorecer el encuentro de los líderes mundiales en el ámbito de la COP 21, con la finalidad de buscar nuevas vías para afrontar los cambios climáticos y proteger el bienestar de la Tierra, nuestra casa común. Esto nos remite a dos eventos precedentes de carácter global: La Conferencia Mundial de Addis Abeba para recoger fondos con el objetivo de un desarrollo sostenible del mundo, y la adopción por parte de las Naciones Unidas de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, con el objetivo de asegurar para ese año una existencia más digna para todos, sobre todo para las poblaciones pobres del planeta.

El año 2015 ha sido también especial para la Iglesia, al haberse celebrado el 50 aniversario de la publicación de dos documentos del Concilio Vaticano II que expresan de modo muy elocuente el sentido de solidaridad de la Iglesia con el mundo. El papa Juan XXIII, al inicio del Concilio, quiso abrir de par en par las ventanas de la Iglesia para que fuese más abierta la comunicación entre ella y el mundo. Los dos documentos, Nostra aetate y Gaudium et spes, son expresiones emblemáticas de la nueva relación de diálogo, solidaridad y acompañamiento que la Iglesia pretendía introducir en la humanidad. En la Declaración Nostra aetate, la Iglesia ha sido llamada a abrirse al diálogo con las expresiones religiosas no cristianas. En la Constitución pastoral Gaudium et spes, desde el momento que «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo»[1], la Iglesia deseaba instaurar un diálogo con la familia humana sobre los problemas del mundo, como signo de solidaridad y de respetuoso afecto[2].

En esta misma perspectiva, con el Jubileo de la Misericordia, deseo invitar a la Iglesia a rezar y trabajar para que todo cristiano pueda desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz de anunciar y testimoniar la misericordia, de «perdonar y de dar», de abrirse «a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea», sin caer «en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye»[3].

Hay muchas razones para creer en la capacidad de la humanidad que actúa conjuntamente en solidaridad, en el reconocimiento de la propia interconexión e interdependencia, preocupándose por los miembros más frágiles y la protección del bien común. Esta actitud de corresponsabilidad solidaria está en la raíz de la vocación fundamental a la fraternidad y a la vida común. La dignidad y las relaciones interpersonales nos constituyen como seres humanos, queridos por Dios a su imagen y semejanza. Como creaturas dotadas de inalienable dignidad, nosotros existimos en relación con nuestros hermanos y hermanas, ante los que tenemos una responsabilidad y con los cuales actuamos en solidaridad. Fuera de esta relación, seríamos menos humanos. Precisamente por eso, la indiferencia representa una amenaza para la familia humana. Cuando nos encaminamos por un nuevo año, deseo invitar a todos a reconocer este hecho, para vencer la indiferencia y conquistar la paz.

Algunas formas de indiferencia

  1. Es cierto que la actitud del indiferente, de quien cierra el corazón para no tomar en consideración a los otros, de quien cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda o se evade para no ser tocado por los problemas de los demás, caracteriza una tipología humana bastante difundida y presente en cada época de la historia. Pero en nuestros días, esta tipología ha superado decididamente el ámbito individual para asumir una dimensión global y producir el fenómeno de la «globalización de la indiferencia».

La primera forma de indiferencia en la sociedad humana es la indiferencia ante Dios, de la cual brota también la indiferencia ante el prójimo y ante lo creado. Esto es uno de los graves efectos de un falso humanismo y del materialismo práctico, combinados con un pensamiento relativista y nihilista. El hombre piensa ser el autor de sí mismo, de la propia vida y de la sociedad; se siente autosuficiente; busca no sólo reemplazar a Dios, sino prescindir completamente de él. Por consiguiente, cree que no debe nada a nadie, excepto a sí mismo, y pretende tener sólo derechos[4]. Contra esta autocomprensión errónea de la persona, Benedicto XVI recordaba que ni el hombre ni su desarrollo son capaces de darse su significado último por sí mismo[5]; y, precedentemente, Pablo VI había afirmado que «no hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre a lo Absoluto, en el reconocimiento de una vocación, que da la idea verdadera de la vida humana»[6].

