Por Jesús Montejano

(Delegación de Piedad Popular)

 

 

Los cristianos vivimos la virtud de la esperanza, de manera especial en este tiempo de Adviento.

Esta virtud la vivió de manera extraordinaria nuestra Madre, María.

Ella encarna la esperanza del pueblo de Israel, la esperanza de todos los cristianos.

Esperanza que supone aceptar los planes que Dios tiene para el mundo, para la Iglesia y para cada uno de nosotros.

El papa Francisco nos decía en la catequesis del 7 de diciembre, que “El cristiano necesita hacerse pequeño para este mundo, como lo fueron los personajes del Evangelio de la infancia: María y José, Zacarías e Isabel, o los pastores. Eran insignificantes para los grandes y poderosos de entonces, pero sus vidas estaban llenas de esperanza, abiertas a la consolación de Dios”

Esperanza y humildad van de la mano. Así lo podemos contemplar en María, que reconociendo “la humillación de su esclava”, vive con gran esperanza el nacimiento del Salvador, Jesucristo.

El rito hispano-mozárabe señaló el día 18 de diciembre como fiesta de la Virgen de la Esperanza o Santa María de la O, por coincidir con el inicio de las antífonas mayores del rezo de vísperas que se cantan del 17 al 23 de diciembre y que comienzan con la O (Sabiduría, Señor poderoso, Raíz, Llave, Oriente-Sol, Rey, Emmanuel).

En nuestra diócesis, la Ilustre y Fervorosa Hermandad y Cofradía de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús de la Salud y María Santísima de la Esperanza Macarena guarda la bella imagen de María en la Iglesia de Santiago de Guadalajara (www.macarenaysalud.com).

Nos ponemos en las manos de María para que nos haga partícipes de sus mismos sentimientos en estos días que ella vivió tan intensamente, antes del nacimiento del Señor.

Que la Alegría de Belén esté presente en nuestros corazones y en nuestras familias, parroquias y cofradías-hermandades.


Por Alfonso Olmos

(director de la Oficina de Información)

 

 

Es muy común que en estos días de fiesta, en el puente de la Inmaculada, en muchos hogares se emplee un tiempo oportuno para colocar adornos navideños. Nuestra fe cristiana nos invita a no olvidar la tradición iniciada por San Francisco hace casi 800 años. En 1223, el santo de Asís pidió permiso al Papa Honorio III para representar la imagen del nacimiento de Jesús. Aunque todavía no se le pueda considerar un Nacimiento como los que hoy conocemos, porque parece ser que solo se representó el Misterio, ese es el origen del belén en las casas.

De esta forma San Francisco, de forma plástica, pudo explicar el sentido de la Navidad a muchas personas que no sabían leer ni escribir, y el mensaje se pudo difundir, desde la sencillez de unas imágenes, por todo el mundo en las viviendas de los cristianos. Más adelante sería el Concilio de Trento el que impulsó esta instalación del belén en las casas.

En la actualidad muchas asociaciones de belenistas, y otros grupos sociales y religiosos, programan actividades diversas para que no se pierda la cultura y la tradición del montaje del belén navideño en diversos lugares, como establecimientos comerciales, instituciones, en las calles o plazas, en las parroquias y también en los domicilios.

Contrasta con toda esta trayectoria de fe la corriente laicista de los ideólogos de los últimos tiempos que, queriendo imponer el pensamiento único, son irrespetuosos con una tradición entrañable y totalmente inofensiva. Sucede que estas ideologías se han introducido de tal forma en tantas instancias públicas o privadas que van acabando, poco a poco, con estas expresiones tan típicas, propias y arraigadas en nuestro pueblo.

En estos días la Diócesis de Ávila ha puesto en marcha una campaña con el lema "Yo pongo el Belén", animando a todos aquellos que lo deseen las fotos de sus belenes a Facebook y Twiter con la etiqueta #YoPongoElBelén. De esta forma, entre todos, podemos fomentar y mantener vivo el espíritu que quiso potenciar San Francisco en los orígenes de esta tradición, mostrando la humildad de aquel a quien reconocemos como Hijo de Dios y Salvador.

Por Raúl Pérez Sanz

(secretario del obispo- Delegación de Liturgia)

 

 

Mientras caminamos en este tiempo de Adviento se van acercando las fechas de la Pascua de Navidad, en las cuales; los cristianos celebramos el misterio de la manifestación del Señor. Si salimos por las calles o diversos ambientes vemos y palpamos expresiones propias ya de la Navidad. Pero, ¿Cuándo hay que colocar los adornos de navidad? y ¿el belén?

