Por José Ramón Díaz-Torremocha
(Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)
A llegar el Viernes Santo, aunque la Liturgia nos llame a ello y nos impulse a no olvidarla, no puedo dejar de pensar en la Madre. Es la obra más perfecta de Dios. Además de para Su propia gloria, entiendo, Él creó toda la Creación, para que Su madre se gozara en ella.
Sin embargo esa tarde, ese Viernes, después de la hora de nona, su sufrimiento será difícil de comprender, salvo para aquellos que pudieran acercarse un poco a ese inenarrable dolor de haber perdido a un hijo.
Ella, que lo contemplaba desde los pies de la Cruz, a la hora de nona, sintió sin duda que algo muy dentro de Ella se rompía. Aquel niño, aquel adolescente, aquel hombre que le dijo “mujer no ha llegado mi hora” (Jn 2, 1-11), pero que sin embargo hizo lo que le pedía, acababan de matarle y de la forma más cruel e ignominiosa posible: crucificado. Lo tenía allí a sus pies, desmadejado, sin vida, varón de dolores con marcas en todo su cuerpo. Seguro que en su silencio, interpelo al que la había engendrado con el Espíritu Santo y le preguntaría ¿Por qué?
La fe en el conocimiento de la Resurrección, sin duda la sostenía. Pero, a pesar de no conocer el pecado original, aquel hijo le dolía. Le dolía tanto que siendo madre, no podía su sufrimiento esperar a la anunciada Resurrección. Viéndole tirado en el suelo de cualquier manera. Desmadejado. Sin vida.
¿Lo volvería a ver de verdad? ¿Cómo iba a dudar Ella: la llena de gracia? Si la gracia era infinita, plena. Pero por esa misma plenitud, también debía ser inmenso su dolor.
¿Meditamos un poco sobre ello? Soñemos. Marcharía como la había indicado Su Hijo a casa del discípulo amado que habría de recogerla desde aquel momento en su casa (Jn 19, 27). Caminando por aquellas difíciles calles de Jerusalén, sintiéndose sin duda señalada, espiado su dolor por aquellos que, solo unos días antes, habían aclamado a su Hijo: Nada menos que al Hijo de Dios. Aquellos que hoy le negaban y se apartaban a su paso no fueran a pensar aquellas autoridades canallas, que podían ser discípulos del Crucificado. Me angustia pensar en la angustia que mi Madre sentiría en aquel camino, junto a su infinito dolor. En la angustia que sentiría aquellas noches.
¿Cuándo te veré de nuevo Hijo mío? ¿Cuándo te veré de nuevo?
Los viernes santos, nunca puedo quitarme ese dolor de encima. De sentirlo como una losa, de ver aquel sufrimiento del Hijo, pero también de la Madre, para procurar mi salvación. Fueron sin duda unas horas angustiosas. Por mis pecados. Por los tuyos también qué ahora me lees.
El Buen Dios no tiene tiempo. Para Él todo es presente. ¿Sería mucho pedir que dedicáramos ese día del Viernes Santo a acompañar un poco, a recuperar un poco en esa inexistencia de tiempo aquellas horas en las que la Madre espera, sola y rota con su dolor, la Resurrección del Hijo.
Me lo he planteado muchas veces con las horas en las que en el Pretorio o en el Palacio de Caifás, Cristo se sintió abandonado, solo. Sin compañía amiga. Sufriendo igual que tú y que yo en su naturaleza humana cuando nos traicionan, cuando nos abandonan. He pretendido muchas veces regalarle algunos segundos de su sufrimiento queriendo hacerlos míos. De manera imperfecta, es verdad, pero queriendo decirle lo que El más espera de nosotros: ¡Cristo te quiero, perdona mi cobardía por haberte dejado solo! ¡Por negarte cada día con mi pecado!
Dejemos algunos minutos también para su Madre: para mi Madre y la tuya.
Dejemos que Ella nos transforme.