La indiferencia ante el prójimo asume diferentes formas. Hay quien está bien informado, escucha la radio, lee los periódicos o ve programas de televisión, pero lo hace de manera frívola, casi por mera costumbre: estas personas conocen vagamente los dramas que afligen a la humanidad pero no se sienten comprometidas, no viven la compasión. Esta es la actitud de quien sabe, pero tiene la mirada, la mente y la acción dirigida hacia sí mismo. Desgraciadamente, debemos constatar que el aumento de las informaciones, propias de nuestro tiempo, no significa de por sí un aumento de atención a los problemas, si no va acompañado por una apertura de las conciencias en sentido solidario[7]. Más aún, esto puede comportar una cierta saturación que anestesia y, en cierta medida, relativiza la gravedad de los problemas. «Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una “educación” que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones—, cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes»[8].

La indiferencia se manifiesta en otros casos como falta de atención ante la realidad circunstante, especialmente la más lejana. Algunas personas prefieren no buscar, no informarse y viven su bienestar y su comodidad indiferentes al grito de dolor de la humanidad que sufre. Casi sin darnos cuenta, nos hemos convertido en incapaces de sentir compasión por los otros, por sus dramas; no nos interesa preocuparnos de ellos, como si aquello que les acontece fuera una responsabilidad que nos es ajena, que no nos compete[9]. «Cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien»[10].

Al vivir en una casa común, no podemos dejar de interrogarnos sobre su estado de salud, como he intentado hacer en la Laudato si’. La contaminación de las aguas y del aire, la explotación indiscriminada de los bosques, la destrucción del ambiente, son a menudo fruto de la indiferencia del hombre respecto a los demás, porque todo está relacionado. Como también el comportamiento del hombre con los animales influye sobre sus relaciones con los demás[11], por no hablar de quien se permite hacer en otra parte aquello que no osa hacer en su propia casa[12].

En estos y en otros casos, la indiferencia provoca sobre todo cerrazón y distanciamiento, y termina de este modo contribuyendo a la falta de paz con Dios, con el prójimo y con la creación.

La paz amenazada por la indiferencia globalizada

  1. La indiferencia ante Dios supera la esfera íntima y espiritual de cada persona y alcanza a la esfera pública y social. Como afirmaba Benedicto XVI, «existe un vínculo íntimo entre la glorificación de Dios y la paz de los hombres sobre la tierra»[13]. En efecto, «sin una apertura a la trascendencia, el hombre cae fácilmente presa del relativismo, resultándole difícil actuar de acuerdo con la justicia y trabajar por la paz»[14]. El olvido y la negación de Dios, que llevan al hombre a no reconocer alguna norma por encima de sí y a tomar solamente a sí mismo como norma, han producido crueldad y violencia sin medida[15].

En el plano individual y comunitario, la indiferencia ante el prójimo, hija de la indiferencia ante Dios, asume el aspecto de inercia y despreocupación, que alimenta el persistir de situaciones de injusticia y grave desequilibrio social, los cuales, a su vez, pueden conducir a conflictos o, en todo caso, generar un clima de insatisfacción que corre el riesgo de terminar, antes o después, en violencia e inseguridad.

En este sentido la indiferencia, y la despreocupación que se deriva, constituyen una grave falta al deber que tiene cada persona de contribuir, en la medida de sus capacidades y del papel que desempeña en la sociedad, al bien común, de modo particular a la paz, que es uno de los bienes más preciosos de la humanidad[16].

Cuando afecta al plano institucional, la indiferencia respecto al otro, a su dignidad, a sus derechos fundamentales y a su libertad, unida a una cultura orientada a la ganancia y al hedonismo, favorece, y a veces justifica, actuaciones y políticas que terminan por constituir amenazas a la paz. Dicha actitud de indiferencia puede llegar también a justificar algunas políticas económicas deplorables, premonitoras de injusticias, divisiones y violencias, con vistas a conseguir el bienestar propio o el de la nación. En efecto, no es raro que los proyectos económicos y políticos de los hombres tengan como objetivo conquistar o mantener el poder y la riqueza, incluso a costa de pisotear los derechos y las exigencias fundamentales de los otros. Cuando las poblaciones se ven privadas de sus derechos elementares, como el alimento, el agua, la asistencia sanitaria o el trabajo, se sienten tentadas a tomárselos por la fuerza[17].