Las normas litúrgicas de este tiempo no dicen nada al respecto, la tradición, según el lugar, suele dar el pistoletazo de salida a los adornos en el puente de la Inmaculada, o incluso aprovechar los días previos a la Navidad, en semana última de adviento, o desde el 17 de diciembre cuando comienzan las llamadas antífonas de la “O”, ya más cercana la solemnidad de la Pascua.

En las normas litúrgicas si aparece, sin embargo, que se puede hacer la bendición del belén al final de la Misa vespertina del 24 de diciembre, primera del Tiempo de Navidad, o al final de la Misa la noche.

El belenismo sale pues de los hogares y de no pocos escaparates de nuestros pueblos y ciudades para reivindicar un reconocimiento oficial, un marchamo de autenticidad entre la vorágine de modas y tradiciones importadas con mayor o menor éxito.

El misterio del Nacimiento del salvador tiene su peculiar representación desde que S. Francisco de Asís recreara la escena con personajes de carne y hueso para hacer llegar la enseñanza de como fue el nacimiento humilde de Hijo de Dios.

El belén en nuestras parroquias y casas ha de ocupar un lugar privilegiado, es el altar propio del tiempo litúrgico de Navidad, a él no solamente nos acercamos para ver su monumentalidad o el arte en él plasmado, al belén, hemos de acercarnos con el corazón lleno de oración y sentimiento ya que nos ponemos frente al misterio en él representado.

Celebremos, manifestemos nuestra fe y oremos junto al belén, ya que es la representación de la Palabra hecha carne para nuestra salvación.

Felices días de Adviento y feliz Navidad.

Por Juan José Plaza

(Delegación de Misiones)

 

 

(Reflexión con motivo de la Navidad de nuestro Señor)

 

En este mes de Diciembre y  en el tiempo litúrgico del Adviento, que vivimos, nuestros pensamientos y miradas, aun inconscientemente, se dirigen al Portal de Belén. El motivo es lógico: ya está próxima la Navidad

En la carta a los gálatas leemos: “ Al llegar la plenitud de los tiempos Dios ENVIÓ  A SU HIJO, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que nos hallábamos bajo la Ley, a fin de que recibiéramos la adopción de hijos” ( Gal. 4,4). En este texto sagrado hemos subrayado que  “Dios envió a su Hijo”.

 En otros textos evangélicos el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, reconoce explícitamente haber sido enviado por el Padre: “Como el Padre me envió…” (Jn. 20,21). Y también el motivo de su envío: “El espíritu del Señor está sobre mí y me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos”, (Luc. 4,18ss – citando a Isaías-).

El Niño, recién nacido,  es el Hijo de Dios, el Mesías-Salvador  y  el Primer Misionero (que significa enviado). Y también podemos afirmar que el Portal de Belén y el pesebre, donde  María y José reclinan al Niño, es la primera Cátedra de vida cristiana y de misionología.

Los santos  evangelios nos narran que los primeros que contemplaron  y adoraron al Señor  fueron los pastores y los Magos de Oriente. Ellos no encontraron a Jesús enseñando en la cátedra de  una escuela rabínica ni en un palacio, ni recostado en un trono, ni rodeado de boato, ni de sirvientes,  ni nadando en abundantes riquezas…., sino que lo encontraron en una cueva de animales, envuelto en pobres pañales y, según la tradición, junto a un buey y una mula, que le daban calor en aquella fría noche de su nacimiento; pero eso sí, junto a Él estaban sus padres que lo cuidaban y miraban con ternura y  amor.

Estos detalles   quedaron grabados en la mente y en el corazón de los de los Magos y  pastores, dando testimonio  a los demás de lo que había visto. ”Pues todos se maravillan de lo que los pastores les decían” (Luc.2, 18).

No, no hacen falta palabras,  cuanto rodeó  el nacimiento de Jesús es todo un manual de vida cristiana y evangelización, que el mismo  Jesús puso en práctica posteriormente en su existencia terrena.

