Por Jesús de las Heras Muela

(Sacerdote y periodista, deán de la catedral de Sigüenza)

 

 

En sus numerosas intervenciones durante el recientemente concluido Año Santo de la Misericordia, el Papa Francisco ha insistido en la vigencia, actualidad, necesidad e interpelación de las 14 obras de misericordia (7 corporales y 7 espirituales). La última, tanto corporal como espiritual, alude al final de la vida: “Enterrar a los muertos” y “Rezar por vivos y difuntos”.

Precisamente, en la catequesis del miércoles 30 de noviembre, último día del mes de oración por los difuntos y último día en que el Papa ha abordado, completándolas ya, las obras de misericordia, se ha referido a estas dos. Y una vez más, ha recordado que ambas, como el resto, no son realidades o ideales lejanos, abstractos y etéreos, sino que están siempre al alcance de la mano, en la vida cotidiana.

El dolor y el enigma inevitables de la muerte

Nada resulta en el acontecer de la existencia humana más insondable, enigmático, doloroso e inevitable que la muerte. Y, sin embargo, nada hay más cierto. La máxima existencialista desde hace más de medio siglo “el hombre es un ser para la muerte” es una verdad,  pero una verdad incompleta, pues desde la fe cristiana y desde esa semilla de eternidad que en sí mismo lleva toda persona,  nos rebelamos y levantamos contra la muerte (Gaudium et spes, 17).

El hombre es un ser para la vida, para la Vida con mayúscula.  Y convertir estas afirmaciones en realidades vivas y prácticas es apremiante tarea eclesial y evangelizadora, máxime cuando, como ahora, ideologías y praxis  -más o menos explícitas o implícitas- imponen, por la vía de los hechos, una visión ante la muerte trufada de nihilismo, materialismo y secularismo.

Ad resurgendum cum Christo o sobre enterramientos y cenizas

Sirva este preámbulo, para acercarnos respetuosamente –la muerte se halla  siempre en tierra sagrada y en ella también siempre hemos de encontrar la zarza ardiendo de la misericordia de Dios- a  los contenidos y reacciones sobre la instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe Ad resurgendum cum Christo y sobre todo a sus disposiciones sobre cremaciones e incineraciones. 

Estamos, en primer lugar, ante un documento necesario. Hacía falta, sí, que la Santa Sede –mejor aún si el documento en cuestión, como es el caso de este, cuenta con la expresa aprobación del Papa y más aún de Francisco- se pronunciara al respecto. En realidad, no había pronunciamiento de este nivel desde 1963, más allá de documentos de distintas conferencias episcopales y de disposiciones en los rituales de exequias.

En segundo lugar, Ad resurgendum cum Christo era necesario en razón de que la que creciente e intensa secularización está también haciendo mella en la vivencia de la muerte, singularmente en los entornos familiares de nuestros difuntos, con el consiguiente riesgo de que esto prosiga y se incrementa en los próximos años.

Los cristianos no podemos permitir que el horizonte luminosísimo de la resurrección de Jesucristo, y con ella y desde ella la nuestra y la de la entera humanidad de todos los tiempos, se desdibuje. La vida no es un absurdo o una quimera. La vida, cuya penúltima etapa, siempre dolorosa y desgarradora, es la muerte,  tiene sentido. No hemos sido creados de la nada ni para la nada, sino del Amor  y para el Amor del Dios de la Vida. Es el misterio pascual de Jesucristo el quicio de nuestra fe y el modelo, la referencia gozosa y esperanzadoramente inexcusables en la hora de la muerte.

Una demanda de misericordia

Enterrar a los muertos y rezar por vivos y difuntos –lo recordé ya al comienzo- son dos obras de misericordia que siguen en vigor y que expresan la fe en la resurrección y en la vida eterna. Y nuestra Iglesia, pionera en enterrar a los muertos, ahora, comenzando por el Papa, que a lo largo de este bendito Año de la Misericordia se ha esforzado tanto en mostrar los rostros y los caminos de la misericordia, no podía por menos que recordar y enfatizar también estas dos hermosísimas obras de misericordia.