Además, la indiferencia respecto al ambiente natural, favoreciendo la deforestación, la contaminación y las catástrofes naturales que desarraigan comunidades enteras de su ambiente de vida, forzándolas a la precariedad y a la inseguridad, crea nuevas pobrezas, nuevas situaciones de injusticia de consecuencias a menudo nefastas en términos de seguridad y de paz social. ¿Cuántas guerras ha habido y cuántas se combatirán aún a causa de la falta de recursos o para satisfacer a la insaciable demanda de recursos naturales?[18]

De la indiferencia a la misericordia: la conversión del corazón

  1. 5. Hace un año, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz «no más esclavos, sino hermanos», me referí al primer icono bíblico de la fraternidad humana, la de Caín y Abel (cf. Gn 4,1-16), y lo hice para llamar la atención sobre el modo en que fue traicionada esta primera fraternidad. Caín y Abel son hermanos. Provienen los dos del mismo vientre, son iguales en dignidad, y creados a imagen y semejanza de Dios; pero su fraternidad creacional se rompe. «Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo el primer fratricidio»[19]. El fratricidio se convierte en paradigma de la traición, y el rechazo por parte de Caín a la fraternidad de Abel es la primera ruptura de las relaciones de hermandad, solidaridad y respeto mutuo.

Dios interviene entonces para llamar al hombre a la responsabilidad ante su semejante, como hizo con Adán y Eva, los primeros padres, cuando rompieron la comunión con el Creador. «El Señor dijo a Caín: “Dónde está Abel, tu hermano? Respondió Caín: “No sé; ¿soy yo el guardián de mi hermano?”. El Señor le replicó: ¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo”» (Gn 4,9-10).

Caín dice que no sabe lo que le ha sucedido a su hermano, dice que no es su guardián. No se siente responsable de su vida, de su suerte. No se siente implicado. Es indiferente ante su hermano, a pesar de que ambos estén unidos por el mismo origen. ¡Qué tristeza! ¡Qué drama fraterno, familiar, humano! Esta es la primera manifestación de la indiferencia entre hermanos. En cambio, Dios no es indiferente: la sangre de Abel tiene gran valor ante sus ojos y pide a Caín que rinda cuentas de ella. Por tanto, Dios se revela desde el inicio de la humanidad como Aquel que se interesa por la suerte del hombre. Cuando más tarde los hijos de Israel están bajo la esclavitud en Egipto, Dios interviene nuevamente. Dice a Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a liberarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). Es importante destacar los verbos que describen la intervención de Dios: Él ve, oye, conoce, baja, libera. Dios no es indiferente. Está atento y actúa.

Del mismo modo, Dios, en su Hijo Jesús, ha bajado entre los hombres, se ha encarnado y se ha mostrado solidario con la humanidad en todo, menos en el pecado. Jesús se identificaba con la humanidad: «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Él no se limitaba a enseñar a la muchedumbre, sino que se preocupaba de ella, especialmente cuando la veía hambrienta (cf. Mc 6,34-44) o desocupada (cf. Mt 20,3). Su mirada no estaba dirigida solamente a los hombres, sino también a los peces del mar, a las aves del cielo, a las plantas y a los árboles, pequeños y grandes: abrazaba a toda la creación. Ciertamente, él ve, pero no se limita a esto, puesto que toca a las personas, habla con ellas, actúa en su favor y hace el bien a quien se encuentra en necesidad. No sólo, sino que se deja conmover y llora (cf. Jn 11,33-44). Y actúa para poner fin al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte.

Jesús nos enseña a ser misericordiosos como el Padre (cf. Lc 6,36). En la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,29-37) denuncia la omisión de ayuda frente a la urgente necesidad de los semejantes: «lo vio y pasó de largo» (cf. Lc 6,31.32). De la misma manera, mediante este ejemplo, invita a sus oyentes, y en particular a sus discípulos, a que aprendan a detenerse ante los sufrimientos de este mundo para aliviarlos, ante las heridas de los demás para curarlas, con los medios que tengan, comenzando por el propio tiempo, a pesar de tantas ocupaciones. En efecto, la indiferencia busca a menudo pretextos: el cumplimiento de los preceptos rituales, la cantidad de cosas que hay que hacer, los antagonismos que nos alejan los unos de los otros, los prejuicios de todo tipo que nos impiden hacernos prójimo.