Efectivamente, en los textos evangélicos, comprobamos que tanto la vida oculta como la    vida  pública Jesús la vivió en la misma línea que la comenzó en su nacimiento: desde la pobreza, la sencillez, la humildad (Mato 8,20). Y este método les pidió a los 72 discípulos que utilizasen, cuando los  envió delante de él a evangelizar: “No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias…” (Luc. 10,1-11).

¿A dónde miramos y qué referencias tenemos los cristianos y misioneros en la actualidad  para orientar nuestras vidas de hijos de Dios y nuestra acción evangelizadora?

No estaría de más que en esta Navidad nos detuviéramos a  mirar  al Portal de Belén, al Niño recién nacido y a los 72, que envió…, para ver si  la cátedra de  Belén es la fuente donde alimentamos nuestros pensamientos, nuestros criterios, nuestros  deseos, nuestras acciones;  es decir, para ver  si la cátedra de  Belén es el  modelo de nuestra  vida de hijos de Dios  y  de la acción evangelizadora de la Iglesia, como  quiere el papa Francisco y como lo  fue para San Francisco de Javier, patrono universal de las misiones, cuya fiesta celebramos hoy, 3 de Diciembre.

 Con  la mirada puesta en la cátedra del Portal de Belén os deseo ¡FELIZ NAVIDAD!

Por Jesús de las Heras Muela

(Sacerdote y periodista, deán de la catedral de Sigüenza)

 

 

En sus numerosas intervenciones durante el recientemente concluido Año Santo de la Misericordia, el Papa Francisco ha insistido en la vigencia, actualidad, necesidad e interpelación de las 14 obras de misericordia (7 corporales y 7 espirituales). La última, tanto corporal como espiritual, alude al final de la vida: “Enterrar a los muertos” y “Rezar por vivos y difuntos”.

Precisamente, en la catequesis del miércoles 30 de noviembre, último día del mes de oración por los difuntos y último día en que el Papa ha abordado, completándolas ya, las obras de misericordia, se ha referido a estas dos. Y una vez más, ha recordado que ambas, como el resto, no son realidades o ideales lejanos, abstractos y etéreos, sino que están siempre al alcance de la mano, en la vida cotidiana.

El dolor y el enigma inevitables de la muerte

Nada resulta en el acontecer de la existencia humana más insondable, enigmático, doloroso e inevitable que la muerte. Y, sin embargo, nada hay más cierto. La máxima existencialista desde hace más de medio siglo “el hombre es un ser para la muerte” es una verdad,  pero una verdad incompleta, pues desde la fe cristiana y desde esa semilla de eternidad que en sí mismo lleva toda persona,  nos rebelamos y levantamos contra la muerte (Gaudium et spes, 17).

El hombre es un ser para la vida, para la Vida con mayúscula.  Y convertir estas afirmaciones en realidades vivas y prácticas es apremiante tarea eclesial y evangelizadora, máxime cuando, como ahora, ideologías y praxis  -más o menos explícitas o implícitas- imponen, por la vía de los hechos, una visión ante la muerte trufada de nihilismo, materialismo y secularismo.

Ad resurgendum cum Christo o sobre enterramientos y cenizas

Sirva este preámbulo, para acercarnos respetuosamente –la muerte se halla  siempre en tierra sagrada y en ella también siempre hemos de encontrar la zarza ardiendo de la misericordia de Dios- a  los contenidos y reacciones sobre la instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe Ad resurgendum cum Christo y sobre todo a sus disposiciones sobre cremaciones e incineraciones. 

Estamos, en primer lugar, ante un documento necesario. Hacía falta, sí, que la Santa Sede –mejor aún si el documento en cuestión, como es el caso de este, cuenta con la expresa aprobación del Papa y más aún de Francisco- se pronunciara al respecto. En realidad, no había pronunciamiento de este nivel desde 1963, más allá de documentos de distintas conferencias episcopales y de disposiciones en los rituales de exequias.

En segundo lugar, Ad resurgendum cum Christo era necesario en razón de que la que creciente e intensa secularización está también haciendo mella en la vivencia de la muerte, singularmente en los entornos familiares de nuestros difuntos, con el consiguiente riesgo de que esto prosiga y se incrementa en los próximos años.

Los cristianos no podemos permitir que el horizonte luminosísimo de la resurrección de Jesucristo, y con ella y desde ella la nuestra y la de la entera humanidad de todos los tiempos, se desdibuje. La vida no es un absurdo o una quimera. La vida, cuya penúltima etapa, siempre dolorosa y desgarradora, es la muerte,  tiene sentido. No hemos sido creados de la nada ni para la nada, sino del Amor  y para el Amor del Dios de la Vida. Es el misterio pascual de Jesucristo el quicio de nuestra fe y el modelo, la referencia gozosa y esperanzadoramente inexcusables en la hora de la muerte.