Por todo ello, lo que la Iglesia quiere acerca del tratamiento cristiano del cadáver de la persona fallecida es muy claro.  Y la opción más conforme a este pensar, sentir y esperar es la inhumación de los fallecidos, la sepultura como signo de la resurrección y a imagen del enterramiento y sepultura de  Jesucristo, desde donde resucitó gloriosamente.

¿Y qué hacemos en caso de incineración?

Con todo, la Iglesia califica la cremación o incineración como “opción legítima” y llama a inhumar también las cenizas desde esta misma referencia cristológica.

Y desde estas premisas y desde el inviolable respeto al cuerpo humano -siempre, incluso muerto, más aún muerto-, la Iglesia alerta y previene acerca de praxis ni recomendables ni aceptables desde parámetros cristianos y hasta desde claves de sabia psicología humana. ¿A qué nos referimos? A la banalización e incluso frivolización y a la neurotización y hasta superstición que pueden derivarse de la conservación de las cenizas en el hogar y a su repartición y aspersión. Y acerca de la conversión de las cenizas de un difunto en objetos, creemos, con todos los respetos, que es una praxis denigrante, injusta, ridícula e impropia de la dignidad de la persona humana y de su cuerpo, dignidad que no –dicho quedaba- no desaparece con y tras la muerte.

En los rituales de exequias, el cadáver –también en caso, de urna con el cadáver incinerado- es rociado con el agua bendita, es incensado, es colocado al lado del cirio pascual, símbolo de Jesucristo resucitado, y ante él, al realizar estos ritos sacros, el sacerdote se inclina reverente y respetuosamente.

Y la misericordia ha de continuar

Cuando en el mediodía del domingo 20 de noviembre, solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, el Papa Francisco, en la Plaza de San Pedro de Roma, daba por concluido el Año de la Misericordia, recordaba que la misericordia no concluye nunca y situaba a la Iglesia en estado permanente de permanente misericordia.  Visibilizaba, además, ideas con la firma de una carta apostólica, Misericordia et misera, mediante la cual se recapitula y actualiza todo esto.

Leamos atentamente el punto 15 de esta carta apostólica: El momento de la muerte reviste una importancia particular. La Iglesia siempre ha vivido este dramático tránsito a la luz de la resurrección de Jesucristo, que ha abierto el camino de la certeza en la vida futura. Tenemos un gran reto que afrontar, sobre todo en la cultura contemporánea que, a menudo, tiende a banalizar la muerte hasta el punto de esconderla o considerarla una simple ficción. La muerte en cambio se ha de afrontar y preparar como un paso doloroso e ineludible, pero lleno de sentido: como el acto de amor extremo hacia las personas que dejamos y hacia Dios, a cuyo encuentro nos dirigimos. En todas las religiones el momento de la muerte, así como el del nacimiento, está acompañado de una presencia religiosa. Nosotros vivimos la experiencia de las exequias como una plegaria llena de esperanza por el alma del difunto y como una ocasión para ofrecer consuelo a cuantos sufren por la ausencia de la persona amada. Estoy convencido de la necesidad de que, en la acción pastoral animada por la fe viva, los signos litúrgicos y nuestras oraciones sean expresión de la misericordia del Señor. Es él mismo quien nos da palabras de esperanza, porque nada ni nadie podrán jamás separarnos de su amor (cf. Rm 8,35). La participación del sacerdote en este momento significa un acompañamiento importante, porque ayuda a sentir la cercanía de la comunidad cristiana en los momentos de debilidad, soledad, incertidumbre y llanto”.

Por Rafael Amo

(Delegación de Ecumenismo)

 

El pasado 31 de octubre el Papa Francisco viajó a Suecia para asistir a algunos actos –entre ellos un encuentro ecuménico- de la conmemoración de los 500 años de la Reforma. Por Reforma entendemos el movimiento que inició Lutero al clavar las famosas 95 tesis en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg  y que culminó con la dolorosa separación del seno de la Iglesia de una gran parte de bautizados.

El movimiento de la Reforma, con los años, fue desarrollándose de forma muy plural de modo que ahora mismo son cientos de comunidades eclesiales con millones de cristianos que viven su fe en ellas.