La misericordia es el corazón de Dios. Por ello debe ser también el corazón de todos los que se reconocen miembros de la única gran familia de sus hijos; un corazón que bate fuerte allí donde la dignidad humana —reflejo del rostro de Dios en sus creaturas— esté en juego. Jesús nos advierte: el amor a los demás —los extranjeros, los enfermos, los encarcelados, los que no tienen hogar, incluso los enemigos— es la medida con la que Dios juzgará nuestras acciones. De esto depende nuestro destino eterno. No es de extrañar que el apóstol Pablo invite a los cristianos de Roma a alegrarse con los que se alegran y a llorar con los que lloran (cf. Rm 12,15), o que aconseje a los de Corinto organizar colectas como signo de solidaridad con los miembros de la Iglesia que sufren (cf. 1 Co 16,2-3). Y san Juan escribe: «Si uno tiene bienes del mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17; cf. St 2,15-16).

Por eso «es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia»[20].

También nosotros estamos llamados a que el amor, la compasión, la misericordia y la solidaridad sean nuestro verdadero programa de vida, un estilo de comportamiento en nuestras relaciones de los unos con los otros[21]. Esto pide la conversión del corazón: que la gracia de Dios transforme nuestro corazón de piedra en un corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de abrirse a los otros con auténtica solidaridad. Esta es mucho más que un «sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas»[22]. La solidaridad «es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos»[23], porque la compasión surge de la fraternidad.

Así entendida, la solidaridad constituye la actitud moral y social que mejor responde a la toma de conciencia de las heridas de nuestro tiempo y de la innegable interdependencia que aumenta cada vez más, especialmente en un mundo globalizado, entre la vida de la persona y de su comunidad en un determinado lugar, así como la de los demás hombres y mujeres del resto del mundo[24].

Promover una cultura de solidaridad y misericordia para vencer la indiferencia

  1. La solidaridad como virtud moral y actitud social, fruto de la conversión personal, exige el compromiso de todos aquellos que tienen responsabilidades educativas y formativas.

En primer lugar me dirijo a las familias, llamadas a una misión educativa primaria e imprescindible. Ellas constituyen el primer lugar en el que se viven y se transmiten los valores del amor y de la fraternidad, de la convivencia y del compartir, de la atención y del cuidado del otro. Ellas son también el ámbito privilegiado para la transmisión de la fe desde aquellos primeros simples gestos de devoción que las madres enseñan a los hijos[25].

Los educadores y los formadores que, en la escuela o en los diferentes centros de asociación infantil y juvenil, tienen la ardua tarea de educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia de que su responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales, espirituales y sociales de la persona. Los valores de la libertad, del respeto recíproco y de la solidaridad se transmiten desde la más tierna infancia. Dirigiéndose a los responsables de las instituciones que tienen responsabilidades educativas, Benedicto XVI afirmaba: «Que todo ambiente educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo transcendente; lugar de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta valorado en sus propias potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día la caridad y la compasión por el prójimo, y de participar activamente en la construcción de una sociedad más humana y fraterna»[26].

Quienes se dedican al mundo de la cultura y de los medios de comunicación social tienen también una responsabilidad en el campo de la educación y la formación, especialmente en la sociedad contemporánea, en la que el acceso a los instrumentos de formación y de comunicación está cada vez más extendido. Su cometido es sobre todo el de ponerse al servicio de la verdad y no de intereses particulares. En efecto, los medios de comunicación «no sólo informan, sino que también forman el espíritu de sus destinatarios y, por tanto, pueden dar una aportación notable a la educación de los jóvenes. Es importante tener presente que los lazos entre educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la educación se produce mediante la comunicación, que influye positiva o negativamente en la formación de la persona»[27]. Quienes se ocupan de la cultura y los medios deberían también vigilar para que el modo en el que se obtienen y se difunden las informaciones sea siempre jurídicamente y moralmente lícito.