Una demanda de misericordia

Enterrar a los muertos y rezar por vivos y difuntos –lo recordé ya al comienzo- son dos obras de misericordia que siguen en vigor y que expresan la fe en la resurrección y en la vida eterna. Y nuestra Iglesia, pionera en enterrar a los muertos, ahora, comenzando por el Papa, que a lo largo de este bendito Año de la Misericordia se ha esforzado tanto en mostrar los rostros y los caminos de la misericordia, no podía por menos que recordar y enfatizar también estas dos hermosísimas obras de misericordia.

Por todo ello, lo que la Iglesia quiere acerca del tratamiento cristiano del cadáver de la persona fallecida es muy claro.  Y la opción más conforme a este pensar, sentir y esperar es la inhumación de los fallecidos, la sepultura como signo de la resurrección y a imagen del enterramiento y sepultura de  Jesucristo, desde donde resucitó gloriosamente.

¿Y qué hacemos en caso de incineración?

Con todo, la Iglesia califica la cremación o incineración como “opción legítima” y llama a inhumar también las cenizas desde esta misma referencia cristológica.

Y desde estas premisas y desde el inviolable respeto al cuerpo humano -siempre, incluso muerto, más aún muerto-, la Iglesia alerta y previene acerca de praxis ni recomendables ni aceptables desde parámetros cristianos y hasta desde claves de sabia psicología humana. ¿A qué nos referimos? A la banalización e incluso frivolización y a la neurotización y hasta superstición que pueden derivarse de la conservación de las cenizas en el hogar y a su repartición y aspersión. Y acerca de la conversión de las cenizas de un difunto en objetos, creemos, con todos los respetos, que es una praxis denigrante, injusta, ridícula e impropia de la dignidad de la persona humana y de su cuerpo, dignidad que no –dicho quedaba- no desaparece con y tras la muerte.

En los rituales de exequias, el cadáver –también en caso, de urna con el cadáver incinerado- es rociado con el agua bendita, es incensado, es colocado al lado del cirio pascual, símbolo de Jesucristo resucitado, y ante él, al realizar estos ritos sacros, el sacerdote se inclina reverente y respetuosamente.

Y la misericordia ha de continuar

Cuando en el mediodía del domingo 20 de noviembre, solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, el Papa Francisco, en la Plaza de San Pedro de Roma, daba por concluido el Año de la Misericordia, recordaba que la misericordia no concluye nunca y situaba a la Iglesia en estado permanente de permanente misericordia.  Visibilizaba, además, ideas con la firma de una carta apostólica, Misericordia et misera, mediante la cual se recapitula y actualiza todo esto.

Leamos atentamente el punto 15 de esta carta apostólica: El momento de la muerte reviste una importancia particular. La Iglesia siempre ha vivido este dramático tránsito a la luz de la resurrección de Jesucristo, que ha abierto el camino de la certeza en la vida futura. Tenemos un gran reto que afrontar, sobre todo en la cultura contemporánea que, a menudo, tiende a banalizar la muerte hasta el punto de esconderla o considerarla una simple ficción. La muerte en cambio se ha de afrontar y preparar como un paso doloroso e ineludible, pero lleno de sentido: como el acto de amor extremo hacia las personas que dejamos y hacia Dios, a cuyo encuentro nos dirigimos. En todas las religiones el momento de la muerte, así como el del nacimiento, está acompañado de una presencia religiosa. Nosotros vivimos la experiencia de las exequias como una plegaria llena de esperanza por el alma del difunto y como una ocasión para ofrecer consuelo a cuantos sufren por la ausencia de la persona amada. Estoy convencido de la necesidad de que, en la acción pastoral animada por la fe viva, los signos litúrgicos y nuestras oraciones sean expresión de la misericordia del Señor. Es él mismo quien nos da palabras de esperanza, porque nada ni nadie podrán jamás separarnos de su amor (cf. Rm 8,35). La participación del sacerdote en este momento significa un acompañamiento importante, porque ayuda a sentir la cercanía de la comunidad cristiana en los momentos de debilidad, soledad, incertidumbre y llanto”.

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