En este caso, la división en la Iglesia fue culpa de las dos partes. Así lo ha reconocido el Papa, que nos ha llamado a emprender el camino de la reconciliación para llegar a la unidad. Sin la unidad el testimonio de la Iglesia y de los bautizados pertenecientes a la Reforma será inútil. “Que todos sean uno para el mundo crea” (Jn 17, 21) La unidad es condición para la credibilidad de nuestro mensaje.

Es de destacar que el Papa Francisco, en su discurso en la Catedral de Lund ha puesto de manifiesto algunos aspectos positivos de la Reforma que deben interpelar a los católicos: la centralidad  de la Sagrada Escritura y el acento en la misericordia de Dios, fundamentalmente.

Por Juan Pablo Mañueco
 
(escritor y periodista)
 
 
 
1. VILLANCICO TRISTE DE DON SANTIAGO CABELLOS
                                                            
                             
¡Ande, ande, ande,
qué tristeza tengo,
ande, ande, ande,
al cielo yo lo arengo!
 
Por ti Santiago Cabellos,
párroco de San Ginés,
que hoy día treinta te has muerto,
cerrando a diciembre sellos.
 
¡Ande, ande, ande,
qué tristeza tengo,
ande, ande, ande,
canto por un cura bueno!
 
En la Iglesia de San Ginés
aún Santiago Cabellos
está cosechando mies
para el Señor de los Cielos.
 
¡Ande, ande, ande,
qué tristeza tengo,
ande, ande, ande,
canto por un cura bueno!
 
Adiós, Santiago Cabellos.
A-Dios te has ido al revés
que nosotros. Sus destellos
sólo veremos después.
 
¡Ande, ande, ande,
qué tristeza tengo,      
ande, ande, ande,
canto por un cura bueno!
 
Fuiste, Santiago Cabellos,
párroco del borriquillo
y creo que en uno de ellos
ante Dios hoy habrás ido.
 
¡Ande, ande, ande,
qué tristeza tengo,      
ande, ande, ande,       
canto por un cura bueno!
 
Pídele a Él por nosotros,
como pide un cura bueno
y pídele que nos dé todo
lo bello que hay en su seno.
 
¡Ande, ande, ande,
qué alegría tengo,       
que al cielo ha subido
en borrico, un cura bueno!
 
Te lo dice, como un eco
tu amigo, Juan Pablo Mañueco.
 
 
Del libro Veinte villancicos y cinco canciones religiosas de Mañueco
 
 
 
 2.  VILLANCICO/SAETA en espejo del Niño hacia el Madero
                                                              
 
 
I. Villancico del Niño Jesús naciente…
 
 
Es la noche y en un portal sosegado
un Niño nacido luce como el fuego,
hará hablar al mudo, hará ver al ciego.
Dará en Amor su pecho en él abrasado.
 
Será un buen pastor que pace su ganado,
elevará a su Padre por el Hombre el ruego
de darle la paz, el reposo y el sosiego
al corazón inquieto y desvelado.
 
Jesús del nacimiento, amor amado,
Niño grosezuelo, rosa y risueño
que vienes a quedarte a nuestro lado.
 
Qué gloriosa ventura y qué risueño
destino el que nos traes en ti anunciado:
el cielo vienes a traernos en tu sueño.
 
 
II. …Y saeta de Jesús culminando su amor humanamente
 
 
Y si después aún veis hacia el madero
subir peldaños, acres a una cruz,
a quien fue antes Niño rosa primero,
 
ved que porta en sus manos una luz
que es de amor y que crece en verdadero
brote encarnado en carne al contraluz
 
por decirte así: aquí estoy, de perdón
 y de eterna esperanza mensajero
soy, subido hasta arriba del madero
a llegarte al fondo del corazón.
 
Soy el Jesús no muerto, sí viajero
a librarte en la cruz de mi pasión
y antes de ir de Vida a otra región
te digo que muero porque te quiero
 
y que es en esta cruz y este madero
donde el Niño aquel cumple su misión
y, en Hombre convertido, da el corazón
a quien le oye decirle: “yo te quiero,
 
por ti y tu vida es por quien de amor muero”.
 
 
Del libro Veinte villancicos y y cinco canciones religiosas de Mañueco
 
 
 
 
 
3. VILLANCICO DULCE DE USANOS: EL NIÑO ACUNA A SU MADRE
 
 
 
 
No solloces más, Rey nacido,
que tu madre
ahora mismo se ha dormido.
 