La paz: fruto de una cultura de solidaridad, misericordia y compasión

  1. Conscientes de la amenaza de la globalización de la indiferencia, no podemos dejar de reconocer que, en el escenario descrito anteriormente, se dan también numerosas iniciativas y acciones positivas que testimonian la compasión, la misericordia y la solidaridad de las que el hombre es capaz.

Quisiera recordar algunos ejemplos de actuaciones loables, que demuestran cómo cada uno puede vencer la indiferencia si no aparta la mirada de su prójimo, y que constituyen buenas prácticas en el camino hacia una sociedad más humana.

Hay muchas organizaciones no gubernativas y asociaciones caritativas dentro de la Iglesia, y fuera de ella, cuyos miembros, con ocasión de epidemias, calamidades o conflictos armados, afrontan fatigas y peligros para cuidar a los heridos y enfermos, como también para enterrar a los difuntos. Junto a ellos, deseo mencionar a las personas y a las asociaciones que ayudan a los emigrantes que atraviesan desiertos y surcan los mares en busca de mejores condiciones de vida. Estas acciones son obras de misericordia, corporales y espirituales, sobre las que seremos juzgados al término de nuestra vida.

Me dirijo también a los periodistas y fotógrafos que informan a la opinión pública sobre las situaciones difíciles que interpelan las conciencias, y a los que se baten en defensa de los derechos humanos, sobre todo de las minorías étnicas y religiosas, de los pueblos indígenas, de las mujeres y de los niños, así como de todos aquellos que viven en condiciones de mayor vulnerabilidad. Entre ellos hay también muchos sacerdotes y misioneros que, como buenos pastores, permanecen junto a sus fieles y los sostienen a pesar de los peligros y dificultades, de modo particular durante los conflictos armados.

Además, numerosas familias, en medio de tantas dificultades laborales y sociales, se esfuerzan concretamente en educar a sus hijos «contracorriente», con tantos sacrificios, en los valores de la solidaridad, la compasión y la fraternidad. Muchas familias abren sus corazones y sus casas a quien tiene necesidad, como los refugiados y los emigrantes. Deseo agradecer particularmente a todas las personas, las familias, las parroquias, las comunidades religiosas, los monasterios y los santuarios, que han respondido rápidamente a mi llamamiento a acoger una familia de refugiados[28].

Por último, deseo mencionar a los jóvenes que se unen para realizar proyectos de solidaridad, y a todos aquellos que abren sus manos para ayudar al prójimo necesitado en sus ciudades, en su país o en otras regiones del mundo. Quiero agradecer y animar a todos aquellos que se trabajan en acciones de este tipo, aunque no se les dé publicidad: su hambre y sed de justicia será saciada, su misericordia hará que encuentren misericordia y, como trabajadores de la paz, serán llamados hijos de Dios (cf. Mt 5,6-9).

La paz en el signo del Jubileo de la Misericordia

  1. En el espíritu del Jubileo de la Misericordia, cada uno está llamado a reconocer cómo se manifiesta la indiferencia en la propia vida, y a adoptar un compromiso concreto para contribuir a mejorar la realidad donde vive, a partir de la propia familia, de su vecindario o el ambiente de trabajo.

Los Estados están llamados también a hacer gestos concretos, actos de valentía para con las personas más frágiles de su sociedad, como los encarcelados, los emigrantes, los desempleados y los enfermos.

Por lo que se refiere a los detenidos, en muchos casos es urgente que se adopten medidas concretas para mejorar las condiciones de vida en las cárceles, con una atención especial para quienes están detenidos en espera de juicio[29], teniendo en cuenta la finalidad reeducativa de la sanción penal y evaluando la posibilidad de introducir en las legislaciones nacionales penas alternativas a la prisión. En este contexto, deseo renovar el llamamiento a las autoridades estatales para abolir la pena de muerte allí donde está todavía en vigor, y considerar la posibilidad de una amnistía.

Respecto a los emigrantes, quisiera dirigir una invitación a repensar las legislaciones sobre los emigrantes, para que estén inspiradas en la voluntad de acogida, en el respeto de los recíprocos deberes y responsabilidades, y puedan facilitar la integración de los emigrantes. En esta perspectiva, se debería prestar una atención especial a las condiciones de residencia de los emigrantes, recordando que la clandestinidad corre el riesgo de arrastrarles a la criminalidad.

Deseo, además, en este Año jubilar, formular un llamamiento urgente a los responsables de los Estados para hacer gestos concretos en favor de nuestros hermanos y hermanas que sufren por la falta de trabajo, tierra y techo. Pienso en la creación de puestos de trabajo digno para afrontar la herida social de la desocupación, que afecta a un gran número de familias y de jóvenes y tiene consecuencias gravísimas sobre toda la sociedad. La falta de trabajo incide gravemente en el sentido de dignidad y en la esperanza, y puede ser compensada sólo parcialmente por los subsidios, si bien necesarios, destinados a los desempleados y a sus familias. Una atención especial debería ser dedicada a las mujeres —desgraciadamente todavía discriminadas en el campo del trabajo— y a algunas categorías de trabajadores, cuyas condiciones son precarias o peligrosas y cuyas retribuciones no son adecuadas a la importancia de su misión social.

Por último, quisiera invitar a realizar acciones eficaces para mejorar las condiciones de vida de los enfermos, garantizando a todos el acceso a los tratamientos médicos y a los medicamentos indispensables para la vida, incluida la posibilidad de atención domiciliaria.

Los responsables de los Estados, dirigiendo la mirada más allá de las propias fronteras, también están llamados e invitados a renovar sus relaciones con otros pueblos, permitiendo a todos una efectiva participación e inclusión en la vida de la comunidad internacional, para que se llegue a la fraternidad también dentro de la familia de las naciones.

En esta perspectiva, deseo dirigir un triple llamamiento para que se evite arrastrar a otros pueblos a conflictos o guerras que destruyen no sólo las riquezas materiales, culturales y sociales, sino también —y por mucho tiempo— la integridad moral y espiritual; para abolir o gestionar de manera sostenible la deuda internacional de los Estados más pobres; para la adoptar políticas de cooperación que, más que doblegarse a las dictaduras de algunas ideologías, sean respetuosas de los valores de las poblaciones locales y que, en cualquier caso, no perjudiquen el derecho fundamental e inalienable de los niños por nacer.

Confío estas reflexiones, junto con los mejores deseos para el nuevo año, a la intercesión de María Santísima, Madre atenta a las necesidades de la humanidad, para que nos obtenga de su Hijo Jesús, Príncipe de la Paz, el cumplimento de nuestras súplicas y la bendición de nuestro compromiso cotidiano en favor de un mundo fraterno y solidario.

Vaticano, 8 de diciembre de 2015
Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María
Apertura del Jubileo Extraordinario de la Misericordia

FRANCISCUS

[1] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 1.

[2] Cf. ibíd., 3.

[3] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia Misericordiae vultus, 14-15.

[4] Cf. Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 43.

[5] Cf. ibíd., 16.

[6] Carta. enc. Populorum progressio, 42.

[7] «La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad» (Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 19).

[8] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 60.

[9] Cf. ibíd., 54.

[10] Mensaje para la Cuaresma 2015.

[11] Cf. Carta. enc. Laudato si’, 92.

[12] Cf. ibíd., 51.

[13] Discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (7 enero 2013).

[14] Ibíd.

[15] Cf. Benedicto XVI, Intervención durante la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, Asís, 27 octubre 2011.

[16] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 217-237.

[17] «Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 59).

[18] Cf. Carta enc. Laudato si’, 31; 48.

[19] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2015, 2.  

[20] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia Misericordiae vultus, 12.

[21] Cf. ibíd., 13.

[22] Juan Pablo II, Carta. enc. Sollecitudo rei socialis, 38.

[23] Ibíd.

[24] Cf. ibíd.

[25] Cf. Catequesis durante la Audiencia general (7 enero 2015).

[26] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2012, 2.

[27] Ibíd.

[28] Cf. Ángelus (6 septiembre 2015).

[29] Cf. Discurso a una delegación de la Asociación internacional de derecho penal (23 octubre 2014).

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios

ACI Prensa

La Solemnidad de Santa María Madre de Dios es la primer Fiesta Mariana que apareció en la Iglesia Occidental, su celebración se comenzó a dar en Roma hacia el siglo VI, probablemente junto con la dedicación –el 1º de enero– del templo “Santa María Antigua” en el Foro Romano, una de las primeras iglesias marianas de Roma.