Ella está cansada,
y tiene cerrada
su dulce mirada.
Silencio un ratito.
 
Si Tú te callaras,
si Tú te calmaras,
si Tú no lloraras,
Jesús tan bonito,
 
tu madre, María,
también dormiría
y se quedaría
en calma un poquito.
 
Subid hasta Usanos
corriendo los pies.
Cantad villancico 
vuelto del revés.
 
Jesús, que lo ha oído,
silencio ha pedido,
a buey y asno unido
y a algún pastorcito.
 
Dichosa ventura
que a su madre pura
vela la criatura
en el portalito.
 
Subid hasta Usanos
con el almirez.
Cantad villancico
una y otra vez.
 
Con ambas las manos
el Niño en Usanos
pide a los cristianos
que no haya ni un grito.
 
Que a su madre santa
ha puesto una manta
y una nana canta
el Niño bendito.
 
Subid hasta Usanos
corriendo los pies.
Cantad villancico
vuelto del revés.
 
Un ángel alado
la gubia ha dejado,
la cuna ha ultimado
del Niño chiquito.
 
Se ha postrado un rey.
Se ha tumbado el buey.
Silencio a la grey,
pide Hijo bendito.
 
Subid hasta Usanos
por ver el Belén.
Subid hasta Usanos
y luego volved.
 
 
 
 Del libro Castilla, este canto es tu canto. Parte II
 
Juan Pablo Mañueco

Por Ángel Moreno de Buenafuente

 

 

He tenido ocasión privilegiada de permanecer dentro del Santo Sepulcro por un tiempo largo y solo, momento en el que he puesto sobre la losa recién levantada todas las intenciones que cada uno de vosotros me hacéis llegar y por quienes puedan necesitar el consuelo de la gracia y de la misericordia. 

Todo está en obras, y es la primera vez en treinta años, que llevo viniendo a Jerusalén, que he podio contemplar el recinto interior de la Anástasis limpio de todo adorno.

Cuando uno siente la gracia de permanecer en un lugar así, con tanta serenidad, da tiempo a acordarse mejor de cuantos desearíais tener una experiencia semejante, y aunque Santa Teresa se decía así misma que qué más le daba, si tenía a Jesús tan vivo en el Santísimo Sacramento, sin embargo San Ignacio empeñó todo lo que llevaba por ver las últimas huellas de Jesús sobre el Monte de la Ascensión. 

Hemos comenzado la jornada a las 5,30 de la mañana, las 4,30 en España, meditando las estaciones del Vía Crucis por la Via Dolorosa, y recorrido los lugares del Monte de los Olivos, para terminar el día en la Iglesia del Santo Sepulcro, hasta ver cómo se cierran las puertas, según la ley del “statu quo”. 

Os envío la imagen de la losa que cubre el sepulcro del s. I, que se venera como el lugar del enterramiento y resurrección de Jesús. 

Tened la seguridad de mi oración por todos.

 

Un abrazo en vísperas de nuestro retorno. Gracias porque sabemos que también rezáis por nuestra peregrinación.

Por José Ramón Díaz-Torremocha

(Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)

 

 

Nos bombardeaban hace sólo unas décadas, sobre las difíciles relaciones entre las distintas generaciones y cómo era complicado compaginarlas para que trabajasen juntas y se entendieran. También a veces en el seno de la propia Iglesia.  Aún hoy en ocasiones, se siguen manteniendo estas opiniones incluso con vehemencia. Afortunadamente creo que mucho menos que antaño que, en ocasiones, hubo incluso virulencia en la defensa de posiciones encontradas.

Como en toda institución, en las Conferencias de San Vicente de Paúl, existen unas a las que defino siempre como "auténticas" y otras que no lo son tanto, pues han aflojado su compromiso espiritual y comunitario, manteniendo el simplemente material y de por sí benemérito de ayuda a los pobres en sus necesidades básicas. Las primeras, son Conferencias fuertemente comprometidas por los miembros que las componen, en la oración individual y comunitaria en el seno del grupo, dentro de la pequeña comunidad cristiana que conforman. Son aquellas que hablan por lo general, más de los que sufren que de los pobres, pues quieren ir más allá de la simple ayuda económica, material. Aquellas que quieren caminar con los que sufren, cualquiera que sea el sufrimiento, para prestarles la poca ayuda que en ocasiones tienen en su mano. A veces sólo la compañía que venza, durante algunos ratos, su soledad. En estas Conferencias no he visto nunca un conflicto entre los consocios más veteranos y los más noveles.