La antigüedad de la celebración mariana se constata en las pinturas con el nombre de “María, Madre de Dios” (Theotókos) que han sido encontradas en las Catacumbas o antiquísimos subterráneos que están cavados debajo de la ciudad de Roma, donde se reunían los primeros cristianos para celebrar la Misa en tiempos de las persecuciones.

Más adelante, el rito romano celebraba el 1º de enero la octava de Navidad, conmemorando la circuncisión del Niño Jesús. Tras desaparecer la antigua fiesta mariana, en 1931, el Papa Pío XI, con ocasión del XV centenario del concilio de Éfeso (431), instituyó la Fiesta Mariana para el 11 de octubre, en recuerdo de este Concilio, en el que se proclamó solemnemente a Santa María como verdadera Madre de Cristo, que es verdadero Hijo de Dios; pero en la última reforma del calendario –luego del Concilio Vaticano II– se trasladó la fiesta al 1 de enero, con la máxima categoría litúrgica, de solemnidad, y con título de Santa María, Madre de Dios.

De esta manera, esta Fiesta Mariana encuentra un marco litúrgico más adecuado en el tiempo de la Navidad del Señor; y al mismo tiempo, todos los católicos empezamos el año pidiendo la protección de la Santísima Virgen María.

El Concilio de Éfeso

En el año de 431, el hereje Nestorio se atrevió a decir que María no era Madre de Dios, afirmando: “¿Entonces Dios tiene una madre? Pues entonces no condenemos la mitología griega, que les atribuye una madre a los dioses”. Ante ello, se reunieron los 200 obispos del mundo en Éfeso –la ciudad donde la Santísima Virgen pasó sus últimos años– e iluminados por el Espíritu Santo declararon: “La Virgen María sí es Madre de Dios porque su Hijo, Cristo, es Dios”. Y acompañados por todo el gentío de la ciudad que los rodeaba portando antorchas encendidas, hicieron una gran procesión cantando: "Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén".

Asimismo, San Cirilo de Alejandría resaltó: “Se dirá: ¿la Virgen es madre de la divinidad? A eso respondemos: el Verbo viviente, subsistente, fue engendrado por la misma substancia de Dios Padre, existe desde toda la eternidad... Pero en el tiempo él se hizo carne, por eso se puede decir que nació de mujer”.

Madre del Niño Dios

“He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra”

Es desde ese fiat, hágase que Santa María respondió firme y amorosamente al Plan de Dios; gracias a su entrega generosa Dios mismo se pudo encarnar para traernos la Reconciliación, que nos libra de las heridas del pecado.

La doncella de Nazaret, la llena de gracia, al asumir en su vientre al Niño Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, se convierte en la Madre de Dios, dando todo de sí para su Hijo; vemos pues que todo en ella apunta a su Hijo Jesús.

Es por ello, que María es modelo para todo cristiano que busca día a día alcanzar su santificación. En nuestra Madre Santa María encontramos la guía segura que nos introduce en la vida del Señor Jesús, ayudándonos a conformarnos con Él y poder decir como el Apóstol “vivo yo más no yo, es Cristo quien vive en mí”.

 

La Iglesia en su misión de ir por el mundo llevando la Buena Nueva ha querido dedicar un tiempo a profundizar, contemplar y asimilar el Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios; a este tiempo lo conocemos como Navidad. Cerca de la antigua fiesta judía de las luces y buscando dar un sentido cristiano a las celebraciones paganas del solsticio de invierno, la Iglesia aprovechó el momento para celebrar la Navidad.

En este tiempo los cristianos por medio del Adviento se preparan para recibir a Cristo, "luz del mundo" (Jn 8, 12) en sus almas, rectificando sus vidas y renovando el compromiso de seguirlo. Durante el Tiempo de Navidad al igual que en el Triduo Pascual de la semana Santa celebramos la redención del hombre gracias a la presencia y entrega de Dios; pero a diferencia del Triduo Pascual en el que recordamos la pasión y muerte del Salvador, en la Navidad recordamos que Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros.