Decía uno de nuestros Presidentes Generales que a los jóvenes, había que recibirlos en el seno de las Conferencias con afecto y preocupación por acompañarles en el camino de Fe y de vida que iniciaban, durante el tiempo que permanecieran a nuestro lado. Que no debíamos aguardarlos, ni esperarlos entre nosotros, simplemente deseando que la pirámide de edad de la Conferencia bajara o asegurara el futuro de la misma. Vamos que no había que pensar en ellos como una "pieza de caza" necesaria para el "puchero" de las estadísticas.

He visto algunos casos hermosos de enseñanza como si no lo fuera, como si no se pretendiera enseñar, por parte de consocios veteranos y aquí, si el amable lector me permite seguir reteniendo su atención, déjenme escribirles sobre Don Miguel. Un miembro como tantos de las Conferencias.

Estamos aproximadamente a mitad de la década de los sesenta del siglo pasado. Don Miguel, un anciano de 84 años (de aquellos años no de los de hoy) profesionalmente Coronel retirado del Ejército y un gran lingüista, es el Presidente de una modesta Conferencia en un barrio muy deprimido de Madrid. En su Conferencia, ha entrado como aspirante, un muchacho de alrededor de 18 años, que lleva poco más de doce meses velando sus primera armas vicentinas. Pero también parece que ya no va a abandonarles y Don Miguel, quiere seguirle personalmente de cerca. Quiere ayudarle a ser mejor y a profundizar en su Fe y en la necesidad de demostrarla sirviendo cada día mejor a los que sufren como respuesta a sus Promesas Bautismales. Seguramente, quería ayudarle a encontrar su hueco de servicio en la Santa Iglesia. No tenía que ser necesariamente en las Conferencias de San Vicente de Paúl. Pero si en la Iglesia.

En las Conferencias, se trabaja siempre en parejas y el muchacho, se constituyó en la pareja de Don Miguel. Era curioso verlos por la calle: un viejecito y alguien en la plenitud física acompasando su paso poderoso, al premioso del primero.

Quien me contaba la historia, creo recordar que aseguraba que solo en una ocasión, se produjo entre ellos un desencuentro de alguna importancia. Será bueno contarlo. La culpa la tuvo el Párroco, como siempre, que para eso están: para echarles las culpas de lo que sale mal (aunque no es este el caso), pero pocas veces para reconocerles lo bueno. Lo muy bueno que nos regalan a diario con su entrega generosa de vida volcada en los otros. Déjenme que les siga contando.

El Párroco, había hablado a Don Miguel de una familia recién llegada al barrio, aquella misma mañana, que él sabía bien que no tenían nada para cenar. Don Miguel, con su joven consocio acompañante, se dirigieron al ultramarinos que surtía a aquel barrio y donde las Conferencias eran de sobra conocidas.

Pidió, bajo la atenta mirada del muchacho, lo que entendía que podrían necesitar para pasar los primeros días, antes que la Conferencia les visitara de manera oficial y se decidiera lo que necesitaban para el futuro y hasta donde podían llegar con sus exiguos medios. Cuando ya el más joven se dirigía al portal indicado por el Párroco, Don Miguel le contuvo y le indicó que antes había necesariamente que visitar a un Amigo para que los acompañara. Permanecieron un ratito ante el Santísimo.

Cargados con lo necesario en varias bolsas, se dispusieron a subir los cinco pisos hasta la buhardilla en la que se había refugiado la familia. El joven consocio, intentaba que Don Miguel no subiera: era demasiado esfuerzo. Ya subiría él. Ni que decir tiene que el anciano no le hizo el menor caso y subió. Al llegar a aquel quinto piso agotado y llamar a la puerta tras la que se oían voces de niños, apareció un individuo de no muy buen gesto, preguntando que querían. Don Miguel, explicó que venían de la Parroquia en la que les habían advertido que no tenían víveres con los que poder cenar y que llevaban unas bolsas………... No dejó decir nada más el ocupante de aquel cuarto. Una frase: "no quiero nada de los curas" y un portazo, que casi derriba a aquel pobre anciano. El muchacho se encorajinó, pero siguiendo el ejemplo del consocio veterano, bajaron en silencio la escalera, despacio y mirando donde se pisaba pues la luz escaseaba y los escalones no eran los mejores salvo para romperse la crisma.

Al llegar a la calle, el joven mientras se mostraba bien irritado, tomó el camino del ultramarinos para devolver todo aquello que solo unos minutos antes, habían retirado. Don Miguel, le detuvo en seco. Había que intentarlo otra vez, a aquellos niños que se oían no se les podía dejar sin cena por la cerrazón del padre. ¿Qué estaba en su mano  hacer cuando no lo quieren?, verbalizó el muchacho: "volver al Amigo cuya ayuda es necesaria", dijo muy bajito Don Miguel. Volvieron ante el Santísimo y ……volvieron a iniciar la subida de los cinco pisos.

En tres ocasiones más, en las que la calentura del consocio joven subía como la espuma en contra de aquel "desagradecido" y en el fondo también contra el pobre Don Miguel, aquella maravilla de persona que era Don Miguel, el querido y anciano consocio, sin rechistar, sin quejarse, sin un mal gesto, subió aquella escalera y otras tantas fue rechazado. En las dos últimas, ya no llamaba él pues el más joven, tenía miedo que lo maltratara aquel que abría la puerta y se adelantaba para ser el él que estuviera en la puerta cuando esta se abriera. En todas y cada una de las ocasiones en las que fueron rechazados, al bajar y antes de volver a subir, pasaron de nuevo a ver al Amigo que parecía no hacerles mucho caso en aquella ocasión. Suele parecer así con alguna frecuencia pues, nuestros tiempos, no siempre son los suyos.

En la última ocasión, un hombre rodeado de niños, abrió con suavidad aquella puerta y como perdido, sorprendido, pregunto: Pero ¿qué es lo que quieren ustedes de mi? La voz cascada y agotada de Don Miguel, surgió desde la espalda del joven consocio: ¡solo que esos niños cenen! ¡Que no se vayan a la cama con el estomago vacio! ¡Bueno….. y usted tampoco! No hubo más.

Descendieron, ya con las manos vacías, con las mismas precauciones aquellas escaleras, pero supongo que su corazón ya era otro. El veterano consocio, cuando el más joven pretendía ya despedirse  de él, le cogió del brazo y le pregunto ¿no te parece que hay que ser agradecido?

Volvieron ante el Amigo y agradecieron la ayuda que en su nombre,  habían prestado.

El consocio joven que me contaba toda esta experiencia algunos años después, decía que posiblemente entonces, se dio cuenta de que jamás abandonaría ya las Conferencias en base a la lección recibida y cómo y cuánto había comprendido en aquella sola visita de la entrega a los demás. Don Miguel, le diría más tarde, que en todo lo acaecido, no había solo Caridad para aquella familia necesitada. También había querido que hubiera experiencia para él, para el joven consocio.

El joven, que cuando me lo contaba ya era casi un veterano entre nosostros, me dijo que cuando le dio las gracias a Don Miguel años más tarde, Don Miguel solo le dijo con humildad: "No tuvo mérito, el mérito es siempre del Amigo que nos da las fuerzas ¡Verás cómo lo haces tú algún día, también con otro joven, igual que yo contigo!".

No había ningún conflicto generacional. Solo el deseo y la necesidad de transmitirse la más rica experiencia, de una a otra generación. Generosa la que daba, abierta y receptiva la que recibía.

¿Sentiremos todos en nuestros corazones esa capacidad de donación, de escucha, de humildad para aprender?

Digo siempre que nos hacemos viejos, cuando ya no somos capaces de aprender de otro o de enseñar a otro. Si sucede, si llegamos a aceptar  que ya no tengamos nada que aprender o que enseñar, nos habrá llegado el invierno a nuestra vida. Al margen de la edad que nos indique el Registro Civil.

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