Así como el sol despeja las tinieblas durante el alba, la presencia de Cristo irrumpe en las tinieblas del pecado, el mundo, el demonio y de la carne para mostrarnos el camino a seguir. Con su luz nos muestra la verdad de nuestra existencia. Cristo mismo es la vida que renueva la naturaleza caída del hombre y de la naturaleza. La Navidad celebra esa presencia renovadora de Cristo que viene a salvar al mundo.

La Iglesia en su papel de madre y maestra por medio de una serie de fiestas busca concientizar al hombre de este hecho tan importante para la salvación de sus hijos. Por ello, es necesario que todos los feligreses vivamos con recto sentido la riqueza de la vivencia real y profunda de la Navidad.

Por último, es necesario recordar que durante la Navidad celebramos en tres días consecutivos, 26, 27 y 28 de diciembre, tres fiestas que nos hacen presente la entrega total al Señor:

San Esteban, mártir que representa a aquellos que murieron por Cristo voluntariamente.

San Juan Evangelista, que representa aquellos que estuvieron dispuestos a morir por Cristo pero no los mataron. San Juan fue el único Apóstol que se arriesgó a estar con La Virgen al pie de la cruz.

Los Santos Inocentes que representan a aquellos que murieron por Cristo sin saberlo.

 

Bendición de la cena de Nochebuena

 

Señor, en una noche como ésta, hace ya tiempo, quisiste venir como un niño, con nombre y apellidos, en medio de los niños más pobres de la tierra. Cuando creciste, hablaste de cosas muy buenas, y dijiste que ya nadie es pobre, porque es hijo de Dios. Nosotros nos hemos reunido para cenar aquí hoy. Llevamos mezclada con nuestra alegría, los disgustos y las penas de todo el año.

Por ello queremos que bendigas nuestra mesa para que nos llenes de tu amor y de tu paz. Te pedimos hoy, que queremos que el mundo sea como una gran familia: sin guerras, sin miseria, sin drogas, sin hambre y con más justicia.

¡Jesús recién nacido!, que hoy en esta casa , acojamos tu palabra de perdón y de amor. Consérvanos unidos. Danos pan y trabajo durante todo el año. Danos fuerza y ternura para ser hombres de buena voluntad. Señor, sé bienvenido a esta casa, hoy y siempre. Amén

Oración para bendecir la mesa en Nochebuena

 

Hoy, Nochebuena, tenemos, de manera especial y como centro de nuestra familia a Jesucristo, nuestro Señor.

Vamos a encender un cirio en medio de la mesa para que ese cirio nos haga pensar en Jesús y vamos a darle gracias a Dios por habernos enviado a su Hijo Jesucristo.

Gracias Padre, que nos amaste tanto que nos diste a tu Hijo.
Señor, te damos gracias.
Gracias Jesús por haberte hecho niño para salvarnos.
Señor, te damos gracias.
Gracias Jesús, por haber traído al mundo el amor de Dios.
Señor, te damos gracias.
Señor Jesús, Tú viniste a decirnos que Dios nos ama y que nosotros debemos amar a los demás,
Señor, te damos gracias.
Señor Jesús, Tú viniste a decirnos que da más alegría el dar que el recibir,
Señor, te damos gracias.
Señor Jesús, Tú viniste a decirnos que lo que hacemos a los demás te lo hacemos a Ti.
Señor, te damos gracias.
Gracias María, por haber aceptado ser la Madre de Jesús.
María, te damos gracias.
Gracias San José, por cuidar de Jesús y María.
San José, te damos gracias.

Gracias Padre por esta Noche de Paz, Noche de Amor, que Tú nos has dado al darnos a tu Hijo, te pedimos que nos bendigas, que bendigas estos alimentos que dados por tu bondad vamos a tomar, y bendigas las manos que los prepararon.

Niño Dios, tú que llegaste al mundo para salvar, te pido años de paz.
Niño Dios, tú que naciste en un pesebre, te pido que no haya más miserias en el mundo.
Niño Dios, tú que naciste de una madre Virgen, te pido pureza en este mundo.
Niño Dios, tú que eres Salvador, sálvanos de los desastres que nos provoca la naturaleza.
Niño Dios, tú que nos diste la vida para vivirla, que la vivamos de acuerdo a tu gloriosa vida.

¡Amén!

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